viernes, 17 de junio de 2011



Una confesión extravagante (2)


Sí…, la verdad es que estoy «algo» preocupado debido a las posibles alteraciones, a la proliferación, a la —a veces— insistencia de mi pensamiento empeñado en subirse al pico más alto del Himalaya. Estoy preocupado por su influjo incontenible, por su indocilidad. Hay veces que no sé dónde sostenerme, a qué clavo ardiendo agarrarme… No lo sé con certeza… Porque, intentaré explicarlo: no es que yo sea un generador desbordado de ideas disparatadas. Incluso, me identifico más bien con un moderado; con uno de los que piensa que en el leguaje humano, en su aplicación al funcionamiento de la vida, siempre se genera un punto de entendimiento, que es una especie de centro regulador, una posición abocada al sentido común, a la cordura, a la sensatez, incluso a la lógica y, sobre todo, pienso —no sé si lo practico—, que no deben prevalecer los intereses personales, los egoísmos, las maledicencias y los deseos de ganar la partida a como dé lugar. Mada —la segunda esposa de mi padre que tiene mucho que ver en mi formación filosófica— me decía que yo era un tanto apasionado al expresar mi pensamiento, pero que estaba muy cerca de alcanzar la cordura y el equilibrio. Claro, cuando ella me decía esto, yo estaba en los 30 años y, a esa edad, es cuando uno comienza a darse cuenta de que tiene la facultad de manifestarse —máxime cuando recién se ha llegado a México procedente de la España de Franco—, y se opina de todo con calor y vehemencia…

Hasta podría llegar a decir que soy de los que creen que en el fondo de las cosas siempre existe una verdad.

Pero, de cualquier manera, nos guste o no nos guste, la verdad acaba por prevalecer en todo: en la forma de pensar o en la de interpretar los hechos, y hasta en el entendimiento de la vida o la forma de aceptarla y envolverse en ella. Y conste que por nada del mundo defiendo la recurrencia a los dogmas para fijar los conceptos, o sea, no aplaudo que se diga: esto es así y no cabe ninguna otra forma —¡qué horror!—, pero el mundo, la vida, el funcionamiento de los diferentes mecanismos no pueden ser tan dispersos como parecen ser con harta frecuencia, ni tan abstractos, ni tan surrealistas, ni tan opuestos, ni tan dados a la incongruencia mental, ni que lo blanco y lo negro prevalezcan al mismo tiempo. Todo debe tener un punto de autenticidad, un sentido, una forma sobre la cual se funciona o se camina, o se razona, o se establece una relación.

Albert Einstein, a quien admiro profundamente —y no solo por su calidad de científico, sino por ser al mismo tiempo que un hombre de ciencia, un sensible humanista—, dijo que existen dos formas de interpretar la vida: pensar que todo es mágico o pensar que nada lo es. Y para mí, en mi exclusiva opinión, aunque esta idea provenga de una inteligencia superdotada como la suya, creo que mantiene una postura ambivalente muy generalizada, y un tanto ambigua, algo que en el fondo no resuelve nada, que no nos saca a los humanos de la posición de perplejidad. Porque yo no puedo dejar de considerar que todo, desde las fases más elementales de la materia hasta la aventura de la imaginación, la conciencia y la presencia y esencia de la naturaleza, todo es mágico.

Creo que lo más imperioso sí tiene un doble camino: preguntarse qué es todo esto y qué se pretende con ello, o para qué sirve, es decir, para qué servimos nosotros los humanos y qué destino tenemos, y por qué hemos de adoptar una posición ética, así como qué necesidad tenemos de adoptarla si no sabemos qué hacemos aquí y cuál es nuestro destino.

La otra posibilidad es vivir sin preguntarse nada…


(Fotografía de Victor Bezrukov. Cedida por él)

