domingo, 4 de septiembre de 2011



Mucho ruido y pocas nueces


No, no, entiéndeme: no es que la vida me parezca absolutamente loca y sin sentido. De ninguna manera podría sentir tal cosa cuando, de una forma o de otra, siempre me he involucrado en ella y lo he hecho con paso decidido —a veces, jugándomela. Y si la vida no venía a mí, yo iba hacia ella… Además, soy de los que creen (claro, sin dejar de estar permanentemente envuelto en mis clásicas dudas), de que «algo», un dios muy diferente del que nos es presentado aquí, una fuerza, una energía, una cultura superior, un diseñador ferviente, está situado muy por encima de nuestras cabezas, e influye, instruye, determina —aunque sea «indirectamente»— nuestro destino. Pero sí me «descentra» bastante la impresión de que aquí, en nuestra «bendita» Tierra se produce mucho ruido pero se obtienen pocas nueces. En general, abandonamos las exigencias del espíritu, su peso específico, para vivir enloquecidos, y nos envolvemos en intereses artificiales, o en afanes vanos: nos agarramos a supersticiones; nos encerramos en descabaladas fantasías y delirios de grandeza… Eso convierte nuestro mundo en una entidad demasiado inconcreta y enrevesada o inclinada a la perversión, con lo cual nuestra forma de pensar se va tornando cada vez más engorrosa, menos firme. El mundo que hemos ido creando con el paso del tiempo, la historia, las guerras, las ambiciones, van abrazando un destino imprevisible. Todo resulta tan fortuito que hasta denota que si en el origen existió un dios como propulsor de la vida, cuando comenzó su obra se dijo a sí mismo: «Veamos en qué acaba todo este tinglado» o «A ver qué ocurre en este confuso laberinto, donde habrá de todo: malos y buenos; listos y tontos; superdotados y retrasados; imbéciles, cretinos, abusadores y algunos aprovechados…». Hágame un favor: sitúese usted en el lugar de Dios —lo digo con buena intención: puede formularse la pregunta aunque Ud. sea creyente; si no le gusta, después lo deshacemos— y dedíquele un pensamiento aún sin intentar salirnos de nuestras limitaciones humanas: si cualquiera de nosotros, los que somos gente de bien, digamos, si hubiéramos tenido poder para crear el mundo, ¿no lo hubiéramos hecho mejor de lo que es? Por ejemplo, en un mundo bien hecho no habría necesidad de Teresas de Calcuta, porque no habría seres paupérrimos a los que hubiera que atender; no habría hambrientos porque los alimentos estarían al alcance de todos; no habría gente asesinada porque no existirían los asesinos y se respetarían totalmente las vidas ajenas; no se necesitarían las drogas porque nuestras mentes tendrían todas los recursos para vivir una vida natural, intensa, sin artificios; no habría muertes violentas porque todos conoceríamos el tremendo delito de ocasionar una muerte y en nuestra personalidad no tendría cabida esa acción. Un Dios, un verdadero Dios perfecto, no necesitaría ponernos a prueba respecto a nuestras acciones (me refiero a eso de «Elige: si eres bueno, vas para el Paraíso; y si eres malo, te hundes en el Infierno o en un lugar donde te veas excluido de Mí…»).

En fin, quizás yo sea un tanto subnormal a la hora de dar vida a mi pensamiento. Tal vez el ser humano promedio —el perfecto— esté hecho para aceptar todo lo que se expresa en los libros sagrados, sin poner objeciones, sin cuestionar nada, sin hacerse preguntas capciosas, sin ir más allá de lo que nos está permitido y lo que se nos da a entender con una explicación sencilla sobre la vida y su proceso…

En estos días la prensa da la noticia del descubrimiento de un planeta muy semejante al nuestro y a solo diez años-luz de distancia y donde se supone que puede haber vida como la de aquí… Y me pregunto si no sería ese el camino para descubrir nuestra identidad y nuestro destino y hallar la razón de nuestra existencia. Al conocer un mundo externo podríamos confrontar nuestras respectivas filosofías así como nuestras creencias… Pero esto no pasa de ser por mi parte una mera imaginación un tanto irrealizable, al menos por ahora. Mientras, por más que algunos se nieguen a reconocerlo, por más que nos vistamos de rojo para que se nos vea, somos seres anónimos, desconocidos (incluso, desconocidos para nosotros mismos). ¿Quien fue aquel antepasado mío de hace 700 años? ¿Tenía aunque fuera una ligera intención de que yo, o alguien parecido a mí, naciera en el futuro? ¿La tengo yo respecto a mis descendientes? Nadie lo sabe. Tampoco se sabe quién o cómo será ese descendiente mío dentro de ocho generaciones. Bueno, para entonces, nadie se acordará de mí…

En fin, continuaremos con las pesquisas que para eso disponemos de la facultad de pensar.

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