jueves, 7 de julio de 2011



Al «salir» el Sol…


A pesar de todo —quiero dejar constancia de ello—, a mi edad, la intensidad de esa vida espiritual en la que estoy envuelto ahora, hace las veces de un potente antídoto para aliviarme de todos los males. Es decir, de todos los males propios de la vejez. Esta configuración me enaltece, eleva mis sentimientos, me convierte en un ser muy por encima de lo simplemente humano. Es como si ya hubiese abandonado en parte este mundo para ingresar en otro más valioso, mucho más profundo, más consciente, mejor vivido… Y, lo más importante: allí, en «ese lugar» por donde transito hoy, me encuentro especialmente con Angelines o la siento más cerca de mí. Es un encuentro que ocurre de una forma «anhelosamente» palpable y, hasta cierto punto, con todos los signos de ser verdad o, simplemente, proyectado para transformar mi vida. Incluso, podría decirse que Angelines —mi chica—, está ahora más presente en mí de lo que estuvo antes, cuando vivía conmigo; es decir, ahora está de una forma más vehemente, más profunda, más recreada, más introducida en mi parcela espiritual… Ahora la «veo» más, la entiendo mejor, la admiro por sus valores y por la infinidad de aspectos que antes me pasaron inadvertidos o que mi ego no captaba o no me permitía tenerlos tan presentes como ahora. Hoy me encuentro prestando mayor atención que antes a su personalidad, a sus requerimientos, a su sonrisa, a su mirada (¿por qué tardé tanto tiempo en advertir la belleza de sus ojos?), a sus deseos. Antes «pensaba» que el que tenía que hablar era yo; que tenía que fungir como el «capitán del barco», como el portavoz cuando ella representaba la templanza, el espíritu, el amor de la familia.

Hoy ella me transmite normas de vida para no exaltarme. Por ejemplo, cuando me enfurezco con algo o con alguien, enseguida pienso que a ella no le gustaría mi actitud. Y me calmo. El otro día sentí su voz —¡sí, sentí su voz, lo juro!— que me decía: «No recibas con ‘bufidos’ ni maldiciones las contrariedades que se te presentan en la vida. Acéptalo como parte de ella. Vive siempre con amor…». ¡Aseguro que la escuché! Fue algo instantáneo, repentino, sin haberlo provocado yo ni formularle pregunta alguna. La recomendación de ella penetró en mi cerebro como si se tratase de un mensaje telepático. Se trata de unas experiencias que he tenido más de una vez… Y afirmo esto aún aceptando que mi revelación pudiera parecer propia de un ser con trastornos psíquicos, pero también podría decirse que ella —o puede haber sido «mi subconsciente», debo matizar— lo hubiese dejado todo así, bien atado, arreglado para que se cumplan unos fines, y con el propósito de facilitar de alguna forma su permanencia en mi corazón y ayudar a reconstruirme. E, incluso, acrecentar de alguna forma su participación o su continuidad en la vida familiar. Aunque, está claro que de todos nosotros, yo soy el más necesitado de ella… Por tal razón me siento más inclinado, más sensible a escuchar lo que puede proceder de su espíritu o que dejó almacenado en mi corazón.

Pero quiero insistir en que la posibilidad de entrar en la vida espiritual o mística no es ninguna perogrullada. A una persona convencional, más relacionada con las exigencias de la vida, le podría parecer algo sin sentido o demasiado fantasioso. Lo sé. Y es que la vida espiritual se obtiene metiéndose, sensibilizándose, abriéndose a ella, «sintiéndola» como se sienten los latidos del corazón y, sobre todo, teniendo tiempo. Por eso, entiendo que esta situación es más propicia para vivirla yo, ya que no hay una rutina que se interponga y me desvíe del camino. Por ejemplo, adoro esas mañanas serenas, cuando, muy temprano, en el momento que comienza a salir el sol, bajo a darme un paseo de hora y media caminando por el borde de la playa, y disfrutando de la naturaleza, «iluminándome», meditando sobre de qué se trata todo esto, inspirándome con el azul del mar y del cielo, con la serenidad del ambiente, con la inmensa cantidad de regalías que me otorga la Naturaleza. Es cuando siento que mi alma trasciende, que va más allá de lo imposible, que penetra en unos mundos que antes me eran negados o que me negaba yo porque no reparaba en ellos. Ese momento es cuando yo me anulo a mí mismo, o cuando anulo las rutinas de la vida diaria y paso a «consumir» solo lo que la Naturaleza me ofrece.

Y eso es lo que más llama mi atención de la vida: en la medida que se abandona el gesto material y entras en el espiritual, en el hecho intangible, se van encontrando otros caminos que, aunque sean más incomprensibles, no por eso dejan de ser más profundos, más amplios, más trascendentes.

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