martes, 7 de abril de 2015



¿Somos hijos de la nada?
Angelines, cuando vivía, moldeaba mi vida y alimentaba mi alma. Ella me sacaba de mi pertinaz desidia intelectual y apaciguaba mis ansiedades. Su ausencia representó en mi vida un brusco, un aborrecible e insoportable suceso, como si me hubiera quedado ciego de repente o hubiera perdido mis brazos. Cuando falleció, no era difícil verme vagar por Valencia como alma en pena, sumido en el desconcierto, sin mostrar ningún interés por todo lo que no fuera ella y su posible destino. Meditaba sobre si su espíritu viviría, si permanecería en otro lugar; si nos volveríamos a encontrar algún venturoso día. Obligado por las circunstancias, trataba de sustentar una leve esperanza de que, detrás de todo este cúmulo genético, anticuerpos, glándulas, células, neuronas, bacterias y corazones palpitantes que nos pueblan, que regulan nuestro cuerpo y nos dan la vida, era forzoso que hubiera algo; que fuésemos el resultado de un gran propósito final, un fin esencial al que, por razones de subsistencia y libertad, no se nos permitía acceder en tanto seamos seres vivos y autodestructibles. Pero, ¿y las emociones? ¿Y el lirismo y la ternura que representa una mano asiendo a otra mano? ¿O el magnetismo de un cuerpo atrayendo otro cuerpo? ¿Y la piedad, el mensaje de armonía, de amor, de pasión transmitida en una mirada? ¿Y los sueños, dónde quedan? ¿Eran reacciones casuales, sin sentido, a las que se ha llegado por la errónea presencia al principio de los tiempos de un burdo aminoácido surgido en medio de lo imposible, en un ambiente inhóspito, parido por el caos, el cual, no obstante las ínfimas condiciones de supervivencia, produjo una célula que, sin saber lo que hacía, ni por qué, se hizo copia de sí misma, corrigiéndose y perfeccionándose, en la ignorancia de que con su proceder no solo se multiplicaba, sino que producía la vida y perpetuaba la existencia, y sin abandonar el error ni dejar de jugar con el dado de multimillonésimas caras, hundida en agitados y sulfurosos mares, aún sin saber su destino, comenzó a poner orden en tal desbarajuste iniciando la formación de las especies, repartiendo mapas genéticos, dando medios de defensa a los seres, regulando la temperatura de sol, trazando cauces para los ríos, engendrando la rosa y su perfume, perfeccionándose y sublimándose a sí misma de generación en generación…? ¿Todo eso para nada? ¿Qué finalidad tenían, entonces, los ácidos, los minerales, la fuerza magnética, la fotosíntesis, el oxígeno y el nitrógeno? ¿Y las ondas sonoras? ¿Estarían ahí si no hubiera oídos que escucharan su melodiosa carga? En cuanto a las simientes, el trigo y la cebada, las frutas, ¿habrían nacido si no hubiera seres que alimentar? ¿Y quién decide que el ser crezca y se multiplique? ¿La nada? ¿Por qué y para qué?
(En memoria de Angelines, mi difunta mujer, al cumplirse 15 años de su muerte)

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