domingo, 12 de junio de 2011




Vivir en el mundo de los sueños


Podría ser que al fallecer nuestro cuerpo, nuestra alma, o nuestro espíritu, o esa sustancia indescriptible que hay dentro de nosotros y nos habita, y que no tiene nada que ver —o tiene muy poco— con el metabolismo, o con el funcionamiento pulmonar o con la regulación del aparato digestivo, o con los latidos del corazón, cuando estas centrales vitales, digo, que nos traen la movilidad del cuerpo dejan de funcionar, es decir, cuando morimos, ello, lo que quiera que sea la citada sustancia, nos sobreviva, y a partir de entonces, pase a habitar en el mundo de los sueños o, por ser más «asimilable» popularmente, en el mundo de los espíritus… ¿O podría ser que el mundo de los sueños sea éste donde estamos ahora y no el que sigue? Porque tal vez ocurra que ésta no sea nuestra verdadera morada, sino la que viene a continuación, o sea, la que está más allá de nosotros —pero no muy lejos, sino ahí, a la vuelta de la esquina— (para acceder a ella sólo se requiere «estirar la pata», algo de lo que nadie está libre). Y yo me pregunto que si ésta donde estamos ahora es en verdad una realidad confusa —descrita así por infinidad de filósofos y por un ejército de científicos—, y está muy lejos de ser aquello que creemos que es, ¿quien nos puede asegurar que no se nos ha puesto a vivir aquí embutidos en el engaño, o en la impresión baldía, o que estamos dentro de esta máquina de sensaciones sincopadas y confusas para que aquella sustancia, o aquel espíritu, o aquel sentimiento casi divino que nos puebla, vaya creciendo y madure (como aseguran más de mil millones de budistas), y después, en otra vida, nos podamos convertir en partícipes de pleno derecho, con el mismo poder y con la misma potestad de todos en otro tipo de vida más definida, mejor perfilada que ésta, más en concordancia con la imaginación y los deseos, o más equilibrada espiritualmente, y hasta pudiera ser que más plena?

Todo este enredo mental en el que me he metido ahora sobre la vida y sus consecuencias gratas o ingratas obedece a un deseo de entender las reglas establecidas para esta ráfaga o este lapsus de vida donde estamos, surgida o inventada por y desde las gentes por las costumbres y los intereses y, desde luego, por otros elementos muy, pero que muy ajenos a mí. ¿Por qué las cosas han de ser como dicen «ellos» que son si no tienen forma de demostrarlo y si tanto ellos como nosotros vivimos en una permanente confusión preguntándonos todavía qué hay de la conciencia; que hay del amor; qué hay del deseo de progresar, qué hay de la ética?

Por ejemplo, yo ahora, que intento vivir al margen de las reglas —a mi edad todo me está permitido—, considero que hay hechos, funciones, menesteres que un día tomaron una camino de evolución obedeciendo a determinados intereses, y que aquí se mantienen aún y se mantendrán por los siglos de los siglos: por ejemplo, la medicina convencional. ¿Quién sería el primero que dijo: «Esta enfermedad se cura así», y cogió el estetoscopio (que entonces eran dos latas de cerveza unidas por un cordel) y se lo colgó del cuello para poder decir: desde hoy «soy médico y sé cómo se curan las enfermedades»… Y siguió su camino sin hacerle caso a tanto desconfiado que le salía al paso y que daba preferencia a un «sacerdote» con una careta horripilante que agitaba una especie de escoba o unas ramas humedecidas en sopa de pollo delante de él al tiempo que soltaba unos salmos cavernosos… Pero existen muchas medicinas alternativas a las que no se suele hacer demasiado caso y que los médicos convencionales rechazan (en la mayoría de los casos para defender sus intereses): la homeopatía, la acupuntura, la sanación biogenética, la imposición de manos con la consiguiente transmisión de energía, el reiki, la reflexoterapia, la musicoterapia, y otras muchas de probada solvencia. O no hacer nada, que es como hago yo: simplemente recurro a mi mente y a los seres queridos que se me adelantaron en el camino. Bien, descubriré mi secreto: en mi caso, solicito el favor a Angelines y los resultados son verdaderamente portentosos…

Ya ves, ¿quién me iba a decir a mí que esta chiquilla que mira con esos ojos picarones desde esa fotografía de ella que es mi predilecta se convertiría en mi mejor medicina? (Bueeeeeeno, lo reconozco, aliada con mi subconsciente…)

miércoles, 8 de junio de 2011




Una confesión extravagante (1)


Sí, lo reconozco, este relato puede convertirse en una confesión grotesca o impropia de alguien como yo que va por el mundo dándose aires de intelectual, y presumiendo de pertenecer —bueno, hasta donde me lo permite la imaginación, es cierto— a esa clase de pensadores clarividentes que anda por ahí. Pero, seamos condescendientes: ya he advertido antes que esta cabeza mía es capaz, a veces, de meterse por vericuetos de los que después me resulta muy complicado salir. O salgo, sí, pero lo hago a trompicones y un tanto maltrecho…

