domingo, 12 de junio de 2011




Vivir en el mundo de los sueños


Podría ser que al fallecer nuestro cuerpo, nuestra alma, o nuestro espíritu, o esa sustancia indescriptible que hay dentro de nosotros y nos habita, y que no tiene nada que ver —o tiene muy poco— con el metabolismo, o con el funcionamiento pulmonar o con la regulación del aparato digestivo, o con los latidos del corazón, cuando estas centrales vitales, digo, que nos traen la movilidad del cuerpo dejan de funcionar, es decir, cuando morimos, ello, lo que quiera que sea la citada sustancia, nos sobreviva, y a partir de entonces, pase a habitar en el mundo de los sueños o, por ser más «asimilable» popularmente, en el mundo de los espíritus… ¿O podría ser que el mundo de los sueños sea éste donde estamos ahora y no el que sigue? Porque tal vez ocurra que ésta no sea nuestra verdadera morada, sino la que viene a continuación, o sea, la que está más allá de nosotros —pero no muy lejos, sino ahí, a la vuelta de la esquina— (para acceder a ella sólo se requiere «estirar la pata», algo de lo que nadie está libre). Y yo me pregunto que si ésta donde estamos ahora es en verdad una realidad confusa —descrita así por infinidad de filósofos y por un ejército de científicos—, y está muy lejos de ser aquello que creemos que es, ¿quien nos puede asegurar que no se nos ha puesto a vivir aquí embutidos en el engaño, o en la impresión baldía, o que estamos dentro de esta máquina de sensaciones sincopadas y confusas para que aquella sustancia, o aquel espíritu, o aquel sentimiento casi divino que nos puebla, vaya creciendo y madure (como aseguran más de mil millones de budistas), y después, en otra vida, nos podamos convertir en partícipes de pleno derecho, con el mismo poder y con la misma potestad de todos en otro tipo de vida más definida, mejor perfilada que ésta, más en concordancia con la imaginación y los deseos, o más equilibrada espiritualmente, y hasta pudiera ser que más plena?

Todo este enredo mental en el que me he metido ahora sobre la vida y sus consecuencias gratas o ingratas obedece a un deseo de entender las reglas establecidas para esta ráfaga o este lapsus de vida donde estamos, surgida o inventada por y desde las gentes por las costumbres y los intereses y, desde luego, por otros elementos muy, pero que muy ajenos a mí. ¿Por qué las cosas han de ser como dicen «ellos» que son si no tienen forma de demostrarlo y si tanto ellos como nosotros vivimos en una permanente confusión preguntándonos todavía qué hay de la conciencia; que hay del amor; qué hay del deseo de progresar, qué hay de la ética?

Por ejemplo, yo ahora, que intento vivir al margen de las reglas —a mi edad todo me está permitido—, considero que hay hechos, funciones, menesteres que un día tomaron una camino de evolución obedeciendo a determinados intereses, y que aquí se mantienen aún y se mantendrán por los siglos de los siglos: por ejemplo, la medicina convencional. ¿Quién sería el primero que dijo: «Esta enfermedad se cura así», y cogió el estetoscopio (que entonces eran dos latas de cerveza unidas por un cordel) y se lo colgó del cuello para poder decir: desde hoy «soy médico y sé cómo se curan las enfermedades»… Y siguió su camino sin hacerle caso a tanto desconfiado que le salía al paso y que daba preferencia a un «sacerdote» con una careta horripilante que agitaba una especie de escoba o unas ramas humedecidas en sopa de pollo delante de él al tiempo que soltaba unos salmos cavernosos… Pero existen muchas medicinas alternativas a las que no se suele hacer demasiado caso y que los médicos convencionales rechazan (en la mayoría de los casos para defender sus intereses): la homeopatía, la acupuntura, la sanación biogenética, la imposición de manos con la consiguiente transmisión de energía, el reiki, la reflexoterapia, la musicoterapia, y otras muchas de probada solvencia. O no hacer nada, que es como hago yo: simplemente recurro a mi mente y a los seres queridos que se me adelantaron en el camino. Bien, descubriré mi secreto: en mi caso, solicito el favor a Angelines y los resultados son verdaderamente portentosos…

Ya ves, ¿quién me iba a decir a mí que esta chiquilla que mira con esos ojos picarones desde esa fotografía de ella que es mi predilecta se convertiría en mi mejor medicina? (Bueeeeeeno, lo reconozco, aliada con mi subconsciente…)

No hay comentarios:

Publicar un comentario