jueves, 9 de junio de 2016



Senderos de la vida
De cualquier manera yo, ahora, a mi edad (el 22 de este mes cumpliré 84 años), busco una definición de la vida: una razón, un motivo, un concepto que justifique mi presencia y que me traiga la calma espiritual; pero, en los caminos de esa búsqueda, se niega mi mente a asimilar la idea de que nos debemos a un caos fortuito o casual: un hecho de ese genero no entra en mi mollera por más que venga refrendado por una legión de científicos. Con semejante teoría esos sabios negados solo demuestran no poseer imaginación ni sensibilidad, ni ser capaces de asimilar funciones ambiguas: ellos solo se atienen a lo demostrado por el camino de la ciencia. Es increíble que haya tantos seres que no se cuestionen la existencia, sobre todo entre gente preparada y de pensamiento elevado. Solamente entre los creyentes, o en las religiones, en los que creen en un dios omnipotente se disimula tal dilema. No obstante, con dios o sin él, existen muchas muestras no científicas en la vida en las que se puede contemplar que tras de ellas existe una intención clara de crear vida o de ser propicia al menos para pensarse, y las intenciones no se crean por casualidad. Me refiero a la reproducción de seres con el elevado número de complicadas funciones físicas y espirituales que se ponen en juego. Me refiero a la presencia de un planeta como el nuestro que permanece rodeado de una profusión de pedruscos sin vida y sin funciones específicas. Hace poco leía un libro científico donde se decía que vivimos de milagro: habitamos dentro de un conjunto espacial que se sostiene y da vida de una forma poco científica, amenazado por un sin fin de agresiones físicas, como las grandes oleadas magnéticas y destructivas procedentes del sol (paradójicamente, porque, al mismo tiempo, el sol es el que nos da la vida…), o la lluvia de meteoritos, o los agujeros negros, o la ausencia de agua tan normal en otros cuerpos celestes, o la existencia inalterable de la gravedad que es la que nos sostiene y la que mueve el orbe, o el sentimiento constructivo y el rechazo de la maldad dentro de nuestros haberes morales. O el ingenio para producir vehículos, puentes, alimentos, o embelesarnos con la música y con el arte, funciones todas ellas dirigidas a la vida… Eso no se reproduce por los medios de la ciencia. 
¿Y entonces qué? Porque la idea de los creyentes (y no trato de echarla abajo, que conste. ¡Ojalá fuera yo uno de ellos!), de un Dios misericordioso, un Cristo hijo de Dios, que vino a la Tierra para «salvarnos» (¿salvarnos de qué?) y para transmitir «la verdad» aunque esa verdad les llegue solo a unos pocos elegidos es una idea absolutamente ingenua, infantil, falta de consistencia y solidez mental. ¿Habrá algo más incongruente que un Dios que nos vigila uno por uno durante la noche y el día y que nuestras actos los anota en una libreta con el fin de castigarnos? 
Hoy Dios se ha convertido en un medio de vida tanto para los que creen en él y tratan de difundirlo mediante puestos eclesiásticos y recibiendo grandes colaboraciones económicas de los acólitos, como para los que no creen pero que gracias a su actitud negativa se llenan los bolsillos mediante libros, cargos en universidades y manifestaciones públicas.

Lo mejor sería vigilar el comportamiento de uno y quedarse a la espera de ver en qué acaba todo: ¿con la muerte se termina todo o existe una extraña linea de prolongación? Ese es el dilema. En mi caso, vigilo mi comportamiento mientras de mi mente no se desprende el espíritu  mi esposa (muerta hace años). Dentro de mi corazón y de mi sentimiento (es una contradicción que no tiene cabida en mi forma de pensar) la siento a ella y siento que me alimenta espiritualmente. Solamente ella es quien me sugiere una esperanza y hace que mi función no decaiga. Y es curioso: ahora, después de que han pasado varios años, la voy descubriendo con mayor intensidad que cuando vivía junto a mí. A veces de tanto pensarla llego a sentirla, y me hace admitir (aunque sea a regañadientes) de que existe algo que late tras la vida regular. Con «su presencia» me obliga a sentir que está en alguna parte o que no se ha marchado del todo. Es muy, muy intensa la forma como se ha introducidos en mi… Mada Carreño, escritora y segunda esposa de mi padre, a la que me unió una buena amistad, cuando murió mi mujer me escribió una carta donde me decía:  «…me parece imposible que aquellos a quienes amamos desaparezcan para siempre; algún arreglo debe  haber por ahí  para que nos encontremos cuando pasemos al otro lado. Ni el amor ni el espíritu son cosas que puedan disolverse. Nada sabemos, pero es imposible  que esta inmensa lógica en que estamos envueltos no tenga sentido…»