viernes, 29 de abril de 2016



Primero disparo y luego pregunto
Teniendo en cuenta mi viudedad y los 84 años que tengo a la espalda, dentro de esta vida quieta, deliberadamente aburrida, en retiro permanente, desprovista de encantos, de fragancias femeninas y complacencias mundanas por donde me suelo mover, entretengo, calmo mis ansiedades, las sostengo, puede que las multiplique, entrando a menudo en mi ser interior y analizando mis fundamentos y tendencias, además de luchar contra los demonios que me habitan. Ante tal exploración, trato de ser todo lo diligente y sincero conmigo mismo que mi constitución mental me permite abarcar, aunque no sé con certeza dónde intento llegar o qué es lo que me preocupa de mis dispares comportamientos, como no sea que ande emperrado en la reconstrucción de mi maltrecho sentir o en el intento de aligerar mis fijaciones o modificarlas. Pero, no obstante la confusa intencionalidad, ignoro si en el escrutinio, en el ejercicio de la doma, mis querencias, las más pérfidas, se me ocultan como conejos asustados, quitándose del camino con la intención de pasar inadvertidas. En mi cabeza hay tantas cosas dando vueltas que, a la hora de reflexionar, mi habilidad para concentrarme es prácticamente nula: generalmente mi pensamiento tiende a salirse del cauce, hasta el punto de que, a veces, comienzo la sesión meditando, por ejemplo, sobre la extraña composición orgánica del cuerpo humano y, cuando quiero darme cuenta, me encuentro tratando de recordar el resultado de un partido de fútbol entre el Patachueca y el Benito Cármela. Ante tal situación no puedo dejar de considerar que aquí, en este proceso, quizá se dé un caso instintivo de autoprotección, un intento de evitarme caer en la locura, porque en aquellos momentos que alcanzo la concentración y logro seguir el hilo de mi pensamiento sin que me vea interferido por digresiones impuras, en el fondo de mi ser aparece una decepción de mí, un remordimiento hiriente y destructivo. Pero tampoco es cuestión de sacar las cosas de quicio produciendo la impresión de que cada vez que hurgo en mi pasado, sólo obtengo sentimientos de frustración. El desajuste proviene de la creencia de que en mi vida no hice todo lo que debí hacer o no hice aquello que creí poder hacer. Es decir, pienso que no se cumplieron muchas de las expectativas cifradas en una persona como yo, a quien se atribuían grandes capacidades, porque, si bien en mi infancia fui continuamente censurado y tachado de empedernido embustero, de travieso impenitente e irrespetuoso, también es cierto que me harté de oír el tópico de qué pena, con lo listo que es… Y, lo mismo si era cierto como si no, de tanto escucharlo acabé por creérmelo, y ahí fue cuando me enfermé de superioridad, a causa de una idea falsa de mi propio valer, algo que me convirtió en un ser individualista y pretencioso, en alguien que llegó a dar por hecho que en su futuro sólo el éxito le aguardaba. Que, fuese cual fuese el camino elegido, todo estaba a mi alcance y sólo tenía que alargar la mano… Aún así, hay ocasiones que percibo contraseñas, indicios, flashes de que mi vida no ha sido tan desatinada ni tan desequilibrada como la expongo. Por ejemplo, siento cierta íntima satisfacción al constatar que hay personas que me envidian, o que sienten admiración por esa vida inquieta y aventurera que ha sido mi constante. O por mis relaciones con gente de mucha valía. O, qué caray: por mis dotes a la hora de pensar y escribir.

jueves, 14 de abril de 2016

   Un mundo sin habitantes
¿Cómo sería el mundo si no estuviera habitado por seres humanos? No existirían las carreteras ni los puentes; ni habrían aviones surcando el espacio, ni barcos navegando por el mar transportando gentes de un sitio a otro. No existirían los jardines, ni los edificios, ni los grandes almacenes. Se vería todo indiferente, simple, con montañas y desiertos, sí, pero con incendios inextinguibles producidos por las tormentas y sus rayos. En una palabra: el mundo no sería doméstico, no existiría la cultura, ni el arte pictórico, ni la música, ni la arquitectura, y no habría nadie que contemplara las estrellas ni que se quedara ensimismado ante el mar azul… ¡Qué cosas! No existirían las elecciones, ni los presidentes, ni los policías, ni los corruptos, y tampoco habría nadie para meterlos en vereda o para convertirlos de malos en buenos. No existiría el cine, ni la televisión, ni las bellas damas que sonríen, ni hombres con bigote y barba; no habría médicos que curan nuestros males, ni medicinas que nos quitaran el dolor de cabeza. Es decir: solo los humanos han hecho un mundo habitable, divertido, terrible, plagado de cosas dulces y manjares, y también de cosas amargas. No habría nadie que atendiera nuestros caprichos ni nos estimulara para alcanzar la gloria, ni otros muchos elementos que proceden de la cultura y de la ansiedad por lo material. O sea, me refiero a seres dotados de pensamiento, de facultad de hablar y con habilidades manuales. Porque dada la situación privilegiada de la Tierra, si se puede aceptar que existirían los animales, los cangrejos y las serpientes, pero estarían igual que cuando sus primeros congéneres llegaron, sin haber progresado, sin cubrir su cuerpo con ropajes. No habría seres que sembraran cereales o patatas, para luego freírselas y comérselas; nadie que fabricara productos sofisticados ni vestidos para cubrir sus cuerpos. O, tal vez, ya habría desaparecido todo, como ocurrió con los dinosaurios… ¿No parece en realidad que este mundo civilizado-incivilizado fuera obra de alguien? Y no me estoy refiriendo a un dios creador que produce las cosas con un chasquear de dedos, como el que pinta la Biblia. Me refiero a una cultura muy superior a nosotros, con conocimientos extraordinariamente elevados (en comparación a los nuestros) de química, física y biología, y con poder para inculcar en un sector de los animales (el vulgarmente llamado humano) unos elementos valiosos y desarrolladores como la facultad de hablar, el pensamiento, el alma, la creencia en los mitos, la imaginación, el afán de progreso, la habilidad para construir y modificar a la naturaleza, la facultad de reír y la de llorar, la de admirar el arte y la belleza, la de destruir y volver a fabricar; me refiero al que crea adversidades y las resuelve, el que es capaz de desnudar al vecino para vestirse él, el que destruye edificios para fabricarlos de nuevo, el que inventa bombas destructivas pero construye puentes. No habría cuellos masculinos que soportaran una corbata ni los femeninos que se adornan con collares, ni dedos soportando anillos, ni niños jugando con ordenadores.

