El sueño
Estaba entregado a un sueño, no cabe duda, aunque no pueda precisar cómo comenzó ni los sucesos que pudieron haber tenido lugar antes de que me percatara de la historia que estaba soñando. Sí se podía deducir que yo había fallecido, porque, cuando tuve conciencia de estar envuelto en dicha alucinación onírica, me encontraba en lo que habría que describir como un refugio o una sala de espera situada en el camino de la Gloria.
Tampoco estoy en condiciones de aclarar cómo llegué hasta allí, por qué medio, es decir, si fui impulsado por mí mismo o me transportaron.
Por su aspecto general, habría que identificarlo como una antesala porque me hallaba en una amplia estancia donde se veía una muchedumbre confusa y anhelante, la cual me dio la impresión de que se hallaba en una situación tan poco clara como la mía: unos iban de un sitio para otro recabando información en tono dramático y desesperado; los había que formaban corrillos y conversaban excitados (aunque sus palabras me sonaban como si fueran pronunciadas lejos de mí o en otra recámara y las percibía con eco que retumbaban en mis oídos). Varios de ellos, los que supuse que llevaban más tiempo, estaban tranquilos y permanecían sentados en torno a pequeñas mesas jugando al dominó, al ajedrez, o a un juego de dados que muy bien podría tratarse del parchís, la oca o el backgaamon. Pude identificar a varios amigos fallecidos antes, quienes, al verme no hicieron ningún aspaviento, sino que me saludaron con una sonrisa o levantando el brazo, y siguieron jugando como si se tratara de una situación absolutamente «normal» encontrarse con un conocido recién llegado a un lugar tan indefinible como aquel. Yo simulé que no tenía interés en pedirles referencias de la situación, y continué mi camino de merodeo.
Repentinamente, reparé en Angie. La vi cuando venía hacia mí. Advertí también con cierto estupor que la muchedumbre que la rodeaba le abría paso como si considerara que era poseedora de una posición jerárquica superior. Solo se apreciaba su cabeza y parte de su torso y por más que me aupaba sobre mis pies no había forma de verla de cuerpo entero. Aunque no sé de qué manera descubrí que llevaba en la mano una de esas carpetas amarillas que se suelen usar en las oficinas, y reparé que dentro de ella había varios papeles algunos de los cuales sobresalían por los lados de forma desordenada, produciendo la impresión de haber sido guardados apresuradamente. Aún con eso, tenía un aire de ejecutiva, o de secretaria, o de recepcionista, o de jefa de negociado, o de encargada de departamento.
Según se acercaba a mí, vi que me miraba, pero no era la misma mirada directa y dulce de cuando vivíamos en la Tierra, sino una mirada como borrosa, o desvirtuada, o perdida, es decir, que no transmitía mensaje alguno, como la de antes, que partía de unos ojos cautivadores, y contenían una manifestación de amor; pero ahora ni me sonreía, algo que siempre fue tan habitual en ella –lo cual me preocupó hasta inducirme a pensar que estaba enfadada conmigo por la razón que fuese–. Iba muy bien vestida, de eso sí estoy seguro; llevaba un vestido suelto verde-manzana, aunque esto del color no lo retengo con demasiada certeza. Me viene a la memoria la fastuosidad de su cabello, de un color cobre claro salpicado con algunas hebras más oscuras (lo cual le daba cierto aire de actriz o de persona desenvuelta). Lo llevaba suelto y, por lo que parecía, estaba recién lavado, ya que toda la melena se movía con mucha gracia al compás de sus movimientos de cabeza.
Lo que más me apesadumbra es que no puedo recordar su cara debido a que entra en mi sueño un tanto borrosa; se podría decir que tengo una idea general, pero no en detalle. Tampoco me saludó al encontrarse conmigo, lo que confirma mi impresión de que el sueño tenía unos antecedentes que no recuerdo, o sea, que ya nos habíamos visto antes. Tuve la sensación permanente de que ella se mostraba contrariada, molesta, o sea, como si esta gestión de recibirme la cumpliera forzada por una orden superior, pero que a ella, en lo particular, no le producía ningún agrado.
—Ven, acompáñame. Tenemos que ir a ver al director de... —se limitó a decirme con amabilidad pero fríamente, sin que especificar con claridad de qué director se trataba.
