martes, 26 de abril de 2011



Ser y existir


Probablemente, el mundo comenzó a convertirse en mundo desde el mismo momento que hubo alguien que fue capaz de apreciarlo, o sea a partir del día que los individuos tuvieron la sensación de que eran, luego existían. Y desde aquel momento todo comenzó a ser modificado, descompuesto, variado sin respetar los designios de la Naturaleza —si es que realmente ésta tenía alguno—, o de Dios, si fue él quien lo creó todo, o de un desenvolvimiento más acorde con lo natural, como si hubiera sido todo habitado solo por animales. Pero llegó el ser humano y con él todo comenzó a situarse fuera de orden: comenzaron los trapicheos, los saqueos, los camuflajes, los embustes, las pillerías, las confabulaciones de algunos ante la ignorancia de todos, el aprovechamiento ilícito, los abusos: «¡Esto debe de ser así porque yo lo digo y porque me conviene a mí y, además, me envanece, porque yo soy el que tiene el garrote más grande y le puedo volar la cabeza a aquel que no me obedezca…!», dijo uno cuyas cejas aparecían como una sola enmarcada sobre sus ojos hundidos y bajo una frente pequeña y retirada. Luego a este le fueron saliendo imitadores por doquier unos que entre ellos comenzaron a llamarse «demócratas» como hubieran podido llamarse «embaucadores», «rompehuevos» o «meapilas».

Fue desde ese momento cuando todo el mundo comenzó a «arrimar el ascua a su sardina». y aparecieron los bancos con la sana intención de desplumar a las incautos; luego vinieron las cajas de ahorro para llevarse lo que quedaba; más tarde llegaron los especuladores, los políticos, los estraperlistas, los falsificadores, los gobernantes de medio pelo con malas ideas, los estafadores, los mentirosos, los de las inmobiliarias, los fabricantes de hamburguesas… O sea, para demostrar que el ser humano es profundamente egoísta y, al que no lo es, lo tienen oprimido, arrinconado, explotado y abochornado.

Sí, es que el egoísmo es el sentimiento que mueve el mundo, y no el amor, como creen algunos ingenuos. A ver, dígame: ¿qué significa el amor? ¿Tiene algún fundamento? ¿Traer más gente al mundo? Mira, cada ser que nace es un explotador o un explotado. Una de dos. ¿A qué bando se afilia usted?

Podría haber sido de otra manera, qué duda cabe. Porque, me pregunto: ¿quién inventó a los médicos, por ejemplo? ¿No estábamos bien con aquellos que se ponían una careta de jabalí y danzaban alrededor del enfermo? Era más económico e igual o más efectivo… Pero pasa eso: que hay muchas almas cándidas. El asunto es que los buenos no contribuyen un ápice a que el mundo se desarrolle. ¿Es que no sabe usted que todo se desarrolla en la fuerza bruta, en la amenaza, y en —ya lo dije antes— en el egoísmo?

¿Qué hubiese sido de nosotros si todos fuésemos como esos budistas que van barriendo delante de ellos para no matar ni una hormiga (¿y qué hacen éstos, me pregunto, cuando les sale al paso un león? ¿Tratan de barrerlo o la emprenden a escobazos? O le dicen: espere un momento, señor león, que tengo que cantar unos salmos, y después me dejo comer por usted con mucho gusto… O ese atacante tan educado que pide permiso con mucha moderación: ¿Da usted su permiso? Perdone lo intempestivo de la hora, pero es que me han enviado a quemar su casa… Pues nada, nada, pase usted que no tenemos inconveniente. Cumpla con su trabajo… Vamos, algo así como aquellas guerras de Gila que tanto nos divirtieron en el pasado).

No tengo ninguna duda de que podría haber tomado el mundo un camino diferente si no existieran los especuladores. Imagínese que no existiera el dinero; que todo consistiera en el trueque. Tendríamos que tener huertas, corrales y establos para poder cambiar cuatro gallinas por tres repollos o dos vacas por un saco de arroz. Porque de lo contrario la raza humana habría durado tres días.

