martes, 20 de octubre de 2015


Pienso, luego desbarro…
El hecho de que la Naturaleza nos haya dotado de una inteligencia, complementada con la capacidad de elegir, la conciencia de nosotros mismos y la facultad de pensar, y que dichas facultades nos produzcan, además de las aplicaciones propias para ejercitar nuestros compromisos sociales, unos acérrimos e inverosímiles sueños de inmortalidad que nos transportan a mundos eternos no recibidos con entusiasmo por la constelación científica, por más fantásticos y exentos de acosos y razones convencionales que sean. Lo que viene a patentizar que, tratándose de seres humanos, somos unas implantaciones privilegiadas, que hemos sido dotados de unos instintos, de unas ambiciones, de unos anhelos, de una imaginación que nos proyecta hacia lo ignoto, hacia el cosmos, hacia el infinito y, sobre todo, hacia lo imperecedero sin anular lo existencial. Es decir, hemos sido dotados de un pensamiento sin límites que reproduce en nuestra mente ideas transfiguradas de espacios donde reina la armonía, el amor y la bondad entre todos sus componentes. Funciones, o sea condiciones que no se pueden extrapolar a la vida real, a la vida cotidiana, a esa que se nos impone en nuestro ámbito terrenal, en nuestro espacio convencional, porque dichas alusiones carecen de indiferencia por la vida práctica, y no sirven para que ella se genere a sí misma como lo hace, mientras se ve obligada a soportar todos las deformidades, las maldades y a tanto redentor de mala y buena voluntad que transita por aquí. En este ámbito ocupado por nosotros todo tiene que ocurrir con un sentido dual: bueno y malo; bonito y feo; dulce y amargo; abstracto y concreto; apasionado y frío, nocivo y apropiado; superlativo y humilde; real y desfigurado. Es la única manera de que se forjen las almas, de que se reproduzcan los conceptos y que crezcan en medio de la contraposición, el horror o la dicha, la virtud y la maldad, para que podamos responder a las exigencias del hecho y del deshecho, de la competencia y el rigor. Es decir, posiblemente hemos llegado al «ya sabemos el cómo pero ignoramos el por qué», y cuál puede ser el sentido de la vida, cuál su razón o a quién interesamos o, hasta llegaría a preguntarme, a quién beneficiamos y qué necesidad tiene el universo de nosotros. ¿O es que somos una manifestación convencional, una forma de mostrarnos como un objeto o un delirio más? Pero, ¿por qué en el ámbito de nuestra Tierra se ha dado todo? ¿Por qué tenemos una estructura biológica tan heterogénea y complicada, y plantas, y gravedad, y atmósfera, y una vida social desenvuelta además de una ilusiones que nos inclinan hacia lo inabarcable? ¿Somos el soplo de alguien o el resultado de un simple ARN loco que decidió multiplicarse sin que nadie se lo pidiera?

