viernes, 22 de noviembre de 2013


Pensándome a mí
En nuestros pensamientos, en nuestros sueños, no existen los vivos ni los muertos; solo hay unos seres —no siempre conocidos— que se mueven en distintas direcciones, que hacen cosas que, la mayoría de las veces, no son decididas por nosotros sino por ellos, a pesar de que somos quienes los sueña; a veces ni tan siquiera son reflejo de nuestros deseos aunque sí estén relacionadas con nuestras sensaciones de una vida «normal». Pero no deja de ser una versión amanerada, o acomodada a unos instrumentos que son el resultado de intereses, deseos, creencias y regulaciones preferentes y, a veces, opuestas a una posible realidad —bueno, siempre que esta realidad exista—. Y me pregunto: ¿por qué mientras soñamos no podemos estar dando vida a un mundo, o a un complejo distinto al nuestro, perdido en otra dimensión, aunque sea tan descabalado como éste que nosotros juzgamos «normal», pero que no dejará de ser, en realidad, un mundo desconcertante y lleno de acciones vanas y surrealistas, como este nuestro y que nos hemos introducido en él y tratamos de hacernos creer que ésta, la vida toda, es así, como nosotros la vivimos, aunque no sea el resultado de un proyecto procedente de unas reglas determinadas, y que, si lo pensamos bien, podría haber sido muy diferente de como es.
Tengo un amigo médico neurólogo, muy sapiente él, con el que, a veces, entablaba conversaciones de este tipo, o sea, entre filosóficas, fantásticas y científicas. Él es un hombre que vive dos vidas, una, la práctica y por la que recibe la retribución correspondiente —tan necesaria para la vida práctica—, y otra la vida de los encantos, de los sueños, la de la imaginación sin límites. Él es quien me decía que en la vida del pensamiento y de los sueños no se distingue entre vivos y muertos. En un momento determinado, el mismo valor podía tener en mi pensamiento él, que está vivo, como mi mujer, que yace muerta. Se trataría simplemente de dos seres que se mueven a mi alrededor y ejercen influencias sobre mi vida. Mi mujer, que ya va para doce años desde que murió, puede ser retenida por mí, y pensada y creada en mis divagaciones. Con sueños intencionados o con mi imaginación puedo captarla y retenerla; verla cuando emitía esa leve sonrisa al estilo de Gioconda, o en el momento que me lanzaba aquellas miradas preñadas de amor y ternura, o cuando se reía con esa risa suya contagiosa y cascabelera con la que todos los presentes sentíamos ganas de reír. Al pensar en ella, la veo ahí, viva, conversadora, animada o mustia algunas veces; la veo dichosa, amorosa, feliz y triste, según el momento y el acontecimiento. ¿Y quien me dice a mí que al pensarla no la estoy resucitando o, mejor dicho, recreándola en otro plano diferente de este mío? ¿No podemos ser usted y yo en este momento el producto del pensamiento de otros seres en otros mundos? (Eso se ha dicho). Ella —eso no lo pongo en duda ni intento adivinar cual es el método usado por la Naturaleza para que venga a mí— está presente en mi vida de muchas maneras, lo mismo si se trata de figuraciones de mi mente o de imaginaciones de mis cerebros secundarios o de ese subconsciente  que vive a mi servicio, y me ayuda a soportar la vida… Lo que sea, pero no se puede ignorar que los mecanismos de la naturaleza operan cuando se les necesita…
Y es que esta vida nuestra tiene tantas fases, tantas manifestaciones… Yo, ahora, suelo quedarme embelesado viendo a mis nietos mientras se preparan para formar un día parte de la vida activa, de esa vida que es inapelable y que ellos la ven como algo único y necesario, como un acicate, como una razón de ser, como un estímulos para hacer, aprender y creer en las cosas que han de utilizar mañana, y abrirse paso con ellas, y ganar dinero, y adaptarse a la vida material y espiritualmente creyendo en esto y aquello, actitudes que a mí, ahora, a mi edad, me parecen superfluas, inútiles, una especie de obcecaciones sin sentido, de engaños de la naturaleza para hacernos funcionar y que funcione el mundo. Porque, si me fijo bien, ¿qué he construido yo en mis más de 80 años de vida? Mis hijos, mi principal y absolutamente magna obra. Entre ellos los habrá que estén agradecidos por haberlos traído al mundo; otros no tanto (no a todos nos gusta una vida que no hemos solicitado o a la que hemos accedido sin dar nuestro consentimiento). Pero, dejémoslo en eso: seis hijos mi principal obra y la de mi mujer… Es lo único que tiene permanencia y futuro, que esa es la única verdad de la vida. A veces pienso en esos miles de seres que me antecedieron, y que, sin saberlo ellos, fueron utilizados para que mi bisnieta, mis nietos, mis hijos y yo llegáramos a este mundo… ¿Qué más se puede pedir? Dentro de millones de combinaciones biológicas y sociales, el resultado feliz fuimos nosotros.
Y otra de las razones de la vida es hacernos sentir el amor.