¿Y qué me dice del transporte? ¡A todos los sitios caminando o en carreta movida por cebra o por camello! Bueno, tal vez iríamos en parapente, que es seguro que ya se hubieran inventado porque no necesita gasolina. O las bicicletas que funcionan a base de echarle piernas. O los patines. O ponernos una vela en la cabeza y esperar a que sople el viento

Pero ya hubo otras épocas que existió un mundo así —más o menos—, lo que pasa es que la gente no aguantó mucho porque existe dentro del alma humana un deseo permanente de mejorar, de vivir más cómodo, por ejemplo en esos rascacielos interminables, que cuando en los pisos de abajo ya es de noche, en los de arriba es todavía de día. ¡Y, sobre todo, sería tan triste vivir sin las ofertas de otoño del Corte Inglés…!

jueves, 14 de abril de 2011



Desde que faltas de mí, Angélica…


…sólo me es dado consolarme con tu recuerdo: hospedarte en mi mente; hacerme a la idea de que, cuando te hablo, tú me escuchas; sentirte —cada vez con más fuerza— presente en mi vida… Una sensación que me proporciona la ilusión de asir el tiempo, o detenerlo y, con ello, convertir en presente el pasado para tratar de disfrutarte de nuevo, y reirnos otra vez juntos, y sentir tu risa contagiosa, tu pasión por la vida, tu delicadeza y amor hacia cuantos te rodeábamos.

Las escenas de nuestro hacer fluyen a mi mente de forma continua, aunque intemporal, porque he de confesarte que, a veces, se me escapa —debe ser la edad— la noción cronológica de los hechos, y el tiempo, que es relativo al sujeto, según Einstein, se contrae de tal forma que, lo que aconteció ayer, acaba por parecerme que ha ocurrido hoy. Y viceversa.

Al tenerte en mi pensamiento, los recuerdos se presentan espontáneos, sin que los llame ni sin que seleccione uno determinado. Los comparo a un río cuyo fluir de aguas en su nacimiento —aguas puras e incipientes— es incierto; mas, después, con el aporte de los afluentes, va aumentando su caudal y, a lo largo del curso, se convierte en remanso, en cascada, en torrente o en quebrada. Así, de la misma manera, se posa tu imagen sobre mi mente: un detalle, un objeto, una foto, una frase oída al vuelo, cualquier cosa me traslada a los momentos vividos, a aquellos instantes dichosos, a tantas jornadas de felicidad como tuvimos. Comienza levemente, y acaba por adueñarse de mí. Es algo que me ocurre a cualquier hora y en cualquier lugar. Por ponerte un ejemplo: veo en una película televisiva a una pareja de enamorados que va en un automóvil, por una carretera; él conduce y ella, sentada a su lado, con las piernas encogidas sobre el asiento y la espalda apoyada en la ventanilla lateral —una postura que tú solías adoptar con frecuencia—, le mira fijamente, con una sonrisa seductora. Él, inquieto al sentirse observado de tal manera, de cuando en cuando se vuelve a mirarla, momento que ella aprovecha para hacerle un gesto pícaro e insinuante, o lanzarle un beso… El desasosiego del conductor llega a tal punto que, no pudiendo resistirse más, mete el coche en un recodo apartado, lo detiene, apaga el motor y atrae a la joven hacia él. Acto seguido inician un sensual, tierno y emocionante juego amoroso, efectuado con lentitud, gozando cada movimiento, cada contacto. Al visionar tal escena, mis neuronas procesan las imágenes y hurgan en el pasado de nuestras vidas. Y pronto aparecemos nosotros dos, por las carreteras de Venezuela o de Puerto Rico; yo, siempre, al inicio del viaje, nervioso y refunfuñón; tú, con la risa contenida, algo burlona, dejando pasar el tiempo para que se descargue mi mal talante y, a continuación pasas a ser una acompañante tranquila y observadora, siempre amena, que me recomienda calma cuando acelero, o me advierte de la proximidad de una curva peligrosa —¡cuánto nos reíamos con lo de las curvas peligrosas!—. Después, abres la guantera, seleccionas una cinta musical; yo sonrío: calculo que elegirás a Ray Conniff, en Besos españoles, tu preferida. Después te arrellanas satisfecha. Todo en orden, debes pensar. Tu proximidad me tranquiliza. Conviertes el interior del coche en un lugar íntimo, en templo de confidencias y expresión de sentimientos. Te miro, y pones cara de niña traviesa —los ojos bizcos y sacas la legua con picardía—; y yo digo huy que chica tan fea, y tú dices papito, malo. Te veo feliz, amorosa, incitante. Luego me pides que nos detengamos en algún sitio… de esos que tú ya sabes. Entonces busco un lugar discreto y, cuando lo encuentro, paro el coche y dejo que la música nos arrulle… Tú te arrimas a mí, mimosa y tierna, y tu proximidad, el ambiente, todo, influye para que reaparezca el sentimiento amoroso. No importa la edad, hemos dicho tantas veces, ni el tiempo que llevamos casados: entre nosotros siempre todo es nuevo. Nuestro amor maduro es más intenso, más gratificante, si cabe, que el de juventud…

