martes, 29 de septiembre de 2009



La inconsistencia de la vida


Viéndolo bien, la vida, al menos la ración que me correspondió a mí —aunque supongo que le debe ocurrir lo mismo a todos—, es un enigma y, a veces, un despropósito. Sobre todo, podría decirse que es un tanto incompleta, o sea, quiero dar a entender que raramente culmina en un estado feliz pleno y permanente. En mi caso, por ejemplo, ahora, siendo viudo como soy, y en esta circunstancia de soledad que sobrevivo, me dedico con cierta intensidad a mirarme por dentro, a deshojar mi alma, o mi espíritu, o a investigar entre las células grises que forman mi cerebro —aunque no sé en verdad qué es y de dónde provienen esos impulsos escondidos en mis adentros—, e investigar los documentos archivados donde se determina lo que atenta contra mi conciencia o los actos que me enorgullecen. En realidad, suelo poner mi atención especialmente en aquellos temas referidos a la relación con mi mujer y los momentos felices vividos juntos (y perdonen que utilice esta expresión aparentemente ruda, pero ella «era mi mujer» y yo «su hombre». A la expresión «esposa» la encuentro demasiado distante y superficial, menos intensa y de escasa pertenencia —no de una pertenencia posesiva, por Dios, porque entre ella y yo, dentro del amor que nos teníamos, nadie era posesivo…). Bien, lo que quiero decir es que yo ahora debía de alimentarme de su recuerdo, de lo grata y gozosa que fue mi vida junto a ella. Y, en parte, lo hago o trato de hacerlo, pero reconozco que es como «agarrarme a un clavo ardiendo», o como ponerme una especie de paños calientes para ahogar esa idea desgarradora de que ella se esfumó para siempre… La verdad, la verdad, es que estoy un tanto frustrado. ¿A qué vienen estas desatenciones de la vida y por qué?, me pregunto. Y me interrogo sobre cómo sería mi vivir ahora si ella existiera y estuviera a mi lado y lo confronto con la forma insulsa de mi hoy sin su presencia, y cuán difícilmente soportada es… Y de ahí parte mi desilusión, porque me lleva a la conclusión de que la vida al final siempre es ingrata y nunca reconoce las armonías. Deja entrever que aunque en tu vida «hayas tenido un hijo, hayas plantado un árbol y hayas escrito un libro», al final nada se te tiene en cuenta… ¿Por qué nos han sido dados a los seres humanos estos sentimientos tan hondos, tan llenos de emotividad, tan ilusorios, cuyo objetivo ya no es procrear —que es una de las premisas del amor—, sino fundirse en el otro ser, y disfrutar ambos del conocimiento mutuo, del interés intenso del uno por el otro en la etapa final, y recrearse con el diálogo, con la comprensión hacia lo circundante, con los detalles no apreciados cuando se era más joven y que ahora sí se aprecian, o viendo a nuestros hijos y nietos crecer y prosperar, y, sobre todo, emocionarse juntos con todas esas pequeñas cosas que nos ofrece la naturaleza y que muchas de ellas se descubren cuando ya se tiene encima una respetable cantidad de años y, por lo tanto, una receptiva y palpitante madurez, si la vida no está dispuesta a corresponder con tus candorosos sueños aunque los merezcas? Y no me vengan con aquello de que «Dios escribe derecho sobre renglones torcidos», porque eso no es lo coherente. Si este supuesto ser nos hubiera dado la forma de razonar que nace espontáneamente en nuestro lóbulo frontal o en el hemisferio izquierdo de nuestro cerebro, él debiera ser el primero en someterse a ellas… He aquí la gran contradicción…

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