sábado, 13 de junio de 2015
¡Dios nos pille confesados!
Estaba pensando en la posibilidad de reformar algunos de mis conceptos o mis actitudes, o de éstas en referencia a aquellos, pero me cuesta, me cuesta lo indecible… Hasta el punto de que casi he acabado por abandonar el intento. En realidad, debo entender que yo, por mi edad, por el tiempo que he vivido (este mismo mes de Junio cumplo 83 años) y por los caminos que he recorrido, son muchas las normas y anormalidades menores que se han grabado en la cinta magnética de mi alma o de mi subconsciente, y considero que estoy ya demasiado hecho, muy marcado, muy definido para intentar cambiar. Debo reconocer que, en algunos aspectos, me he ido formando al gusto mío, pero en otros muchos, mi personalidad se hizo atendiendo el interés ajeno; me refiero a esas normas que me fueron inculcadas cuando yo era niño. No se puede olvidar que mis circunstancias, mi educación, las amenazas que vertieron sobre mí, los mitos que han ido confeccionando mis modos han contribuido a hacerme así, como soy. Y, por más que use la razón con el fin de echarlas a la papelera, es muy difícil eliminarlas de mi «departamento de trastos inútiles y perjudiciales de mi personalidad», aún tratando de entender las ventajas morales y psicológicas que supondría una transformación. Pero, esas definidas y relevantes sombras que se han cruzado en mi camino, me resulta difícil borrarlas o apartarlas de mi subconsciente o alejarlas de mi persona. Por ejemplo, ¿cómo puedo eliminar las constantes e impertinentes amenazas de mis tías de que yo era un firme candidato al Infierno si seguía portándome «tan mal»?; amenazas que me eran dirigidas de una forma determinante e impertinente… ¿Y esa malvada descripción que hacían de mí en referencia a que era «un trasto», un mentiroso y un desobediente, alguien que cometía repetidas violaciones del comportamiento? Nadie consideraba que tenía apenas ocho años y que acababa de pasar por la maldición de una guerra, o que había sido abandonado por mi padre, o que en mi soledad no me quedaba más remedio que fabricar mi propio mundo recurriendo a la imaginación. «¡Qué pena, con lo listo que es!», me cansé de escuchar día y noche refiriéndose a mí. También hay veces que pienso que todo se debe a la maldición de haber nacido en España: si con los mismos padres que tuve hubiera nacido en otro país, en Francia o en Inglaterra, por ejemplo, mis contagios serían distintos porque mi educación no hubiera sido tan sometida a la amenaza religiosa. Pero por el hecho de haber nacido aquí, unido a las circunstancias que me tocaron vivir, a los mitos, a las exageraciones, al sometimiento a una religión trasnochada y con un Dios que tenía siempre una espada blandida sobre mi cabeza, o esa deficiente interpretación de la vida que filtraron en mi conciencia, incluso en relación al sexo tan tipificado como delito y considerado como una mala práctica muy castigada por Dios… Aunque cuando fui más mayor razoné todos estos contagios anormales, y traté de aplicar algunas «verdades» a mi vida, el daño estaba hecho. Algo muy significativo es que al día de hoy mantengo cortada la relación familiar con los numerosos parientes de la parte materna, que es la que me estigmatizó. Recuerdo que, una vez muerto Franco, cuando regresamos a España después de haber vivido 14 años en América, en cierta ocasión que llevé a mi madre a visitar a la tía Clementina, su hermana mayor, el cuarto de estar o sala donde hacían la vida, todavía estaba presidido por dos grandes fotos del Caudillo y de José Antonio Primo de Rivera, y mi tía no dejaba de decir en tono quejumbroso: «¡Ay Dios mío!». Recordé una ocasión cuando yo era pequeño que en aquella misma sala había una reunión familiar y habían invitado para presidirla a un primo segundo que era cura. Todos estábamos de pie en torno a la gran mesa esperando a que mi primo cura tomara asiento. Y, al sentarse, su mala fortuna quiso que se diera un golpe en el cogote en una repisa que había detrás de él (sobre la que había una imagen del Sagrado Corazón), lo que ocasionó que todos mostraran un gesto de apuro y contrariedad. Excepto yo que empecé a reírme a carcajadas… ¡Claro, siendo así de pequeño, cómo no voy a haber tenido tanta mala fama…! «¡Dios nos pille confesados!», como decía mi abuela Mónica…
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