viernes, 20 de mayo de 2011


Salvarme del mundo y de mí


Es posible que Kafka, en sus novelas —ignoro si también en su vida personal ya que tenía fama de ser medianamente neurótico— representara con enorme fidelidad esta vida confusa e incierta en que vivimos, tanto patrones como vasallos. Véanse, si no, El proceso, La metamorfosis, El castillo…, entre otros magníficos relatos donde se representa a la perfección los desequilibrios de la existencia, que vienen siendo muchos y me atrevería a decir que cada día son más. Lo malo es que esta locura se detecta específicamente ahora, en el momento que uno es mayor, que es cuando se reparan palpablemente las imperfecciones y la, a veces, irracionalidad que nos envuelve. Cuando se es joven se dispone de infinidad de sucedáneos con los que ahuyentar las dudas, disfrazarlas, o esconderlas. Es entonces cuando se albergan ilusiones, cuando hay una esperanza de encontrar los signos estimulantes, cuando creemos comprender la vida… Y si no lo entendemos en ese momento tenemos la esperanza de, con el paso del tiempo, entenderlo todo. Pero ahora no. Ahora, a mi edad, todo es sumamente dramático, oscuro, desavenido, frustrante. Hasta la propia vida parece una futilidad, algo que no tiene sentido. Claro, posiblemente todo se ve acentuado ante la proximidad de la muerte, que es cuando nos acecha —al menos a mí— una desmedida frustración. Antes de morir —sin que necesariamente tenga uno que vivir siempre turbado por el hecho de perder la vida—, se hace frecuentemente recuento de los pasos equivocados, de los afanes baldíos, de las ilusiones fatuas, de los desmanes cometidos. ¿Por qué hice esto en lugar de aquello? ¿Por qué no advertí los hechos y viví con mayor integridad cada minuto de mi vida? ¿Por qué no reparé más intensamente en los seres que me rodeaban? ¿Por qué no amé con mayor fuerza a las personas? ¿Por qué no miré más directamente a los ojos a aquellos con quienes hablaba?

Es el caso, por ejemplo, de mi relación con mi mujer, Angelines. Aunque nuestra convivencia fue muy buena y el entendimiento entre nosotros se mantuvo a alto nivel y fue algo muy fuera de lo normal, ahora, sin ella a mi lado, pienso que pudo haber sido mejor: una integración absoluta. Yo no sé si es que ahora, debido a lo mucho que resiento su ausencia, tiendo a magnificarla, o ensalzo de una forma exagerada sus cualidades, encomiando aquella dulzura suya característica, y esa personalidad que tan armoniosamente se complementaba con la mía. Tal vez… Aunque en verdad no lo creo. Definitivamente, creo que ella era así, tal como la describo. Porque, además, no solo soy yo: son sus hijos y aquellos que la conocieron: todos estaban prendados de su sonrisa, de sus maneras, del amor que destilaba. Yo, hay veces que pienso que si todos fuésemos como Angelines, este mundo sería una delicia. Para mí, ahora, ella es una especie de patrón, de instrumento de conducta. En realidad, no era ella quien causaba los conflictos. No titubeo al decir que el mayor causante de perversiones era yo, porque anteponía mi persona a la de los demás; reparaba menos en los otros que en mí; vivía en una actitud de autocontemplación, poseído de mis cualidades, de mi ego, de mis virtudes. ¡Claro, como con un tipo así no iba a estar todo el mundo satisfecho…! ¡Si simplemente con saludar a mi vecino, ya éste tenía sentirse feliz de que me fijara en él…!

Y es que la vida es así, una combinación de convencimientos errados, de propósitos rectos y torcidos. Es un mirar más hacia afuera que hacia dentro, una relación sensible entre las personas, un sentimiento de amor verdadero hacia quienes nos rodean y nos quieren.

Pero, uno de los mayores defectos que tiene la estructura de la existencia es que nacemos desposeídos de todo conocimiento, y en la medida que vamos cosechando experiencias, adquiriendo sabiduría y haciendo propósitos para mejorar, la vida va pasando, y cuando queremos darnos cuenta ya somos unos viejos babosos y no tenemos la posibilidad de aplicar las virtudes que nos ha proporcionado nuestra reconstrucción.

Claro, no sé si es que desde el principio de la vida se haya tomado el camino equivocado… Esto es lo que más dudas me produce acerca de la existencia de un Dios director: si usted, mi vecino y yo sabemos cómo debería ser el mundo para que funcione «como Dios manda», y cómo tendríamos que hacer las personas para que todo sea perfecto; si todos o la mayoría sabemos que la vida consiste en una armoniosa combinación entre lo material y lo espiritual, y que todo en nuestro mundo transcurriría bien si hubiera un sentido y un cumplimiento de la justicia y de la ética, y nuestra relación con los demás estuviese exenta de envidias, ¿cómo es posible que ese Dios creador no reparara en esto? ¿Que nos dejó los evangelios? ¡Por favor, eso sucedió apenas hace 2000 años…! Si la humanidad equivocó el camino, ¿por qué no hubo una voz en el momento apropiado que nos lo advirtiera o quién nos indicara cuál debía ser? ¿Y si ese Dios nos construyó, por qué nos hizo tan díscolos y desleales? La salvación debía que haberse procurado entonces, que existían posibilidades, y no ahora, cinco o seis millones de años después, cuando ya esta maraña ya no hay quien la corrija…

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