jueves, 14 de noviembre de 2013


Nuestra vida éramos 
nosotros mismos
¿Cómo sería la vida si no fuera por esa multiplicidad de influencias y modos externos e internos que recibimos? Me refiero a manías, ambiciones, desdenes, mitos, fantasías, engaños, momentos de felicidad, alegrías e ilusiones, amores, que todos portamos en nuestras almas y los vamos trasladando después a nuestros pensamientos. Ellos forman una confluencia inseparable con nuestra manera de encarar la vida, y de interpretarla. Y eso sin dejar de considerar las actitudes constructivas y destructivas que exhalamos con nuestros modos y que van modificando el mundo y ejerciendo tal vez un desvío de sus planes originales y naturales.
¿Angelines y yo pertenecimos como pareja a un mundo explicable y coherente, constructivo? ¿Edificamos algo respondiendo a las exigencias de un ser que está fuera de nuestra comprensión?  ¿Respondimos a la Naturaleza construyendo seis vidas como pago de arbitrios y utilidades por el servicio de nuestra creación? Entonces, habrá alguien que controla el comportamiento, que exige nuestr aplauso y que nos premia o nos castiga según el uso que hagamos de la vida que se nos ha sido entregada.
A ver, a ver, entremos en materia: 
¿Me podrías decir, sin timideces ni cortedades qué pensabas tú de mí? ¿Cómo me juzgabas en realidad? ¿Cuál era mi significado material y espiritual para tu vida? ¿Compensaba yo tus apetencias sexuales y emocionales o había necesidades que no llegaba a cubrir? ¿Te sentías agradecida a tu dios por lo generoso que había sido contigo, o escondías tus lamentos porque habrías necesitado o ambicionabas algo superior a mí, más concordante con tus apetencias y con lo que creías que en verdad te correspondía? Una vez que pasaron los primeros años de pasión desbordada, a medida que fuimos dejando de ser amantes en términos frenéticos para convertirnos en dos seres fraternos y armoniosos, amigos, confidentes y conciliadores, moldeadores respectivamente de nuestras almas, ¿cubrías conmigo a tu lado tus necesidades de amor o escondías otras apetencias de otra vida y otras intensidades?  
Recuerdo que cuando íbamos a caminar al Parque Central, en San Juan, en un punto de nuestro recorrido comenzamos a cruzarnos con un individuo que caminaba en sentido contrario a nosotros y que se detenía a mirarte cuando cruzábamos delante de él, sin ningún respeto hacia a mí que era tu acompañante permanente. Al tercero o cuarto día de encontrarnos con el tal individuo, yo me sentía tan molesto, que iba con la intención de llamarla la atención incluso con violencia si era necesario. Pero, de forma imprevisible, cuando nos faltaban alrededor de 50 metros para cruzarnos con él, vi que te atusabas el pelo y adoptabas una compostura más solemne: ibas a pasar delante de tu admirador… Entonces yo me aproximé a ti, te pasé el brazo por encima de los hombros, y te dije: 
—Ahí tenemos a tu admirador de todos los días…
—¡Qué tonto eres! —dijiste cariñosamente entre risas.
—Si no me importa. Al contrario: me siento encantado de que todavía seas admirada por los demás y no sólo por mí.
—¡Anda! ¿Qué te crees tú? ¡Una todavía tiene sus encantos…!
—No lo pongo en duda. Pero te aseguro que yo soy tu admirador principal…
—¡Ya lo sé! Yo también soy tu máxima admiradora…
Pasamos tan acaramelados delante del «presunto admirador», que desde aquel día no volvió a aparecer. Y yo cambié mi actitud en adelante: me sentí satisfecho —y orgulloso— de que ella sintiera que todavía atraía las miradas de otros hombres.
Fue una anécdota ésta que sirvió para que, en lo sucesivo, yo viviera demostrándole más intensamente lo valiosa que era para mí y lo mucho que la admiraba.

