Más allá de la vida
Una de las sensaciones más concluyentes y que más me afectan en esta etapa de la «edad tardía», es llegar al convencimiento de que los seres humanos, además de desenvolvernos en la incertidumbre e, incluso —aunque no en todos los casos ni en la misma proporción—, en el descontrol, hacemos de nuestra vida una permanente paradoja. Sí, ya sé: antes de continuar escribiendo tendría que aclarar qué entiendo por «paradoja», o sea, más bien qué entiende la Real Academia de la Lengua acerca de este término:
1. Aserción inverosímil o absurda, que se presenta con apariencias de verdadera (sobre todo ésta).
2. Figura de pensamiento que consiste en emplear expresiones o frases que envuelven contradicción.
Pero, otra definición que me llama mucho la atención y que, hasta cierto punto, coincide con mi propia opinión, es la siguiente:
«Se utiliza, generalmente este término para referirse a las contradicciones lógicas que van contra el sentido común y causan confusión».
Y, conste, no me refiero a ese impulso producido por exigencia de intereses que nos incita a traicionar o modificar nuestro pensamiento —lo que, a veces, puede ocurrirnos sin que casi lo advirtamos—, sino debido a que la vida está plagada de circunstancias o imposiciones sociales, a reacciones del subconsciente, y hasta de determinadas claudicaciones morales obligadas por la evolución de la razón, lo cual nos invita a ver las cosas desde un ángulo diferente, o a actuar, a veces, en desacuerdo con nosotros mismos. Estos cambios de opinión, esta falsedad de los juicios, pueden darse tanto en temas religiosos como filosóficos o científicos. Y yo me pregunto: ¿Pero será que la vida tiene unas reglas definidas de comportamiento de las cuales —o de algunas de ellas— nos hemos ido desviando? ¿O que todo el proceso de evolución y desarrollo funciona así, inconscientemente, según vamos viviendo los momentos y mezclando el sí con el no y con el ya veremos?
Y eso que no hay la menor duda de que existen determinadas leyes e imposiciones de la Naturaleza, que son fijas y no es posible desvirtuarlas ni ignorarlas. Por ejemplo, la inclinación «obligada» que tenemos los seres vivos de producir descendencia, lo mismo si son plantas, animales o personas. De lo contrario, ¿para qué hemos sido dotados del deseo sexual? ¿Puede tener otro explicación que el de permanecer y crecer las especies y expandirnos hasta el infinito? Esta tendencia es la principal, desde luego, pero también están —referidas, en este caso, exclusivamente a los seres humanos— la creatividad y el sentido de lo bello; la curiosidad y el deseo de saber; el poder de imaginar y pensar; la facultad de comunicarnos con los demás y traspasarles nuestras ideas y nuestros sentimientos; la capacidad y el deseo de aprender y construir; la memoria y la función de recordar; la facultad de hablar y comunicarnos, sin dejar a un lado las llamadas de la conciencia —que trae tan de cabeza a los científicos y filósofos materialistas porque no la encuentran una explicación—, la creatividad y el llanto… Eso es lo que nos define y nos da «sentido», pero por más allá que vaya nuestro conocimiento, por más que lo intente nuestro afán de saber y descubrir, no podemos traspasar el límite representado por aquello que denominan los budistas el «velo de maya». Ese es el límite del conocimiento. A partir de ahí solo existen elucubraciones disparatadas. La Naturaleza nos ha negado la facultad de penetrar en el conocimiento del mundo trascendente. ¿Ese puede ser una decisión firme con algún propósito?
Aquí no importa que las leyes físicas hablen por sí mismas y nos digan por qué las cosas actúan como lo hacen; no importa que la biología nos exponga sus leyes, o que la genética demuestre sus razones. Eso simplemente nos explica su funcionamiento o las bases de sus estructuras y de ninguna manera eliminan a Dios. Incluso, ese funcionamiento —que es otro de los grandes misterios— está más cerca de la presencia de un Dios que de la nada… y, en el mejor de los casos, no discuten para nada la presencia de un ser creador. ¿Qué sabemos nosotros, en realidad, cuáles son nuestros límites y si en la escala universal somos grandes y poderosos o ínfimos e insignificantes? ¿No hubiera sido estúpido que la Biblia explicara la creación recurriendo a métodos científicos? O sea, que Dios hubiera manifestado a través de la Biblia: «Creé el mundo formando dos moléculas, el DNA, que contiene el código, y el RNA que lo transcribe y reproduce. Antes de esto habilité la Tierra para que fuera capaz de generar las primeras macromoléculas, los ácidos nucleicos y las proteínas; luego creé organismos vivos más y más complejos hasta que, mediante la evolución, logré la aparición del ser humano… Los seres humanos no lo hubieran entendido bien, o con más dificultades que manifestándoles que dije: Hágase la luz… ».
¿Podría ser ésta la representación de una paradoja o se puede considerar como una verdad irrefutable…?
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