martes, 21 de abril de 2015


¿Hay un destino honorable?
Decía el otro día en uno de mis blogs que «hay algo en mis actitudes, o en mis costumbres, o en mis manías, que me separa del resto de los humanos. Y no es que intente presumir de exclusivista adornando mi personalidad con una única y extraña forma de ser, pero desde que comencé a tener uso de razón me sentí distinto, separado, o sea, no digo ni mejor ni peor, solo quiero dar a entender que me siento diferente», y, añado ahora, que no lucho por las mismas cosas que suelen hacerlo los mortales; que no abrazo las mismas ambiciones; que tanto mis expectativas como mi salud los confío más a mis «anticuerpos» espirituales, psicológicos, que a las disposiciones de las leyes físicas y biológicas. 
Al referirme a ese detalle acerca de mí, estaba abriendo un camino o un estilo a mis un tanto desquiciados comentarios en esta serie de blogs donde trato, sobre todo, de exponer las particularidades de una vida, la mía, y que viene siendo algo así como un diario o una exposición pública de la efusividad de mi alma.
No ignoro, ni lo desecho totalmente: podría ocurrirme lo mismo que a Virginia Woolf, que de tanto analizarse, de tanto buscar una explicación de la vida y sus costumbres, de tanto meter en el microscopio su relación con las personas y la sociedad y, al no encontrarlas o encontrarlas insatisfactorias, acabó medio loca: se llenó sus bolsillos de piedras y se lanzó al río (¡Qué forma tan original de quitarse la vida!). Pero, no: yo no me voy a suicidar. No tengo esa costumbre… Y ni mi aparato biológico ni el mental están hechos para efectuar un acto tan deleznable  (aunque Albert Camus decía que el suicidio es el único acto de verdadera libertad que podemos ejercer). Bueno, esto no quiere decir que a esta edad mía que ya me define con las características del viejo (y puede que del vejestorio), si perdiera totalmente mi fe en un destino más honorable; si no creyera que somos de utilidad para «alguien»; si me cerciorara y llegara a la conclusión de que somos el producto de una casualidad; si dejara de sospechar que nuestra biología, además de darnos la vida, ayuda al sostenimiento de algo o de alguien superior a nosotros quien nos utiliza como «materia prima»; si acabara convencido de que nuestra presencia no obedece a un plan universal; si me convenciera, pobre de mí, que la única felicidad que tenemos a nuestro alcance consiste en comerse un helado de chocolate, entonces tendría que pensarlo… Y ahí es donde está mi diferencia respecto a la mayoría de los mortales: mi vida siempre ha consistido en buscar valores morales, justificaciones a por qué yo estoy aquí y no otro, y el convencimiento de que el sol sale todos los días para efectuar una serie de efectos morales y no solo físicos, y, especialmente, para embaucarnos con su belleza, para darnos vida y embelesarnos… Además, viéndolo bien, si el poseedor del poder que nos ha sido dado permite que la vida, que el amor, desde su funcionamiento biológico haya pasado a convertirse en un sentimiento poético, apasionado, entrañable y sentimental, será por algo…

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