Lo que nos da la vida.
Dijo Pascal: «El hombre contempla la majestad del universo y queda sobrecogido. Se espanta de sí mismo, encogido, temblando entre esos dos abismos del infinito y la nada.»
Dijo Pascal: «El hombre contempla la majestad del universo y queda sobrecogido. Se espanta de sí mismo, encogido, temblando entre esos dos abismos del infinito y la nada.»
Es casi palpable que la vida ha de basarse en un fundamento, en una razón de ser, en un programa físico y biológico, o tener un destino determinado. ¿Existe algo en la Naturaleza que no se atenga a una función? Está muy claro que el concierto universal funciona sobre un propósito y que reúne demasiada coincidencias para que pensemos que se trata de un hecho casual. Puede que provengamos de algo más grande, muy superior a nosotros, que, a su vez, sea dependiente de otra fuerza aún mayor. Cuando miro hacia nuestro entorno, que es como decir hacia nuestra casa, nos veo como un enclave intermedio, como algo que es de necesidad para alguien, como si fuésemos un elemento que tiene una misión primaria o secundaria dentro del concierto universal. Consideremos el caso de nuestras células: ¿saben ellas que están dándonos la vida, construyendo nuestro corazón, o nuestro cerebro, o nuestro pulmón, o nuestro páncreas? ¿Sabe el espermatozoide al fertilizar al óvulo que está fabricando un ser o lo hace solo por instinto o porque la fuerza de la Naturaleza se lo exige? ¿Sabrán a ciencia cierta que lo que hacen estas dos células tiene un valor que, en su conjunto, reproduce la vida? ¿O lo harán solo por instinto o porque así se lo ordena su dios o se trata de una exigencia natural? En la vida todo es dependiente: nadie tiene un valor aislado, exclusivo, suyo propio. Nosotros, los mortales, dependemos de lo que nos da la vida, de lo que nos ayuda el hecho de facultarnos para emitir palabras y poder comunicarnos; de lo que incentiva nuestro amor entre nosotros, y amor por el arte, y por aquello que nos ayuda a manifestar nuestros rasgos de ternura, nuestro amor a los niños y a los animales, nuestra admiración por el entorno que nos rodea que, cada vez tengo menos dudas, funciona para complacernos, para hacernos felices o para causarnos llanto de arrepentimiento que nos impulse hacia ansiedades de efectos superiores. Ahora, a mi edad, veo que, dentro de las imperfecciones, todo tiene un propósito. Sí capto, desde luego, cierta injusticia, un comportamiento del destino donde no existen los individuos o los casos particulares, sino que lo que importa es el conjunto, la especie. Donde la Naturaleza no hace distingos, donde al que le toca, le toca, aunque es posible que todos, ricos y pobres, guapos y feos, altos y bajos, estemos sometidos a los mismos valores. De todos modos, aunque no me gusta personalizar, tiendo a analizar mi caso concreto y lo tomo como un ejemplo de desarrollo de un elemento que pertenece al género humano: nacido en una etapa de guerras, las cuales me tocó sufrir, una etapa de desconcierto, de escasez, de peligro, de persecución, y no encontrando la ayuda que todo niño espera encontrar en sus mayores, el instinto me impulsó por un camino que lo presiento como trazado por alguien, ya que la evolución, el desarrollo de mi vida, mi pensamiento, a pesar de que pueda parecer que lo que expongo es una jactancia, me incitan a preguntarme: ¿Seré yo uno de los señalados? Porque pienso que a la hora de morir uno es evaluado y una de dos: o es enviado a un almacén de objetos inservibles, o es seleccionado para encarnarse en otro ser, o se convierte en aire, en fantasía, en mierda de perro. Hasta puede que en cucaracha…
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