martes, 11 de octubre de 2011



La incógnita de los propósitos


Forzosamente, tiene que haber un propósito… Porque, si no lo hay, ¿por qué nos afanamos? ¿Qué es lo que nos induce a progresar, a cultivar nuestro entendimiento, a crecer como personas, a fabricar utensilios complicados y a poseer cosas, a perseguir el placer, a complementarnos con adornos, con historias, con comodidades, con alimentos sofisticados? ¿La «utilidad» del sexo nos ha llegado por sí sola? ¿Y por qué además de influir de una forma determinante en el crecimiento de los seres vivos, en los humanos ejerce un papel incisivo en la condición emocional mediante la singularidad de amar y sentirnos amados? Tú observa a los animales, no a los domésticos —que a veces copian las actitudes humanas a fuerza de vivir entre nosotros—, sino a los salvajes, a esos que habitan en la jungla. Para ellos siempre es todo lo mismo, un día es copia del anterior, no existen las mejoras, ni las ambiciones, ni el deseo de progresar, ni la perfección física, ni las actitudes de índole espiritual o las perturbaciones del alma ante la visión de una flor u otras maravillas de la Naturaleza. Para ellos no existe otra razón de vivir que procurarse las necesidades primarias.

Las mismas determinaciones físicas —de las que los «sabios» tanto alardean—, constituyen el gran misterio universal, es decir, son una necesidad palpable de inter-relación y armonía biológica, de funcionamiento eficaz y necesario que ni tan siquiera un supuesto Dios sería capaz de evitarlas o transgredirlas. ¿Podríamos existir sin el equilibrio que nos da la ley de la fuerza de gravedad y no solo aquí, sino en el universo entero? ¿Y qué decir de la ondas, o de la visión, o de la circulación de la sangre? ¿Qué les hace creer a los científicos que nacieron por sí solas, de una forma aleatoria, y sin una misión específica, y que no provienen de los deseos o los experimentos de alguien o algo situado por encima de nosotros? ¿No parece haber detrás de ello —así como en la mayoría de las leyes universales— una intención, una inteligencia muy superior a nosotros, tan superior que ni alcanzamos a entenderla? (aunque, por lo demás, ni tan siquiera es necesario que la entendamos).

Lo que más me descompone de los científicos es que ellos van a lo suyo. No les importa que se gasten miles de millones —en estos tiempos de crisis— en sus muchas veces errados o sus descubrimientos inútiles. Sé que hay muchas cosas que agradecerle a la ciencia, pero, también, ¿cuánta confusión, horror y desorden le han creado a la humanidad? Y cuando se les ocurre meter sus narizotas en temas de espiritualidad, entonces sí estamos arreglados…

El otro día veía por televisión una entrevista realizada a un científico. Si bien las formulaciones del entrevistador rayaban en la estupidez, las respuestas del científico me producían vergüenza ajena. No voy a decir el nombre del entrevistado porque es conocido, pero actuaba con una suficiencia, un engreimiento, una actitud de sabelotodo; parecía un poseedor designado por el más allá para explicar el secreto de la vida. Sus respuestas, acompañadas de un gesto de superioridad absurdo y cretino a más no poder, eran formuladas con una actitud condescendiente como si él hubiera participado en el diseño del universo y estuviera en posesión de las razones espirituales, físicas y biológicas. Y, lo peor de todo, es que en sus declaraciones no había ni el más leve género de duda… Eso es lo que más me movía a considerar al «sapiente» individuo como un imbécil en toda regla.

Pero en mi caso concreto, ahora, cuando ya he «agotado» prácticamente el 90 por ciento de mi vida —o sea, la mayor parte de lo que me corresponde vivir—, es precisamente cuando trato con más afán de hallar una explicación convincente de la existencia, y me dedico a analizar los fundamentos de lo que hice y por qué, y qué parte de mis hechos provienen de mí y cuáles me llegan impuestos por las leyes naturales. O sea, no trato de averiguar a qué se debe su funcionamiento ni sus complicados métodos —a veces, insospechados—, sino su razón de ser. Trato de conocer —o al menos atisbar— qué tipo de necesidad es el que tiene la Naturaleza de mí —de nosotros…

Pero hay muchas veces que me topo con la pared y no me queda otro remedio que hacer conmigo lo que confiesa Matin Buber que hacía con algunos de sus pacientes. Decía: «Yo no tengo ninguna doctrina en específico: me limito a tomar al escéptico de la mano, conducirlo hasta la ventana e invitarlo a contemplar con los ojos bien abiertos el mundo y sus manifestaciones».

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