viernes, 6 de mayo de 2011



El día que abrí los ojos


Un día, allá por el año 1937, cuando acababa de cumplir 5 años de edad, repentinamente miré a mi alrededor, y vi a las personas corriendo de un lado a otro, medio despavoridas; vi a mis hermanas en el momento que me estaban comisionado para acercarme a la cocina y robarme unas habas peladas que estaban en un cestito; me alegré al darme cuenta que contaba con Florencia, que en aquel momento se encontraba abajo, guardando un puesto en la cola de la carbonería; sentí cierta felicidad al oír hablar a mi madre en el rellano de la escalera con la vecina de enfrente (que era modista). Acerca de mi padre no recuerdo haber sentido nada porque por aquel entonces apenas pasaba por casa. Tal vez estaba en el periódico para el que trabajaba (Estampa), o haciendo un reportaje de la situación en el frente de Somosierra, o no se entendía bien con mi madre, que era lo más común… Pero fue en ese mismo momento cuando advertí que existía, y dije, «¡Pero coño, si estoy aquí y existo! ¿Y qué haré con mi vida de aquí en adelante?». Bueno, «coño» no creo que dijera: no me dejaban. Eso solo lo podían decir las personas mayores. A los niños solo nos estaba permitido decir «me cagüen la mar» o «me cago en diez», y, a veces, si se estaba muy furioso, te permitían decir «jolines». Pero hasta ahí. Así que, al descubrirme —no lo puedo negar—, me puse bastante contento, a pesar de que el problema es que no estaba la cosa como dar saltos de alegría o para hacer planes. ¿Con qué fe se iban a hacer si vivíamos precariamente? Por un lado estaba la escasez de comida, y, por otro, estabas expuesto a que te cayera una bomba encima y te espanzurriaras por el suelo. Pero, a pesar de todo, yo, al abrir los ojos y verme en la vida, sentí una alegría inmensa… «¡Qué suerte estar aquí!», me dije, aún pensando que el mundo era siempre así, como lo estaba viendo ahora: con escasez de comida; con los tipos siempre peleándose entre ellos; oyendo tiros en la calle a cada rato; refugiándose en las estaciones del metro cuando había bombardeos, y tratando de que no te robaran lo poco que tenías. Sí, es cierto que oía hablar con mucha reverencia de «los tiempos normales», de cuando se vivía tan bien, en una época que había comida en abundancia y paseos por el parque, y bicicletas, y circos, y gente amable y graciosa que querían a los niños… Y yo no me lo podía imaginar. ¿Será posible que alguna vez haya existido un mundo así?, me preguntaba. Pero esto de vivir tiene sus ventajas: lo notas todo; te das cuenta de las maravillas de la vida, disfrutas del sol y del campo y tienes esperanzas que todo irá cada vez mejor, a pesar de los sinvergüenzas y de los canallas, de los aprovechados, y de los que tratan de meterte gato por liebre… Claro, yo, a aquella edad, pensaba que el mundo era de todos. Y luego, cuando fui algo más mayor, me di cuenta de que eras más de unos que de otros…

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