jueves, 14 de abril de 2011



Desde que faltas de mí, Angélica…


…sólo me es dado consolarme con tu recuerdo: hospedarte en mi mente; hacerme a la idea de que, cuando te hablo, tú me escuchas; sentirte —cada vez con más fuerza— presente en mi vida… Una sensación que me proporciona la ilusión de asir el tiempo, o detenerlo y, con ello, convertir en presente el pasado para tratar de disfrutarte de nuevo, y reirnos otra vez juntos, y sentir tu risa contagiosa, tu pasión por la vida, tu delicadeza y amor hacia cuantos te rodeábamos.

Las escenas de nuestro hacer fluyen a mi mente de forma continua, aunque intemporal, porque he de confesarte que, a veces, se me escapa —debe ser la edad— la noción cronológica de los hechos, y el tiempo, que es relativo al sujeto, según Einstein, se contrae de tal forma que, lo que aconteció ayer, acaba por parecerme que ha ocurrido hoy. Y viceversa.

Al tenerte en mi pensamiento, los recuerdos se presentan espontáneos, sin que los llame ni sin que seleccione uno determinado. Los comparo a un río cuyo fluir de aguas en su nacimiento —aguas puras e incipientes— es incierto; mas, después, con el aporte de los afluentes, va aumentando su caudal y, a lo largo del curso, se convierte en remanso, en cascada, en torrente o en quebrada. Así, de la misma manera, se posa tu imagen sobre mi mente: un detalle, un objeto, una foto, una frase oída al vuelo, cualquier cosa me traslada a los momentos vividos, a aquellos instantes dichosos, a tantas jornadas de felicidad como tuvimos. Comienza levemente, y acaba por adueñarse de mí. Es algo que me ocurre a cualquier hora y en cualquier lugar. Por ponerte un ejemplo: veo en una película televisiva a una pareja de enamorados que va en un automóvil, por una carretera; él conduce y ella, sentada a su lado, con las piernas encogidas sobre el asiento y la espalda apoyada en la ventanilla lateral —una postura que tú solías adoptar con frecuencia—, le mira fijamente, con una sonrisa seductora. Él, inquieto al sentirse observado de tal manera, de cuando en cuando se vuelve a mirarla, momento que ella aprovecha para hacerle un gesto pícaro e insinuante, o lanzarle un beso… El desasosiego del conductor llega a tal punto que, no pudiendo resistirse más, mete el coche en un recodo apartado, lo detiene, apaga el motor y atrae a la joven hacia él. Acto seguido inician un sensual, tierno y emocionante juego amoroso, efectuado con lentitud, gozando cada movimiento, cada contacto. Al visionar tal escena, mis neuronas procesan las imágenes y hurgan en el pasado de nuestras vidas. Y pronto aparecemos nosotros dos, por las carreteras de Venezuela o de Puerto Rico; yo, siempre, al inicio del viaje, nervioso y refunfuñón; tú, con la risa contenida, algo burlona, dejando pasar el tiempo para que se descargue mi mal talante y, a continuación pasas a ser una acompañante tranquila y observadora, siempre amena, que me recomienda calma cuando acelero, o me advierte de la proximidad de una curva peligrosa —¡cuánto nos reíamos con lo de las curvas peligrosas!—. Después, abres la guantera, seleccionas una cinta musical; yo sonrío: calculo que elegirás a Ray Conniff, en Besos españoles, tu preferida. Después te arrellanas satisfecha. Todo en orden, debes pensar. Tu proximidad me tranquiliza. Conviertes el interior del coche en un lugar íntimo, en templo de confidencias y expresión de sentimientos. Te miro, y pones cara de niña traviesa —los ojos bizcos y sacas la legua con picardía—; y yo digo huy que chica tan fea, y tú dices papito, malo. Te veo feliz, amorosa, incitante. Luego me pides que nos detengamos en algún sitio… de esos que tú ya sabes. Entonces busco un lugar discreto y, cuando lo encuentro, paro el coche y dejo que la música nos arrulle… Tú te arrimas a mí, mimosa y tierna, y tu proximidad, el ambiente, todo, influye para que reaparezca el sentimiento amoroso. No importa la edad, hemos dicho tantas veces, ni el tiempo que llevamos casados: entre nosotros siempre todo es nuevo. Nuestro amor maduro es más intenso, más gratificante, si cabe, que el de juventud…

Un día que en Valencia, no paró de llover durante toda la noche, y anunciaban en los noticiarios posibles inundaciones, me vino a la memoria aquella vez que fuimos a El Sombrero, a unos 200 kilómetros de Caracas, y un diluvio inundó la ciudad, de tal manera que nos vimos obligados a meternos en un hotel y permanecer en aquel apartado rincón, con la inseguridad y la consiguiente preocupación por parte mía de si sería sólo por una noche o tendríamos que quedarnos más tiempo. Pero, en aquellos momentos de tragedia, mi desesperación se encontró con tu sonrisa, con tu confianza y tu serenidad, y me calmé. Siempre eras así: en los momentos difíciles te crecías y confiabas en Dios, en ese Dios nunca puesto en duda por ti. Aquella vez no sólo lograste que me calmara, sino que supiste convertir el problema en una experiencia memorable hasta el punto que quedó grabado en mi como uno de los momentos más cautivadores de nuestra historia.

El regresar, al día siguiente, vinimos por el exuberante parque de El Guatopo, con los amarillos intensos de los araguaneyes en flor, los pájaros volando a ras de tierra, delante del coche, los helechos gigantes, más verdes, más asombrosos después de la lluvia, la frondosa vegetación, los luminosos flamboyanes, que tal parecía que estuviéramos cruzando por el paraíso terrenal… Íbamos despacio y nos deteníamos de cuando en cuando para contemplar el paisaje, y yo no me cansaba de admirar tu expresión extasiada, con tus ojos llenos de lágrimas por la intensa emoción que te infundían estas visiones casi sobrenaturales… Esa era una de las cosas que más me gustaban de ti: tu capacidad para sentir intensamente la vida y la belleza.

Algo tenías: una fuerza interior, una proyección personal, una ingenuidad, una fragilidad física —solo aparente—, que hacía que nadie, ni tan siquiera la naturaleza, fuera capaz de herirte o de hacerte daño.

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