El asunto que vengo a exponer ahora se refiere a una «enfermedad» —llamémosla así— que se me declaró tras la muerte de mi mujer, Angelines. Algo que, habiéndome ocurrido tras su fallecimiento —nunca antes— es lógico que tenga una de estas causas: una, que sea debido a la presencia real, espiritual o psíquica de ella en mi subconsciente; dos, que se deba al inmenso amor que siento por ella a todas horas, mientras mi entendimiento, siempre situado entre lo racional y lo ficticio, les crea un desbarajuste complicadísimos a mis neuronas —sobre todo ahora, cuando, aparentemente, este amor no es correspondido en términos físicos—; tres, que proceda simplemente de esas malas pasadas que me gastan mis diversas estructuras físicas y mentales propias de la edad; cuatro, que se origine en mi cerebro, el cual reacciona presionado por las indescriptibles punzadas ocasionadas por el deterioro de mi fuerza de amar en esta fase de mi vida.

El caso es que la primera vez que me ocurrió fue a los pocos días de su fallecimiento: al regresar a San Juan y penetrar en la que todavía era nuestra casa, y detectar su presencia de una forma tan efectiva, tan viva, tan evidente… Allí estaban sus objetos personales, su colección de payasos, sus notas recién asentadas en una libreta junto al teléfono, con su letra grande y picuda propia de una ex-alumna del colegio de monjas francesas donde asistió; estaban sus cestitos con botones de diversas clases, y las cintas de distintos colores, primorosamente enrolladas y colocadas como si fueran flores; estaban sus vestidos, sus zapatos, sus cremas faciales… Toda ella estaba presente, y se respiraba, se palpaba, todavía podía sentirse ¡su olor!, tan grato, tan característico, tan de ella, tan de niña. Nada, absolutamente nada parecía indicar que hubiese muerto… Esta idea solo reaparecía cuando se volvía la vista a la realidad. ¡Entonces sí…! Y yo me sentía tan confuso con la vida, tan agredido: repentinamente, sin previo aviso, me había convertido en la víctima inesperada de una insolente y brutal actuación sumarísima. Y me sentía airado, maldecidor, despechado… Tanto que acabé por «hincar el pico». Primero, fue una sensación de abandono espiritual, de fatiga, de hundimiento físico y psíquico, y de un hastío profundo. Tan mala era la sensación que acabé por meterme en la cama. Rodrigo, mi hijo, vino a cuidarme. Al día siguiente, me levanté para ir al servicio y, repentinamente, sentí como si me hundiera en el abismo. Perdí el conocimiento, caí al suelo, vomité, lo cisqué todo a mi alrededor. Lo único que recuerdo de aquel momento es que intenté agarrarme desesperadamente a las baldosas de la pared del baño y que, lenta e inexorablemente, me iba resbalando por ellas hasta perder la noción y quedar tendido en el suelo…

No le di más importancia que la que podía tener. Al fin y al cabo los últimos días habían sido excesivamente activos profundizando en mi derrumbe físico y mental, y era lógico que tantas emociones negativas acontecidas en tan corto tiempo y todas dirigidas a un mismo organismo, yo, o sea, a una misma persona acabaran por ocasionar aquella crisis violenta en la que caí… ¿Y qué significaba eso de que acudiera al médico que tanto se insistía a mi alrededor? ¡Por favor, eso está hecho para otros, no para mí! A mi edad (y cuando murió Angelines ya tenía yo 68 años) prefiero seguir apoyado en mis conceptos —estrambóticos o no, pero son los que me sostienen de pie a pesar de todo— antes que recurrir a las prescripciones facultativas.

Bien, el asunto es que estos mismos desmayos —con ligeras variantes—, me han ocurrido en cinco ocasiones en los últimos once años. El último hace apenas unos días…

Ahora, mi pregunta se refiere a que si esta dolencia, este «contratiempo» es físico o mental. O las dos cosas. Si el hecho de estar todo el día hurgando, enfrentada mi mente a los múltiples dilemas del «más allá», a una materia cuyo conocimiento nos está negado a los humanos por la propia Naturaleza… Sí, ya sé, como dijo Einstein, la vida puede parecernos que todo es un milagro o puede parecernos que nada lo es, según quien lo piense y la mentalidad que tenga. La muerte misma: es una gran misterio. Bueno, como todo…