sábado, 27 de febrero de 2016


Vida y personalidad

No sé por qué, ahora, cuando soy mayor, me da por pensar en mí y en mis características, en mi sentido de lo social y de las personas ajenas a mí, en suavizar mis propias asperezas, atemperarlas, o sea: calmar en todo lo posible las situaciones y compromisos negativos que me puede crear mi personalidad. Respecto a mí, llego a la conclusión de que siempre he sido un poco como un lobo solitario, muy metido en mí y concentrado y,  en general, poco comunicativo desde el punto de vista verbal, y una pizca dado a creer que no hay mucha gente que me entienda. Amigos, lo que se llama amigos, los tuve escasos, y los pocos que he tenido siempre han sido de relativa corta duración. Esto se debe a que, en líneas generales, la gente convencional, los pelmazos profesionales, me irritan. Un buen amigo cuando vivía en Caracas, fue Alberto Iznaga, periodista cubano, con quien tenía conversaciones profundas sobre el más allá, sobre el sexo, sobre la vida matrimonial, sobre el amor y sobre el género de vida; después, tras el fallecimiento de mi mujer, en la última etapa de España, en Valencia, tuve un amigo de peso: Álvaro Pascual-Leone. Con él, a veces, mantenía conversaciones filosóficas de cierta envergadura. Pero Alvaro era (es) un hombre «excesivamente» culto, aunque con algunas lagunas mentales, que las suplía recurriendo a su excelente memoria y a su gran cultura. De cualquier manera, pienso que a mí me cubre una especie de caparazón, un escudo, un afán personal de ser un tipo individualista y poco comunicativo. Quizá se deba a que rehuyo lo trivial, la charla convencional, los temas más o menos trillados, los que no dan pie a pensar mucho. Tampoco me agrada la conversación frívola, los temas sin fundamento o sin profundidad. Eso es lo que me aparta de la mayoría de las personas, incluidos, a veces, mis propios hijos. Y, después de casarme, cuando mi mujer y yo nos fuimos a vivir a México, sostenía conversaciones profundas con Mada Carreño, una mujer de alta sensibilidad y muy preocupada por la filosofía y por los temas de metafísica (ella fue la segunda esposa de mi padre). Mada era poeta y escritora y disfrutaba de la vida tal como era echándole mucha imaginación. A veces lloraba recordando su pasado y la guerra de España. Era agnóstica como yo, pero sí le gustaba conversar acerca de un posible Dios. Solía decir que «Nada sabemos, pero es imposible que esta inmensa lógica en la que estamos inmersos no tenga ningún sentido». Con Angelina, mi mujer, fue todo diferente. Ella era muy sensitiva pero no quería entrar en conversaciones de temas poco o mal entendidos por la humanidad; a veces teníamos conversaciones profundas, pero le asustaba un poco meterse en asuntos de metafísica, y prefería agarrarse a lo sencillo de la vida, a una vida donde no faltaba un Dios, y donde siempre existía una vida después de la muerte. Cuando yo entraba a comentar estos temas con ella siempre decía que pensar en la falta de un ser todopoderoso le producía un estado de angustia y la enfrentaba a una especie de vacío. Ante lo cual yo creía que la suya era una forma muy aceptable y alentadora de interpretar la vida, algo que nos trae cierta justificación de la existencia, y no se cae en preocupaciones de asuntos que nunca se van a entender y para las que no tenemos respuesta. Es muy posible que tal punto medio sea el más adecuado, el menos discordante, el más sencillo, el que anula el drama. Angeline, aunque cumplía las normas religiosas, era una creyente que en el fondo no estaba convencida del todo o no era muy fervorosa, pero deseaba no salirse de su línea ni de la vida sencilla que era la que a ella le atraía más y le causaba tranquilidad. Claro, convenía yo con ella porque no me gustaba contrariarla dada su ingenuidad natural. Y, por otra parte, tampoco un posible Dios puede exigir a sus fieles que permanezcan todo el día de rodillas ante él. Un Dios de verdad rechazaría que le «adoren». No hace mucho leí un artículo de alguien muy versado en temas religiosos donde se decía que a Dios no le preocupa que creamos o no creamos en él… Lo que más le preocupa es nuestro comportamiento social. Un psicólogo amigo mío decía que, en cuanto a la fe, elegir no es posible. Solamente podemos creer en lo que nuestra razón y nuestro conocimiento nos dicta y nos consiente. Pero una buena táctica es no prestar oído a lo que es contrario a nuestras convicciones o a nuestras dudas. Dado que en la vida no hay nada que sea seguro…

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