sábado, 8 de enero de 2011


Al cumplir 51 años de casado…


Al pensar en Angelines, mi mujer, ahora, cuando acabo de cumplir 51 años de casado (nuestra boda se celebró el 4 de enero de 1960), y casi 11 de viudo, siento, por una parte, un intenso, perenne y elevado agradecimiento a la vida por haber atado tantos cabos —algunos de complicada y milagrosa ejecución— para lograr que nuestra unión llegara a consumarse; pero, por otro lado, está el inevitable sentimiento de nostalgia que la ausencia de ella me hace padecer, y no me deja otro remedio que recurrir a la imaginación, a la fantasía, al mito, al delirio, a la locura, para compensarlo y aproximar hasta mí —aunque sea de una forma quimérica— su estimulante apoyo, y disfrutar en cierta medida de su poética, envolvente, amorosa y tranquilizante presencia. Por eso, a esa misma vida a la que tres o cuatro líneas más arriba muestro mi mayor agradecimiento, hay momentos que siento el impulso de pedirle cuentas…

Aunque, claro, ya lo sé: entiendo que esta expresión no pasa de ser un simple desahogo alegórico…, una forma inconsciente de culpar al destino, a la mala suerte, a la desgracia que en un momento dado nos acecha a todos y a todas, ya que nada ni nadie existe en los confines o en la proximidad de la existencia que decida cuándo debemos entregar nuestra vida. Cada uno se muere en el momento que se dan ciertas condiciones inevitables o ciertas características —bien sea por enfermedad, por vejez, por accidente, o por una descompensación cardíaca—, y cuando oigo esa expresión de beata trasnochada refiriéndose a un difunto de que «Dios se la ha llevado», casi me dan ganas de reír. Mire: la muerte es sólo la consecuencia de estar vivo. No hay otra. Y no importa que se crea en Dios o no. ¿Alguien se puede imaginar a un Dios todopoderoso pendiente de, en un momento dado, señalar a uno con el dedo y decirle: «Venga, llegó tu hora», y liquidarlo enviándole un virus que acabe con él, o reteniéndolo en medio de una calle para que el primer automóvil que pase lo atropelle? Nacer, vivir, morir: esa es la ley, por muy macabro o insoportable que nos pueda parecer.

¿Ves? Mi razón viene a deshacer y definirme siempre todos los misterios. Y la oigo decir: ¡Misterios a mí! Pero, ¿qué se han creído ustedes? ¡La vida es así, y no hay que darle más vueltas!

¡Ah, pero no! ¡Que no te contagien el pesimismo! —me dice mi otro lado, el manoseado e imaginativo sentimiento que hay en mí, es decir, el fantasioso, el idealista, el calmante…— Si fuera así, ¿qué objeto tendría todo esto? ¿Qué sentido…?

¿Y por qué tiene que tener un sentido? Tercia el pesado razonador que me habita y que, aunque no quiere bregar con complicaciones filosóficas ni con instrumentos metafísicos, tampoco es capaz de quedarse callado.

¡Pero qué ignorante, insensible, y carente de imaginación! ¡Por qué cuando sale el sol todas las mañanas lo hace con el fin de darnos la vida, o cuando las hormigas u otros insectos horadan la tierra no solo intentan protegerse, sino que, de paso, procurar que el oxígeno penetre en las capas inferiores. O cuando cae la lluvia es para que las plantas que nos alimentan se desarrollen y tengamos líquido para beber… Todo, absolutamente todo tiene una razón de ser y participa de esta armonía vivificante. ¿Y no vamos a tener una razón de ser los seres humanos, cuando somos los más sofisticados de la creación desde el punto de vista morfológico y espiritual? ¿Tanto para nada?

Pero, pensemos con seriedad. Aprovechemos este don que poseemos. ¿Qué es lo que hay en este lado? O sea, me refiero al lado donde impera la imaginación, la creatividad, la capacidad de asombro, el sueño, la poesía, la música, el agradecimiento, etc. Ahí precisamente es donde yo me encuentro con mi chica y dialogamos, convivimos, eliminamos nuestras penas (al menos, las mías). Y yo la sigo haciendo mis declaraciones de amor eterno… Y en ese momento veo que se acentúa su sonrisa en la fotografía de ella que tengo frente a mí. Y dígame (por favor, absténganse de opinar quienes carecen de imaginación, como ocurre con esos pseudosabios que andan por ahí fastidiando), ¿cómo se puede denominar ese hecho? ¿Locura? ¿Superstición? ¿Argucias del subconsciente? ¿Estratagemas de la vida? Y entonces, ¿para qué hemos sido dotados con ciertas facultades como son la imaginación, la ilusión, la necesidad de amar, el deseo, el recuerdo, la creatividad y el afán? ¿Son, simplemente, taras psicológicas? ¿O es el «coco» mío, que ya no me rige bien?

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