viernes, 9 de octubre de 2015


Pero, ¿qué significado puede tener la vida?
Cierro los ojos y pienso: la vida, en realidad ¿qué es? ¿Quién nos la habrá dado y con qué propósito? ¿Qué podemos estar haciendo todos los seres que habitamos este planeta, mirándonos unos a otros con recelo, mordiéndonos las uñas, quejándonos del ruido y envidiando la suerte que tiene nuestro vecino, mientras tratamos de conquistar ardientemente unos principios de felicidad que son absolutamente falsos, y que, además, nunca nos permiten aprehenderlos de verdad porque, cuando estamos a punto de alcanzarlos, enseguida comenzamos a mirar hacia el siguiente. “Aquel sí es el bueno, no éste…”, solemos pensar. Y la persecución comienza de nuevo como si se tratara de una carrera sin final. Así, permanezco un rato remedando la figura de El Pensador de Rodin, estático, con los ojos cerrados, el codo de mi brazo izquierdo anclado en la mesa, y las yemas de los cinco dedos de mi mano apoyados levemente sobre mi frente, como si tratara de extraer o exprimir lo que se esconde tras ella. Si es que, en realidad, se esconde algo, cosa harto dudosa… Cuando adolescente, esta postura era mi predilecta. Solía reconcentrarme de tal manera en los temas espirituales que me preocupaban, y tenía tal habilidad para aislarme del mundo externo, para recogerme en mí mismo en un estado de abstracción por el que creía alcanzar unos parámetros tan profundos que me conmovían y me causaban diversas emociones, y llegaban a hacerme creer que yo, cuando me lo proponía, me convertía en una especie de místico con poderes por encima de las imposiciones terrenales. De tal manera que, a veces, mi pensamiento llegaba lejos. Creía, incluso, en determinados momentos (cuando yo era un creyente), situarme junto al mismo Dios. No lo veía, pero lo presentía… Claro, mi juventud de aquellos días no me inducía a preguntarme cuál era el sentido de la vida porque la vida era lo que pasaba a diario; la vida era tomarse unos tragos con los amigos y vociferar como poseídos desalmados en el campo de fútbol, sobre todo cuando jugaba mi equipo; la vida era comerse una pierna de cordero asado en un horno de leña o un entrecot de tres centímetros de grueso; era disfrutar con mi novia, bailar con ella, abrazarnos, buscar rincones apartados donde exteriorizar nuestro amor y sentirnos dichosos al decirle yo que era la mujer de mi vida mientras ella me miraba con ojos de enajenada. Entonces la vida solo era confirmar nuestro amor asegurándonos que nos amaríamos siempre y seríamos felices toda la vida convencidos, en aquel momento, de que nada enturbiaría esta película amorosa… ¿Quién se va a preguntar qué es la vida en esos momentos gozosos, cuando se está lleno de proyectos y esperanzas de cara al futuro? Tal planteamiento solo se lo presenta uno ahora, cuando se es un vejestorio sin esperanzas ni proyectos y, si me apuran mucho, diría que sin amor… Y con la muerte esperando a la vuelta de la esquina… (En la fotografía de la entrada están mi hijo Dani, mi norinha —nuera en portugués— Robi, y mis dos nietos gemelos, Lara y Leo, sus hijos recién nacidos)

