miércoles, 8 de junio de 2011




Una confesión extravagante (1)


Sí, lo reconozco, este relato puede convertirse en una confesión grotesca o impropia de alguien como yo que va por el mundo dándose aires de intelectual, y presumiendo de pertenecer —bueno, hasta donde me lo permite la imaginación, es cierto— a esa clase de pensadores clarividentes que anda por ahí. Pero, seamos condescendientes: ya he advertido antes que esta cabeza mía es capaz, a veces, de meterse por vericuetos de los que después me resulta muy complicado salir. O salgo, sí, pero lo hago a trompicones y un tanto maltrecho…

El asunto que vengo a exponer ahora se refiere a una «enfermedad» —llamémosla así— que se me declaró tras la muerte de mi mujer, Angelines. Algo que, habiéndome ocurrido tras su fallecimiento —nunca antes— es lógico que tenga una de estas causas: una, que sea debido a la presencia real, espiritual o psíquica de ella en mi subconsciente; dos, que se deba al inmenso amor que siento por ella a todas horas, mientras mi entendimiento, siempre situado entre lo racional y lo ficticio, les crea un desbarajuste complicadísimos a mis neuronas —sobre todo ahora, cuando, aparentemente, este amor no es correspondido en términos físicos—; tres, que proceda simplemente de esas malas pasadas que me gastan mis diversas estructuras físicas y mentales propias de la edad; cuatro, que se origine en mi cerebro, el cual reacciona presionado por las indescriptibles punzadas ocasionadas por el deterioro de mi fuerza de amar en esta fase de mi vida.

El caso es que la primera vez que me ocurrió fue a los pocos días de su fallecimiento: al regresar a San Juan y penetrar en la que todavía era nuestra casa, y detectar su presencia de una forma tan efectiva, tan viva, tan evidente… Allí estaban sus objetos personales, su colección de payasos, sus notas recién asentadas en una libreta junto al teléfono, con su letra grande y picuda propia de una ex-alumna del colegio de monjas francesas donde asistió; estaban sus cestitos con botones de diversas clases, y las cintas de distintos colores, primorosamente enrolladas y colocadas como si fueran flores; estaban sus vestidos, sus zapatos, sus cremas faciales… Toda ella estaba presente, y se respiraba, se palpaba, todavía podía sentirse ¡su olor!, tan grato, tan característico, tan de ella, tan de niña. Nada, absolutamente nada parecía indicar que hubiese muerto… Esta idea solo reaparecía cuando se volvía la vista a la realidad. ¡Entonces sí…! Y yo me sentía tan confuso con la vida, tan agredido: repentinamente, sin previo aviso, me había convertido en la víctima inesperada de una insolente y brutal actuación sumarísima. Y me sentía airado, maldecidor, despechado… Tanto que acabé por «hincar el pico». Primero, fue una sensación de abandono espiritual, de fatiga, de hundimiento físico y psíquico, y de un hastío profundo. Tan mala era la sensación que acabé por meterme en la cama. Rodrigo, mi hijo, vino a cuidarme. Al día siguiente, me levanté para ir al servicio y, repentinamente, sentí como si me hundiera en el abismo. Perdí el conocimiento, caí al suelo, vomité, lo cisqué todo a mi alrededor. Lo único que recuerdo de aquel momento es que intenté agarrarme desesperadamente a las baldosas de la pared del baño y que, lenta e inexorablemente, me iba resbalando por ellas hasta perder la noción y quedar tendido en el suelo…

No le di más importancia que la que podía tener. Al fin y al cabo los últimos días habían sido excesivamente activos profundizando en mi derrumbe físico y mental, y era lógico que tantas emociones negativas acontecidas en tan corto tiempo y todas dirigidas a un mismo organismo, yo, o sea, a una misma persona acabaran por ocasionar aquella crisis violenta en la que caí… ¿Y qué significaba eso de que acudiera al médico que tanto se insistía a mi alrededor? ¡Por favor, eso está hecho para otros, no para mí! A mi edad (y cuando murió Angelines ya tenía yo 68 años) prefiero seguir apoyado en mis conceptos —estrambóticos o no, pero son los que me sostienen de pie a pesar de todo— antes que recurrir a las prescripciones facultativas.

Bien, el asunto es que estos mismos desmayos —con ligeras variantes—, me han ocurrido en cinco ocasiones en los últimos once años. El último hace apenas unos días…

Ahora, mi pregunta se refiere a que si esta dolencia, este «contratiempo» es físico o mental. O las dos cosas. Si el hecho de estar todo el día hurgando, enfrentada mi mente a los múltiples dilemas del «más allá», a una materia cuyo conocimiento nos está negado a los humanos por la propia Naturaleza… Sí, ya sé, como dijo Einstein, la vida puede parecernos que todo es un milagro o puede parecernos que nada lo es, según quien lo piense y la mentalidad que tenga. La muerte misma: es una gran misterio. Bueno, como todo…

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