martes, 5 de abril de 2016



El desconcierto
Existe una especie de fuerza camuflada que se mueve con sigilo o de forma encubierta, y que tiene una casi imposible definición morfológica porque es inmaterial, invisible, sinuosa. Es una clase de impulso íntimo que opera dentro de nosotros y que podría ser denominado como asentamiento o enclave espiritual relacionado con la conciencia, o definirlo como de un arraigo inmaterial, o como una emoción, o un desasosiego…, pero es algo que, si existe, opera sin estridencia y se mantiene gracias a la «despensa» virtual que representamos. Me estoy refiriendo a «esa cosa» que algunos denominan alma, y otros espíritu, y otros lo describen como yo personal, o corazonada, o perteneciente a nuestra estructura psicológica, según un neurólogo que conozco. Es lo que nos da el carácter o forma nuestra personalidad; el que se entiende como una entidad inmaterial pero notable, que nos habita y nos trabaja en silencio. Puede ser, me digo, la esencia que nos conmueve, la que nos incita a sentir compasión de los semejantes, y a intentar ser diferente de los otros: a ser dulce o severo, gracioso o aburrido, entusiasta o pasivo, indulgente o tacaño.
Y es difícil (imposible, diría yo) determinar su textura y a qué leyes obedece, y cuál es la razón de que influya tanto en nuestras pasiones como en nuestros silenciosos actos de meditación. Puede diferenciarse si tú eres creyente, pero no es mi caso, dado que yo soy ateo, o casi… Tal vez llega hasta nosotros a caballo de los cromosomas, pueden asegurarnos los entendidos, pero podríamos preguntarnos a qué se debe que mis actos sean de una menor calidad que los tuyos, o que tú seas más inteligente que yo o yo más inteligente que tú, o por qué tu sensibilidad llega más lejos que la mía o la mía más lejos que la tuya, o por qué tú entiendes el mundo de una forma diferente de como lo entiendo yo. Claro, se trata de aspectos científicos que, según dice el especialista, tienen su explicación biológica y sensorial, aunque no se comente nada si su definición se contempla en lo metafísico. Pero hay algo extraño en torno a esto, algo conmovedor: todos tenemos un cerebro, y un aparato digestivo, y unos ojos para que veamos y podamos interpretar la vida. A todos nos rodea un mundo similar, con el mismo diseño y las mismas reacciones, y casi idéntico número de neuronas puebla nuestras cabezas, por lo cual me llama la atención que haya distintas sensibilidades, y diferencias notables en una moral opuesta, divergente, contraria. Y que haya distintas nociones de lo bueno y de lo malo; que esta rara sustancia dé cuerda tanto a quienes se complacen en asesinar a un semejante como a quienes se horrorizan ante la muerte y sus consecuencias morales y materiales. Y luego está esa amalgama variopinta de seres que aseguran que el mundo es como ellos lo explican. Como si alguien les hubiera comunicado el dato a través de un conducto espacial. La pregunta sería: ¿tenemos alma o no la tenemos? Y si la tenemos, ¿de qué nos sirve? ¿Se puede vivir sin alma o es necesario poseerla? Porque los únicos que le sacan cierto fruto a esta noción son los creyentes. Ellos tienen resuelto el futuro: piensan que después de la muerte nuestra alma se dirige a un lugar sagrado donde será juzgada y ahí se decidirá el rumbo o el destino que la espera en la eternidad (¡horror de los horrores!). En realidad, parece que el plan del universo respecto a los  mortales, es imbuirnos un desconcierto: Si no crees en nada, estás amolado porque siempre te atormentará la duda al encontrarte solo y desasistido, y si crees en algo, estás perdido ante el complejo producido por la sensación de caer en el pecado o ser manejado por los mitos religiosos que tanto influyen en nuestras costumbres. Solo tenemos que lanzar una mirada a nuestro alrededor para llegar a la conclusión de que nada tiene sentido…