sábado, 3 de octubre de 2015


Acerca de Espléndida vejez
Amigo Álvaro: Esta es mi… (considerémosla así)  provisional respuesta a tu poemario «Espléndida vejez»: Una vez leído, compruebo con cierta desazón que no se ha suavizado mi sensación inicial respecto a que en la etapa de viejo reside no solo el fin de la vida física, sino el final de la vida intelectual, emocional y moral. La vejez representa la destrucción de los recursos mentales y físicos, la torpeza, el ninguneo, la invisibilidad (los viejos somos cada día más «invisibles» ante los demás, menos notorios, estamos menos presentes), el desencanto ocasionado por el hecho de que te atiendan si acaso por respeto, y no por la importancia de lo que comunicas apoyado en tu experiencia o tu conocimiento… A pesar del lirismo de tu mensaje, que te agradezco y me ha permitido disfrutar de unas horas de esparcimiento (fue como si hubiese escuchado una sonata de Brahms, solo que, una vez concluida, todo continua más o menos igual. Claro, debo añadir que la poesía no es ningún antídoto… Si acaso, sí lo es para el que la escribe). No puedo dejar de considerar que en la vejez no es posible hallar esplendidez, y que esta fase de la vida solo se puede alinear con una perversión en la estructura general de la existencia. Lo demás, sería «dorar la píldora», engañarme a mí mismo. La vejez es como un castigo de la Naturaleza, una patada en el trasero, un ¡vete para afuera, tú ya no sirves, y ya no tienes nada que hacer ni que decir aquí! Al margen de que convengamos entre tú y yo que la vida toda no tiene ni pies ni cabeza pese a los decorados atrayentes que se nos presenta (como el cielo de un azul purísimo, el mar y la playa que estoy viendo ahora desde mi ventana, pero que, a pesar del embeleso, no es posible dejar de considerar que ese mar «ya pertenece a los otros y no a mí») y las bellezas naturales, casi domésticas, especialmente diseñadas para el recreo del mortal, si lo vemos bien –y te lo digo apoyado por Freud–, todo está dispuesto y decorado para estimular la procreación, para que la gente se enamore, fornique, y traiga hijos al mundo. Esa es nuestra misión primordial en la tierra, lo que se nos exige. No encuentro otra utilidad generada en los indefensos y anónimos mortales. Es como si el ser supremo nos necesitara porque se alimenta del dióxido de carbono que expelemos. La procreación es lo único que parece interesar allá en los confines, sin perder de vista la enorme paradoja que encierra: Mientras la nomenclatura de la vida nos anima a traer hijos al mundo, nos incita a que paulatinamente la vayamos destruyendo (mientras extraemos su petróleo, cortamos sus árboles, nos destruimos entre las personas mediante las guerras…). En realidad, parece como si existieran dos dioses interesados en nosotros y en nuestras actitudes, que estuvieran liados en una lucha permanente: uno es positivo y otro negativo. Uno que construye, infunde dulzura, sensibilidad, amor, poesía, sentido del arte, buenas ideas; el otro destructivo, sembrador de amargura y desgarrados, artífice del desánimo, con intenciones exterminadoras, y ciento por ciento realista. ¿Tendremos que rendir cuentas algún día por nuestros actos? El gran equívoco, el más inadmisible, el inexplicable según nuestras concepciones terrenales, es que el asesino, el canalla, el ladrón, el perverso repose durante el silencio eterno en el mismo nicho que el justo, el bondadoso, el virtuoso, el compasivo, el honesto! Este «pormenor» es lo único que me sugiere o me invita a creer que puede haber otra vida en otra dimensión o un juzgador celestial que nos compense de los desengaños recibidos si lo merecemos. Porque, es inútil que diga que la justicia de nuestro mundo no castiga las perversiones morales, la mentira, la envidia, el rencor, las malversaciones espirituales, las deshonra, el irrespeto… Y, conste: con esto que digo no quiero significar que exista en mí un temor a la muerte. A lo que le temo es a ir perdiendo mis facultades intelectuales y físicas, a mi inutilidad creciente, a convertirme paulatinamente en objeto de ninguneo. Espléndida vejez, aparte de su calidad artística, está escrito con la intención de resquebrajar la realidad, o dorarla, o hacer de la vida un episodio pasajero, lírico, menos tenebroso de lo que es. Pero pierde de vista algo tan imperfecto como es la muerte y su tétrica condición. Para mí la vida tiene que tener un sentido o, en caso contrario, sería una «chapuza»… Y, conste, me encuentro muy lejos de Jaques Monod y de su «azar y necesidad», carente de significado, de razón, de condiciones y de posibilidades (si el universo posee una estructura, y una relación indispensable de unas partes dependientes de otras, no se puede deber al azar, sino a una estructura trazada), pero sí me encuentro muy lejos de considerarnos la parte más importante de la creación, donde lo más imperfecto y tenebroso, lo más descuidado, es la «vida de viejo», así como la muerte y sus tétricas formas. 

Pero, por lo que a mi respecta, aunque no he logrado una «vejez espléndida», puedo decirte que estoy bien de salud y que solo vivo en la desesperanza causada por una vida llena de frustraciones morales y emocionales (hay que considerar también que comencé mi «labor intelectual» excesivamente tarde y eso me obstaculizó el camino y me acortó las buenas sensaciones), pero, dentro de esa anomalía, puedo asegurarte que aquí en Puerto Rico he alcanzado un cierto equilibrio espiritual. Vivo en un sitio tan bello como es la Avenida Isla Verde, en un estimulante paraje y frente a una hermosa playa caribeña. Para mis últimos años no podría desear nada mejor. Y lo hago dentro de un conveniente reposo moral y existencial mientras se multiplican mis descendientes (mi hijo Daniel acaba de convertirse en padre de dos gemelos, hombre y mujer) siguiendo los requerimientos de la Naturaleza. Esto, a buen seguro, será lo que me perpetúe. De todos modos, permíteme que te felicite grata y calurosamente por tu poemario. Si existe un Dios, no me cabe la menor duda de que tú eres uno de sus elegidos…