Por mi parte, sin más preámbulos, me limité a ir tras ella. Pero ya, para ese momento, comenzaba a sentirme incómodo ante una recepción tan fría y ante esa tirantez o esa incomodidad que aparentaba. Lo más lamentable, lo más decepcionante, es que después de los años que habíamos vivido juntos —unos cuarenta—, y la gran confianza íntima y amorosa que se había generado entre nosotros, ahora ella no se sintiera interesada en hacer una mención del pasado, ni preguntarme por nuestros hijos y nietos, ni se viera necesitada de darme una explicación, aunque fuera superficial, en relación al lugar donde me encontraba, ni acerca de quién o quienes eran sus gobernantes, y lo que pudiera esperar en un futuro cercano, ni cuál sería mi destino o qué era lo que se pretendía en un lugar como aquel. Tampoco me expuso sus planes en cuanto a si volveríamos a vivir juntos, como en la Tierra, o cada cual tendría que desempeñar su vida por separado. Una idea que se me hacía insoportable y que me daba la impresión de que aquello de ninguna manera podía tratarse de un paraíso.
Mientras caminábamos por la sala, la muchedumbre, como ya venía siendo costumbre, al verla venir, se abría y le formaba un pasillo, lo que nos permitía transitar con cierta comodidad. Desde luego, lo que sí está claro es que, aquí, Angelina tenía una jerarquía, una función superior a lo normal, o una comisión de mando...
Llegamos ante un ascensor y, aunque había una aglomeración deseosa de entrar, y se apretujaban unos con otros, nos permitieron pasar a nosotros los primeros a pesar de que habíamos llegado los últimos.
Se trataba de un ascensor inmenso, con capacidad para más de ochenta o cien personas. Angelina y yo nos colocamos al fondo, mientras los otros pasajeros formaron un pequeño círculo en torno nuestro, de forma que así evitaban que nos rozáramos con ellos. Y, mientras esperábamos que el vehículo arrancara, todos nos miraban con cara sonriente y expectante, como si nosotros representáramos una solución. Parecía como si aquel paso, es decir, el viaje en aquel elevador, tuviera el significado de un logro dentro de un programa determinado de etapas que había que recorrer.
El ascensor ascendía muy lento y todos los ocupantes permanecían silenciosos, pegados unos a otros, pero sin mirarse.
Esperamos pacientemente a que el ascensor llegara a su destino (que debió de ser a un lugar muy distante a juzgar por lo que tardó en subir). Pero, hasta el final, permanecimos en silencio, sin que nadie mostrara ningún deseo de comunicarse ni de hacer preguntas. Era lo que más me chocaba, que todos estuvieran silenciosos, como si no se conocieran o supieran de antemano cuál sería su destino final. Yo, de cuando en cuando, miraba a Angelina y la veía ensimismada en sus asuntos (de cuando en cuando examinaba un papel de su carpeta). Pero me extrañaba que no se interesara por nuestros hijos o por los últimos acontecimientos familiares, o por sus amistades más queridas, o por sus sobrinos, o por la vida de los suyos en general. Y, lo peor de todo, que no me dedicara una sonrisa, ni mostrara el menor afecto hacia mi persona. Ni que tan siquiera me dedicara un beso o una caricia como aquellas que acostumbraba...
Cuando el ascensor llegó a su destino, los pasajeros hicieron como en la partida: nos abrieron un pasillo para que pudiéramos salir sin dificultad, lo cual, una vez afuera, nos permitió caminar con cierta holgura. Pero Angelina no tuvo la delicadeza de dar las gracias o sonreír. Lo cual me pareció sumamente chocante y de mala educación... Si en la Tierra ella sonreía a todo el mundo y tenía propensión a mostrar su agrado, no podía entender su actitud ahora, tan seria, tan distante, como si no le importara si caía simpática.