Un día que en Valencia, no paró de llover durante toda la noche, y anunciaban en los noticiarios posibles inundaciones, me vino a la memoria aquella vez que fuimos a El Sombrero, a unos 200 kilómetros de Caracas, y un diluvio inundó la ciudad, de tal manera que nos vimos obligados a meternos en un hotel y permanecer en aquel apartado rincón, con la inseguridad y la consiguiente preocupación por parte mía de si sería sólo por una noche o tendríamos que quedarnos más tiempo. Pero, en aquellos momentos de tragedia, mi desesperación se encontró con tu sonrisa, con tu confianza y tu serenidad, y me calmé. Siempre eras así: en los momentos difíciles te crecías y confiabas en Dios, en ese Dios nunca puesto en duda por ti. Aquella vez no sólo lograste que me calmara, sino que supiste convertir el problema en una experiencia memorable hasta el punto que quedó grabado en mi como uno de los momentos más cautivadores de nuestra historia.

El regresar, al día siguiente, vinimos por el exuberante parque de El Guatopo, con los amarillos intensos de los araguaneyes en flor, los pájaros volando a ras de tierra, delante del coche, los helechos gigantes, más verdes, más asombrosos después de la lluvia, la frondosa vegetación, los luminosos flamboyanes, que tal parecía que estuviéramos cruzando por el paraíso terrenal… Íbamos despacio y nos deteníamos de cuando en cuando para contemplar el paisaje, y yo no me cansaba de admirar tu expresión extasiada, con tus ojos llenos de lágrimas por la intensa emoción que te infundían estas visiones casi sobrenaturales… Esa era una de las cosas que más me gustaban de ti: tu capacidad para sentir intensamente la vida y la belleza.

Algo tenías: una fuerza interior, una proyección personal, una ingenuidad, una fragilidad física —solo aparente—, que hacía que nadie, ni tan siquiera la naturaleza, fuera capaz de herirte o de hacerte daño.

martes, 12 de abril de 2011



Recuerdos a 11 años de tu muerte 2


Fue en una leve pausa musical cuando, de improviso, nos encontramos ambos sentados uno junto al otro en una situación embarazosa y difícil de explicar, porque, el sitio donde me había sentado yo, no era el habitual; ni el que tú ocupabas era el tuyo anterior. Mira por dónde. Fue como si algún espíritu casamentero hubiese comenzado a ejercer sus poderes por arriba de nuestras cabezas (más adelante, en nuestra vida, no encontramos numerosas veces con él). Al encontranos juntos, nos miramos sonrientes, cómplices de todavía no sabíamos qué, como aceptando inconscientemente los caminos que la vida propone.

