miércoles, 7 de marzo de 2012




Fantasías

para una

tarde

lluviosa


¡Qué lucha tan desigual entre razón y fantasía! Además de desproporcionada, es rebelde y denota una absoluta falta de consideración hacia los humanos, que se la pasan buscando y buscando sin saber bien qué es lo que buscan. ¿Por qué la Naturaleza nos habrá fabricado así, tan palurdos, tan dados a la confusión y, sin embargo —aparentemente—, tan necesitados de conocer las entrañas de este curioso «cajón de sastre» donde vinimos al mundo? ¿Qué se propone el Gran Artífice —sea quien sea o sea lo que sea— con tal programa y qué obtiene del embrollo mental en que nos ha metido? ¿Y, sobre todo, qué consigue la Naturaleza debido a nuestra ignorancia del método?

Bueno, nos queda el recurso de la imaginación… Yo no es que sea un ser excesivamente imaginativo o fantasioso —que, si me remito a mis inclinaciones personales, sí lo soy aunque de una forma moderada—, pero no hay otro camino: el de crear en nuestra mente otros mundos más perfectos y pensar que llegaremos a él… Porque, si no hay certeza de nada, tengo todo el derecho de consolarme haciendo las veces de creador pueblerino y dedicarme a buscar aplicaciones más idóneas, más reconfortantes, más humanas, más intensas, más prometedoras, más fervientes que las que tenemos aquí. O sea, me la paso vagando con el pensamiento buscando un mundo ideal. Un mundo como el que se expone, por ejemplo, en Rosa candida, la novela de Augur Ava Ólafsdótir, que me dejó conmovido. Esta autora islandesa debe poseer el conocimiento de la vida y de cómo debía de ser ésta y cómo comportarse en ella.

Pero, además, ¿para qué nos ha dado la Naturaleza el don de la fantasía sino para que conformemos una realidad más amoldada a nuestro gusto…?

A veces me aterrorizo a mí mismo, pensando que si esta vida no tiene alguna forma de prolongación y exaltación después de la muerte, bien sea mediante la liberación y destino de las almas a un lugar concreto o perdido en la nada; o somos dirigidos al mundo de los espíritus (que podrían estar viviendo cerca de nosotros, según algunos), o a uno totalmente incomprensible para nosotros; o se nos da nuestro renacimiento en otra dimensión, o lo que sea, entonces todo esto no tendría sentido. Es decir, si yo no vuelvo a ver jamás a Angelines, mi mujer, después de haber construido toda mi vida en torno de ella, de habernos soldado espiritualmente el uno con el otro, entonces esta vida «provisional» aquí en la Tierra sería una fenomenal payasada, una falacia, una falta de respeto de la Naturaleza al ser humano, al «tolili» éste que anda por aquí siempre tan agobiado. Es complicado admitir que la vida se ha hecho así porque sí, sin una razón, sin un plan, sin un motivo, sin un destino determinado (es decir, tanto embrollo, tanta ilusión, tanto afán para nada…).

Antiguamente era más fácil creer en un destino. En el momento que el ser humano abrió los ojos a la Naturaleza y tuvo sentido de la belleza —y comenzó a evaluar y a tener conciencia de lo que veía, de la diversa multiplicidad de instrumentos que le rodeaban—, debió de pensar que existía un Dios de por medio y que era quien se lo había dado todo. No había otra explicación. Cuando se fijó en la inmensidad y en la belleza del cielo azul, del sol dándonos calor y moviéndose, aparentemente, en torno de la tierra; cuando observó el día y la noche, tan medidos, tan calibrados, que reglamentaba nuestra vida y nos indicaba el momento para trabajar, descansar y compartir; cuando contempló las refulgentes y asombrosas estrellas sobre fondo azul oscuro del firmamento; cuando vislumbró las agrestes montañas, la solemnidad de los árboles, la delicadeza de las flores; cuando reparó y se maravilló ante la multiplicidad de los animales, con sus extraños dibujos y estructuras; cuando observó y se beneficio de la utilidad de los ríos; cuando se sobrecogió y se fascinó al contemplar el mar, tuvo que pensar, por fuerza, todo esto tenía que ser obra de una deidad, de un dios, de un ser con poderes asombrosos.

Pero luego vinieron los científicos, los letrados, los filósofos, los sabihondos a decirle: «¡Pero qué dios ni qué deidades sobrenaturales! ¡Despierta! Nuestra presencia aquí es pura casualidad. Si aquellas células ilotas no se hubieran juntado con las otras…».

Y a partir de ese momento nuestros corazones comenzaron a endurecerse y a perder su calidad de asombro…

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