Salimos a otra enorme sala parecida a la que habíamos estado antes: con mucha gente que caminaba de un sitio para otro... Aunque ahora sí me parecía que solicitaban información. Incluso, me dio la impresión de que los recién llegados se acercaban a unos que podían ser monitores o personas habilitadas para desempeñar tal función, y mostraban una tarjeta o un documento dónde se les facilitaba una información respecto a lo que tenían que hacer de aquí en adelante Pero Angelina se dirigió claramente hacia un lugar determinado virando a la izquierda del ascensor. Yo la seguí sin esperar que ella me lo indicara. Caminaba dos pasos detrás de ella, lo que me daba la oportunidad de observar su tipo, tan juvenil y lleno de gracia, sus piernas bien torneadas, y su nalga de jovencita. Me entraron ganas de decirle algún piropo o hacer algún comentario alabando su aspecto, pero me contuve porque la encontraba en aquel momento muy lejos de mí, muy distante. Y, cosa curiosa, después de tanto tiempo de abstinencia, en ningún momento sentí un deseo sexual ni, mucho menos, me vi comprometido con una erección. Solo buscaba en ella esa amistad, ese cariño que siempre hubo entre nosotros cuando vivíamos en la Tierra. Pero me contuve temiendo que me soltara alguna expresión poco conveniente si manifestaba mi admiración y me dejaba más decaído de lo que estaba.
Después de caminar un momento, ella encontró lo que buscaba: era un pequeño cuarto en penumbra donde había un sofá más o menos desvencijado, y allí me pidió que la esperara sentado, arguyendo que tenía que hacer una gestión y que enseguida volvía. Yo le pregunté que si allí no habría un libro para esperarla leyendo, y ella me contestó que en aquel lugar los libros ya no se usaban y ni siquiera existían. Y yo me quedé de piedra, y expresé abiertamente —aunque muy en contra de mi voluntad—, que cómo podían vivir sin libros y sin nada que les alimentara la curiosidad y el conocimiento. Ella —¡por fin!— me contestó que no había libros pero había otras cosas, sin especificar a qué cosas se refería. Lo más sensacional de todo es que en este momento, al hacer esta afirmación, sí me pareció descubrir una tenue sonrisa en su boca, o, bueno: también pudiera tratarse de una mueca de desagrado...
Me senté y cuando estaba pensando que habría tiempo de aclarar tantas dudas, me quedé dormido.
Y ella, no sé cuánto tiempo después, me despertó con un ligero toque en el hombro.
Al despertarme, estaba parada frente a mí.
Pero lo pasmoso es que estaba posando como si se tratara de una modelo de las que se veían en televisión.
Y lo más grandioso es que ahora sí sonreía.
—Te he dejado dormir porque debes de estar cansado. ¡El viaje en el ascensor ha durado mucho y aquí hay demasiado ajetreo! Así que despierta que ahora es cuando llega la entrevista más importante que tenemos —me dijo con una amabilidad no vista hasta ahora.
Yo me froté los ojos, me alisé la ropa con las manos, atusé el poco pelo de mi cabeza casi pelada, y me mostré más que dispuesto a acompañarla fingiendo que era todo un ser avezado en estos menesteres.
Caminamos por la orilla de la sala y me pareció que dábamos un rodeo para evitar encontrarnos con alguien. Finalmente llegamos a una esquina donde abrió un pequeña puerta medio secreta con una llave y salimos al exterior, que era como una calle. Lo cual me sorprendió porque, en teoría, habíamos estado subiendo todo el tiempo.
Pero yo intentaba mostrarme como un ser maduro que no se sorprendía por nada.
Era una calle muy vistosa: del lado donde estábamos nosotros había varios edificios grises; en el lado de enfrente, había como un bosque, lleno de árboles y diferentes plantas.
—Debemos esperar a que venga un coche a recogernos —dijo ella.
En eso llegó un automóvil semejante a una limusina y se detuvo a cuatro o cinco metros de nosotros. De él se bajaron dos individuos de pelo blanco, más bien mayores. Se nos quedaron mirando e hicieron algún comentario entre ellos en voz baja que, según mi impresión, se referían a Angelina. Y no me pareció decoroso porque exhibían una sonrisa burlona o de poco respeto.
No me pude contener. Apreté los puños y me dirigí a ellos amenazante.
—¡Oye, tú, qué estás mirando con esa sonrisa de imbécil! ¿Es que quieres que te rompa la cara! —grité, poniendo expresión de matón .
Pero Angelina me contuvo con firmeza.
—¿Pero qué vas a hacer? —dijo—. Aquí las cosas no se resuelven como en la Tierra. Aquí no existe la violencia. ¡Tienes que tratar de aprenderlo...!
En ese momento me desperté, y me encontré balbuceando palabras incoherentes que pertenecían más al sueño que a la realidad.
Pero no pude distinguir lo que decía.