martes, 8 de noviembre de 2011




¿Cómo es el verdadero amor?


En un canal americano de televisión, en un programa que si en un principio no me llamó la atención (no me atraen mucho los programas de entrevistas), después sí lo hizo: cuando reparé que una periodista joven le hacía una serie de preguntas respecto al amor a un viejo actor de cine (que fue muy conocido unos años atrás, pero no digo su nombre porque ahora no viene al caso), que tendrá 70 años o más, el cual se ha significado en ese extraño y más o menos efímero mundo del cine, por la cantidad de años que lleva casado con la misma mujer, que es como decir toda la vida. Y cuando le preguntaban que cuál es el secreto de tan larga y amorosa convivencia, él respondía que, en principio, ese era el mayor regalo que había recibido en su vida de… de quien fuera porque no reparé bien si dijo de Dios o de la Naturaleza. Para él, el hecho de haberse enlazado dos seres de semejantes sensibilidades y cuyas personalidades eran complementarias, y haberles llevado a unirse, a crear una sociedad matrimonial, había sido el gran acierto que se había dado en sus vidas. Su mujer, según manifestaba, representaba todo para él (y, pensaba, que él también era lo más importante en la vida de ella): la calma, la armonía espiritual, el deseo que tienen los dos de verse y estar juntos cuando por alguna circunstancia tienen que separarse; el conocimiento de la una por el otro —o del otro por la una— y, sobre todo, evitar la rutina. Eso era la clave. Agregaba nuestro actor que la conversación entre ellos, la preocupación del uno por la felicidad del otro, nunca en su vida había decaído (o no la habían dejado decaer): siempre tenían algo que decirse, porque las cosas del alma y del espíritu nunca acaban del todo de manifestarse. Algunos de los secretos de la buena convivencia eran, según el actor, que lo mejor del amor son las actitudes que surgen con el tiempo; no las del principio, cuando el amor sexual es lo fundamental, sino las de después, una vez que pasa esa pasión loca de los primeros días —o años— y ambos se van conociendo y enlazando profunda y espiritualmente con mayor firmeza; cuando se emocionan con las mismas cosas; cuando surge entre ellos una fuerte corriente de armonía; cuando el paso del tiempo los va convirtiendo en auténticos amigos, incapaces de traicionarse. El amor se fortalece a medida que comprueban las muchas afinidades que tienen, o cuando no existen ocultaciones espirituales, o cuando la vida entre ellos funciona a «corazón abierto», sin disimulos ni tapaderas, y nada se reconstruye si pensamos: «esta porfía la voy a ganar yo por encima de todo». Todo es valioso cuando impera la comprensión sobre el desencanto, los buenos sentimientos sobre los amargos y los positivos sobre los negativos. Cuando la concordia se impone a la discordia. Cuando hay verdadero deseo de que cualquier desacuerdo se arregle de verdad, cuando lo tratan como personas sensibles y como personas enamoradas y pendientes de las necesidades morales del compañero o la compañera… Es entonces cuando todo funciona y ellos, el matrimonio, convierte la convivencia en una relación de dos seres superados que se aman desde el punto de vista emocional y por encima de todo.

Con estas declaraciones me quedé tan prendado… Y es que estos asuntos del amor, cuando son bien tratados, sin ñoñerías, sin frivolidad, sin egoísmos, con toda clase de sentimientos profundos, me producen delirium tremens… Porque, la verdad, es que si entre los humanos se mantienen vigentes diversas formas de amar, solo existe una que es la verdadera y que, a veces, no suele ser bien aplicada o entendida, o es difícil mantenerla vigente porque para que funcione hay que despojarse de individualismos y egocentrismos.

A modo de complemento, diré que hace unos años tuve una amiga que era budista, o casi. Leida, se llamaba (y supongo que continua llamándose). La conocí porque todas las mañanas íbamos al mismo lugar: ella a hacer tai-chi y yo a hacer meditación trascendental. Después de que ambos terminábamos nuestros ejercicios, nos reuníamos y caminábamos como media hora por el recinto hablando de temas de psicología y tratando de descubrir por qué cauces transcurre la vida. Leida no era creyente, pero en la conversación siempre dejaba entrever que sí creía en algo un tanto inconcreto. Tenía el convencimiento —como lo tienen los budistas— de que nosotros formamos parte de Dios y de que con nuestros pensamientos, con nuestras acciones le vamos dando forma al mundo y a sus vibraciones. Es decir, si nuestros pensamientos son afables, tiernos, compasivos, honrados, honestos, altruistas, etc. el mundo será cada vez más el eco de nosotros, de nuestro comportamiento y nuestra forma de pensar.

Aunque, por desgracia, a veces parece que las cosas funcionaran en sentido contrario…

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