miércoles, 7 de diciembre de 2011



Diversas estructuras de la vida


En realidad, ¿de qué me quejo…? Puede de que la vida es corta y, el tiempo que se vive, desaforado y, en gran parte, inútil. Igualmente lamento que ella, la vida, se niegue declararnos sus objetivos y no sólo en lo que se refiere a nosotros, los humanos, a nuestro destino, sino en relación a ella misma. Porque, en realidad, si lo vemos bien, naces, te dan unos cuantos meneos sin «ton ni son» y, cuando empiezas a creértelo, cuando piensas que vas —más o menos— captando algunos de los perfiles espirituales, ¡plaf!, comienzas a hacerte viejo. Y luego, para acabarla de fastidiar, vas y te mueres… Y te llega ese momento sin haber realizado ni una décima parte de lo que pensabas… Lo que casi te obliga a pensar cuando estiras la pata, o cuando estás al borde de ello, que: «¡Esta vida es un cachondeo, se mire por donde se mire!».

Claro: este pensamiento de que la vida es un cachondeo me viene a veces. Sin embargo, hay días que pienso que ni cachondeo ni nada, que hay que verla —a la vida— desde un punto de vista más positivo. En realidad, si la vida fuera larguísima —supongamos que cada persona viviera unos 200 años o más—, sería empalagosa, aburrida, cansina e insoportable. A no ser que nuestra estructura mental y anatómica fueran diferentes…, y los modos sociales más adaptados a un tiempo de vida tan prolongado. Porque de lo contrario, tal como es ahora, a los 70 años ya eres un viejo, y entonces la sociedad comienza a apartarte de la vida activa y ya nadie te tiene en cuenta (y, conste: ese no es mi caso). Después, en una vida tan larga, tendrías que estar los 130 que te restan encima del aparador, como si fueras una figura decorativa… El otro día presentaban en TV a una viejecita que tenía 112 años, y era la mujer más vieja del mundo. A mí, al verla, la verdad sea dicha, se me encogió el corazón, es decir: me invadió una profunda tristeza: hundida en un sillón, toda ella puro huesecillo que daba la sensación trágica de ser un cuerpo ya sin vida, completamente arrugadita, y sin entender —aparentemente— nada de lo que ocurría a su alrededor. Con cuatro pelos blancos en la cabeza, y su boca, al carecer de dientes, no pasaba de ser un gurruño deforme. Los ojos, empequeñecidos y lacrimosos, miraban dando a entender que no entendía nada. Tenía ella un expresión abstraída y se mostraba falsamente encantada, como si estuviera pensando: «¡Jolín, cuántos años he vivido y qué contenta está la gente por ello!». Estaba rodeada de otros ancianos y otras ancianas, más jóvenes, desde luego, porque se trataba de los hijos y las hijas, con sus nueras y yernos respectivos. Allí estaban también sus nieta/os que frisaban entre los 40 y los 50. Y estaban presentes unos niños y adolescentes que debían de ser sus bisnietos y sus tataranietos… Todos con cara de circunstancias y queriendo hacer creer que lo que ocurría era algo fenomenal. Total, estaba presente todo un mundo surgido de ella —y de su marido, claro—. En mi caso, según contemplaba la presentación, me preguntaba: ¿se sentirá feliz esa viejita con esa edad y se dirá a sí misma «misión cumplida», mientras se le está cayendo la baba por la comisura de su boca? Porque, hay que considerar que al menos desde hace 40 años esta señora está esperando la muerte, que puede estar cerca y llegar de un momento a otro. Y con esa sensación en mente, con ese temor constante, difícilmente se puede ser feliz…

Pero, no divaguemos más y olvidemos por un momento la tan traída y llevada tragedia humana.

En realidad, yo no me puedo quejar. Dentro de todas las dificultades que comentaba en mi blog anterior, a pesar de todo y de no haber sido recibido por mis padres con los brazos abiertos, me empeñé en llegar al mundo y llegué, y tuve la suerte de ser uno más entre los cinco mil millones de humanos que debían existir por entonces. ¿Cómo voy a lamentar un hecho tan representativo y trascendental para mí…? Y más con todos los acontecimientos que he vivido. Ser uno de los elegidos… ¡Casi nada! Y estar aquí para contarlo 79 años y pico después de una vida nada monótona.

Es cierto que tanto mi niñez como mi adolescencia fueron irregulares desde el punto de vista afectivo y material. Mi niñez, a partir de los 3 años, cuando a mi padre le dio la tontuna de irnos todos para Madrid. Porque en Burgos vivíamos bastante bien, y tengo entendido que yo era uno de esos niños «encantadores», muy gracioso y dicharachero, por el que las señoras —cuando bajábamos a pasear al Espolón—se desvivían por levantarme en brazos y besuquearme… Lo malo vino después, cuando mi padre decidió vender la librería y otros negocios heredados de mi abuelo Jacinto, para trasladarnos a Madrid. Era el año 1935 —uno antes de que comenzara la guerra—, y como él era literato, pensó que el éxito sólo se encontraba en la Capital.

Pero debo confesar que yo ni me daba cuenta de si vivíamos bien o mal… Tenía una virtud —¿virtud?— que me ha durado toda la vida: mi carácter era duro y sabía enfrentarme a las cosas con cierta valentía. Iba a lo mío y no me pasaba todo el día lamentándome de lo negativo que parecía ser mi destino. Además, era consciente de los hechos, de la realidad que me rodeaba, de la imposibilidad de que, por el momento, pudiera mejorar mi vida… Y no sé si serían las circunstancias, la composición genética que rige mis impulsos o mi inconformismo natural, pero, consciente de que tenía muchas puertas cerradas, solo me quedaba la posibilidad de elegir una profesión poco romántica, como radio-técnico o funcionario de correos…

Pero, luego, cuando todo lo veía más negado, la cosa cambió. Para que se vea cómo en la vida no se puede renunciar a nada, porque después fui editor y periodista (aunque, la verdad, no estoy muy seguro de que sea mejor ésta que las otras).

Eso es lo que más me sugiere que existe un plan mezclado con las estrellas donde están escritas nuestras vidas.

Pero, qué va, qué va, no se lo crea…

En la foto, mi hijo Álvaro asomándose a la vida.

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