domingo, 19 de febrero de 2012


Incomodidades

de la vida


¿Serán estos lamentos y expresiones irónicas, o estas frases despectivas que se me escapan en mis blogs las consecuencias de lo tirante e incómodo que me estoy sintiendo con la vida o se deberá simplemente al rencor que me invade al constatar que, para mí, ya todo se está acabando? No lo sé. Con certeza no lo sé. Incluso, debo confesar algo que puede representar una pista: hace unos días cuando paseaba por la orilla del mar y contemplaba un cielo azul intenso y un agua de una pureza cristalina —con un espléndido, claro y hermoso tono de azul—, el suicidio de Alfonsina Storni vino a mi mente, es decir, pensé en el placer que pudo sentir al internarse en las profundidades de las aguas hasta quedar inerte y perecer… Y me preguntaba, ¿qué se sentirá en ese dulce momento de entregar la vida inundado de mar y cielo? ¿Cómo será el último estertor cuando, una vez inducida, sometida y conquistada por las aguas, en ese último instante previo al acto de morir, cuando se entreabren los ojos ya medio nublados por la muerte y se contempla el último vestigio de vida desde ese color azul opaco, semitransparente, suave, envolvente, rodeado de peces que nublan los ojos, y dices tu adiós final a la vida? Claro, no quiero significar que esta especie de envidia o añoranza que me embarga al pensar en Alfonsina, no pase de ser un estado trivial, poco deseado y profundo, una especie de ensoñación no meditada y negada a una posible aplicación propia… Pero, en ese momento, cuando ya uno ha dado de sí en la vida todo lo que podía dar; cuando ya no se puede esperar nada más de ella, cuando ya se han acabado todas las gozadas, sexuales o lúdicas, que la vida podía ofrecerme, la idea de morir no se rechaza con absoluta energía… Cuando ya sentimientos como el amor, el pensamiento, la bondad carecen de aplicación y no entran en los afanes de conquista para uno, y ya se han acabado las delicias de comer lo que apetece, o sea, ahora, cuando, como consecuencia de la tiranía de la hipertensión, se debe apartar de uno la sal, el alcohol, el queso, los dulces, la carne… ¿de qué me servirá empeñarme en prolongar o sostener una vida carente de utilización y anhelos, y se esfuerza uno —como un acto civilizado— en mantenerla a costa de múltiples sacrificios, renuncias y privaciones? Dígame si existe algo de interés acerca de lo que yo puedo esperar de aquí en adelante. Porque si estos puntos recién mencionados están relacionados con las retenciones y los contratiempos físicos y de la libidine, ¿qué será cuando mencionemos los aspectos morales, internos, íntimos, espirituales? ¿Qué se puede sentir cuando tu conversación, tu mensaje ya no es escuchado o es escuchado a duras penas, como consideración a tus años? ¿Y qué cuando nadie te pregunta nada, ni se interesan por tu opinión, ni por tus interpretaciones de la vida o por tus experiencias acontecidas en el pasado? «Es que yo fui…», dices tímidamente. Y te miran como si se preguntaran, «¿con qué cuento nos vendrá ahora este pobre viejo…».

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