lunes, 22 de noviembre de 2010


Al acabar este domingo…


Todo pasa, todo transcurre como si fuera un soplo, una ráfaga. Y es que la vida apenas alcanza a ser un lapso ínfimo. Ayer estaba iniciando mi camino y hoy, unos días después apenas, ya vislumbro que estoy llegando al final. Sí, todo ocurre antes de lo que pensaba porque el tiempo también es relativo, como tantas cosas… Y no es que me aterrorice ni me atormente la muerte; es solo que me desagrada la idea de haber vivido y no haber entendido la mayor parte de las razones del vivir…

Sí, estoy algo melancólico… Es verdad y lo siento. Los domingos por la noche siempre son un tanto nostálgicos y una pizca deprimentes.

Me asomo a mi balcón y en el cielo, de un azul-oscuro purísimo, brilla una luna llena dorada, grande, tropical, que asemeja ser un candil colgado del cielo alumbrando la ciudad con una luz blanco-amarillenta, y da a los objetos unos matices propios de una noche de aquelarre. Las luces de los edificios colindantes se van prendiendo. Es la señal de que la gente va regresando al hogar después de un día agitado, supongo, o muy movido ante la cercanía de la festividad de Acción de Gracias, una celebración que no acabo de entender —como tantas otras. Yo, además, para dar un sentido más desolado al momento, estoy escuchando a Gail Marten, una cantante de jazz que tiene una voz como con sordina, suave, triste, con matices leves y sin estridencias —si la expresión no fuera tan cursi, diría que es «aterciopelada»—, pero muy rítmica y con un sentido musical altamente sensitivo que hace que la música —interpretada por una orquestilla a base de piano, contrabajo, guitarra y batería destemplada—, siga a la cantante con una especie de contrapunto muy armonioso… Y, además, la cantante es suave, amable, tierna, y con un gran sentido del ritmo. Y es lo que tiene el jazz lento: que acaba por acentuar la tristeza… La supongo acompañando el compás de las canciones con leves movimientos de su cuerpo, como deseando que el tiempo se sume a su ritmo. Me gusta esta música, porque me trae muchos recuerdos gratos; me acerca a aquellos momentos vividos con pasión y profundidad, donde la vida no terminaba nunca y no se reparaba para nada en su final. Y me gustan estos momentos quietos, sensibles, de un pensamiento así, como adormecido, y con movimientos lentos, sin prisas, sin urgencias, y con olor a café con leche. Un solo instante, como éste, puede representar toda una vida, un periplo completo, una revelación. Las mañanas de los domingos, aquí, en San Juan, son espléndidas, sobre todo si te levantas a las seis, como hice yo, y dentro de la quietud matutina, ves amanecer, y sientes cómo el día se va despertando, cómo las aves abandonan la rama donde pasaron la noche y comienzan un leve concierto de trinos. Luego, a medida que va avanzando la jornada, va cogiendo más fuerza, más vida, más ritmo (no olvides que esto es el trópico).

Y a eso de las cinco de la tarde, comienza a decaer, como ahora…

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