Y poco antes de que se reiniciase la siguiente tanda, espontáneamente, sin pensar en el disgusto que podíamo ocasionar tú a Venancio, con quien estabas, y yo a Olvido, o sea sin medir las consecuencias de nuestra mala educación, sin detenernos a considerar si estaríamos incurriendo en una falta de respeto hacia nuestras respectivas parejas, al hacerte la proposición de que bailaras conmigo, tú, sonriendo, después de observar a los dos «traicionados» por unos segundos, como sopesando si tu educación y tu conciencia te permitían una acción semejante, aceptaste musitando un ¡vamos! emitido en un tono de voz situada entre la firmeza y la timidez… Una palabra que todavía hoy, al recordarla, acaricia mis oídos porque significó el destino de nuestras vidas.

Y ante la extrañeza de todos los presentes, cuando comenzó la segunda tanda, nos levantamos con presteza y nos fuimos juntos al centro de la pista.

A partir de ese momento, al aceptar tú mi invitación, se produjo un cambio brusco en mis propósitos iniciales: súbitamente había pasado de lo lascivo a lo sublime; de la materia al espíritu. Un poco antes se inflamaban mis testículos con la efusividad de Olvido; ahora se inflamaba mi corazón con tu mirada. De repente, sin haberlo programado previamente, me encontraba en la pista de baile, enlazando tu cintura y deslizándome lentamente al compás de la música, extasiándome en ti y en tus lindos ojos.

Al principio, nos comportamos con cierta turbación y con mucho comedimiento: éramos dos criaturas inexpertas, un tanto desenfocadas en los lances del verdadero amor; pero, después, según fuimos entrando en confianza, a medida que nos íbamos conociendo, comenzamos a experimentar el gran arrobo, nos fuimos abstrayendo en nosotros de tal manera que, a nuestro alrededor, todo fue dejando de tener sentido, los elementos perdieron su forma: solo estábamos tú y yo, silenciosos por el momento, bien porque las palabras sobraban o bien porque si hablábamos hubieran aflorado nuestros sentimientos de los que, probablemente,todavía no estábamos muy seguros, ya que ambos si bien nos sentíamos conmovidos por aquello que ya comenzábamos a juzgar como una predestinación. No podíamos negarlo: había que aceptar su significado: era amor a primera vista. Y hablaban por nosotros la intensidad en nuestras miradas, el dulce cosquilleo que circulaba entre nuestras manos, aquella dulce felicidad que comenzamos a sentir. Esa indescriptible sensación, esa gozosa circunstancia no podía ser un asunto pasajero…

Y tú, después de Olvido, parecías una pluma entre mis brazos. El placer de la danza que yo había observado en ti con cierta envidia mientras bailabas con Venancio, ahora lo estaba experimentando en mi propio ser.

Aquel mismo día quedó sellado nuestro compromiso.

lunes, 11 de abril de 2011


Recuerdos a 11 años de tu muerte


No puedo calcular qué fue lo que sentiste tú al verme por primera vez. Yo sí sé lo que sentí cuando te vi a ti. Recordarás, cariño mío, que fuimos presentados en la Gran Vía, bajo el reloj de Movado, y que, a primera vista, además de tener la impresión de que te conocía de antes (más tarde descubrí que poseía una fotografía tuya llegada a mis manos por extrañas circunstancias un año antes de que nos conociéramos), algún detalle de tu persona o de tu personalidad debí observar que me fascinó. No voy a negar —ahora no puedo negar nada que tú no sepas— que, aquel día, en mis planes no se contemplaba la posibilidad de buscar una pareja estable, es decir, no iba con la intención de conseguirme una novia. Se trataba de una de mis primeras salidas después de haber regresado del servicio militar maltrecho y descolocado, la verdad, con mi ego vapuleado, y cargado de cuestionamientos acerca de mi futuro. Y dada la abstinencia sufrida durante los últimas semanas de encierro en casa, mi intención al acudir a esta cita —organizada por nuestro común amigo Félix—, se limitaba a la búsqueda de una relación física del máximo alcance posible, exclusivamente inspirada por Eros. Sospechando tal propósito, mis amigos, que presumían de conocerme, me impusieron una veda: entre las cinco féminas que estarían presentes, dos, Angelines y Maxi, tú y tu amiga, pertenecientes a familias conocidas por alguno de los asistentes varones, consideradas como gente de principios sanos y criterios convencionales, estaban clasificadas bajo la inscripción de “no tocar”, es decir: bajo ningún concepto me podía propasar con ellas o, para mayor claridad, dicho en lenguaje vulgar, no podía “meterles mano”. Respecto a las otras tres, me dijeron, tienes el campo abierto para llegar hasta donde puedas. O sea, es algo que queda supeditado a las posibilidades que te deparen tu habilidad y tus encantos. Tal requisito, vida mía, no supuso para mí ningún impedimento: quedaban tres piezas aptas para ejercitar aquella cacería que las exigencias de mi lado animal me proponía violentamente. Por lo cual tú, aunque en mi observación inicial eras la que más se amoldaba a mis gustos, fuiste clasificada como “intocable” y opté por emparejarme con aquella chica llamada Olvido, tetuda ella, culona y metida en carne, con labios carnosos y mirada lasciva. Y una vez en Morocco, que fue el lugar elegido para pasar la tarde, la tal Olvido colmó mis aspiraciones: no solo aguantó mi intensas aproximaciones físicas —limitadas, exclusivamente, a la exigencia de no caer en lo escandaloso—, sino que con sus robustos brazos me atenazó de tal manera que me puso al borde de la asfixia dado que las presión de su prominente pecho me impedía respirar con normalidad.

Pero el hecho de que las circunstancias me obligaran a renunciar a ti desde el primer momento, no quiere decir que dejara de observarte de cuando en cuando, y que llegaras a llamar mi atención cada vez con más fuerza, además de por tu atractiva figura, por tu aspecto femenino y dulce; por tu aplomo, por tu aparente madurez no obstante el aspecto aniñado e ingenuo que reflejaba tu cara. Cuando te hablaban, mirabas directamente a los ojos, y ponías la máxima atención, iluminando tu rostro con esa leve sonrisa muy tuya, que tanta dulzura te infunde.

¿Estás tú, vida mía, en condiciones de recrear, en la misma forma que yo, aquellos momentos vividos? ¿En ese lugar de sombras o claridades, en ese mundo inorgánico y misterioso, donde tal vez te halles, se poseen facultades para saborear de nuevo la felicidad terrenal recurriendo a los recuerdos? Ignoro cuál pueda ser la capacidad emocional que se alberga en un espíritu como el que tú has de ser ahora, pero pongo el mayor afán en transmitirte mis vivencias, abriéndote mi alma como desearía hacerlo si estuvieras presente. Debo decirte que hoy, dada mi situación, y en medio de esta cautivadora nostalgia de ti, el hecho de rememorar aquellos momentos, aquellos días de vino y rosas, me causa un intenso, un emotivo, un divino y tierno placer, colmado de poesía y espiritualidad. Al recordarlo, siento aumentar la velocidad de mis palpitaciones, y mi corazón parece que quiere dejar de latir, pero me fascina sentir como si me fundiera con tu imagen, y ver impregnado mi ser por ti hasta sentirme acaparado totalmente. Sólo cuando abro los ojos, cuando vuelvo a la realidad, es cuando me invade una profunda sensación de inconsolable añoranza.


(Hoy se cumplen 11 años del fallecimiento de Angelines. Este texto —publicado en memoria de ella— fue sacado de mi novela De la misma tela que los sueños. Y continuará mañana.)