jueves, 7 de noviembre de 2013


Lo efímero
Así va concluyendo la vida, sin miramientos, sin alharaca, con gestos melancólicos, con sonrisas tristes que más parecen muecas de desagrado. ¿Y por qué no resignarse, si desde hace miles de siglos ha sucedido así? ¿Por qué no aceptar lo que es inexorable, aunque sea un tanto despiadado, implacable, irremediable? Además, la Naturaleza ha configurado nuestro final de esta manera, sin piedad para el usuario, sin paños calientes, sin refuerzos morales, sin ningún género de consuelo para las víctimas: «¡Te mueres y te mueres! ¡Ya no te necesito…!», nos dice una voz oculta con tono destemplado. Y a partir de ahí comienza el mal trato. Desde cierta edad, la línea comienza a descender, las facultades se atrofian paulatinamente, los reflejos van entrando en una disfunción insultante, se van entorpeciendo, se vuelven lentos, se anquilosan. Y, hay que reconocerlo, esa es la vida, está hecha así, no le des más vueltas. Todo consiste en que, desde el mismo momento que nacemos, ponen un cebo delante de nosotros, nos meten entre ceja y ceja una fantasía acerca del buen futuro que nos espera, y las delicias que están ahí mismo, a nuestro alcance, a la vuelta de la esquina: «¡Qué rico es el amor!», nos grita; «Te has dado cuenta de lo placentero que es traer hijos al mundo? ¿Has visto los manjares a los que puedes tener acceso a poco que te esfuerces? ¡Vive, vive, disfruta! ¡Eres eterno! ¡La vida es un puro deleite, es amar, gozar, sentir! Búscate una pareja y trae hijos al mundo, y así estarás absolutamente completo! ¡Progresa y serás cada día más feliz, feliz, feliiiiiizzzzz!». Y tú, con tanta promesa, pones cara de enajenado y te obcecas, y te pierdes en la vorágine. Hasta que llega un momento que te miras en el espejo y te preguntas: ¿Quién soy yo y qué hago aquí? ¿Para qué todo esto? ¿Quién tiene interés en mí, en que yo viva y me multiplique? ¿Hay alguien que se nutre de mi aliento, o del humus que se desprende de mi carroña?

miércoles, 6 de noviembre de 2013


Desconcertante etapa…
Con el recuerdo me desplazo a la época cuando soy un niño. No tengo claro quién soy, ni quién puedo ser, ni cuáles son mis inclinaciones. Me limito a vivir y hacer lo posible por resultar simpático y agradar a las personas que me festejan y se ríen conmigo. Pero no hay sitio para la esperanza… Puede que haya un momento cuando advierto que formo parte del mundo, que habito en él, pero en mi concepto se va imponiendo con fuerza que, si bien todo es digno de admiración, también es conveniente mirar las cosas, los hechos y las personas con cierto recelo. 
Observo, eso sí, todo lo que me rodea un tanto fascinado, pero sin abandonar la impresión de que la vida pertenece a otros, no a mí. Aún así, pongo todo mi empeño en aferrarme a ella, en mirarla con sonriente e ingenua ilusión, en infundirme afanes asido a un futuro que solo se me da en migajas y donde no abundan las promesas… Se trata de una ilusión no exenta de reservas, porque son incontables los inconvenientes que me salen al paso, y van anidando en mi subconsciente. 
Los cito tal como van llegando: 
La ruina que representa nuestro traslado de Burgos a Madrid después de liquidar la librería. En aquellos días, solo tengo tres años; el inicio de la guerra civil española con todas sus imposiciones y la deshumanización que conllevan todas las guerras: el hambre permanente, las amenazas, los bombardeos del bando contrario que nos obligan a salir huyendo para el refugio o la estación del metro más próxima; la deserción de mi padre (huyó a México dijo que por razones políticas, pero lo hizo acompañado de su secretaria y nos dejó a mi madre y a mis dos hermanas y a mí empantanados), después de la guerra, las imposiciones de mis tías y mis abuelos maternos (lo que significaría misas, novenas, comuniones, penitencias, pórtate bien que Dios te está mirando, Purgatorios, Infiernos a todo pasto), los días de colegio interno pasados en un caserón de Burgos cuyo recuerdo aún me hiela la sangre, las enfermedades, la soledad que significó el desmembramiento de la familia, la falta de estabilidad impuesta por los cambios constantes, la sensación de ser un hijo poco amado, el continuo estado «sufridor» de mi madre y sus empleos precarios que nos obligan a vivir en una especie de «miseria decorosa»… Es decir, puro maltrato emocional y físico hasta cumplidos los 14 años. ¡Ah! Y, dentro de esta situación, cero escuelas, que es lo mismo que decir cero universidad… A partir de ahí, mi primer trabajo (de mensajero repartidor de cartas y paquetes por todo Madrid conduciendo una bicicleta), y, como colofón, el regreso de mi padre, lo que vino a significar mi hundimiento definitivo. 
Ahora tengo 17 años y, muerto mi padre, emprendo el intento fallido de ser marino mercante, lo que, debido a las imposibilidades «académicas» que existen en mi «educación», decido entrar en la Marina, lo que fue un gran error… Y ahí sigue como colofón de esta etapa, el triste regreso a casa, sin oficio, sin ideas, sin ambiciones, sin amor y pelado al cero (lo cual entonces era un signo vergonzante).
¿Cuándo comienzo a elaborar planes más o menos aptos para ser vividos? ¿Habrá habido en mi vida un instante en el que pretendo ser algo o en el que decido hacer lo posible por destacar en una profesión?
Eso ocurre cuando Angelines se cruza en mi camino… 
Tengo 21 años y es en ese momento cuando comienza la vida para mí.

domingo, 3 de noviembre de 2013


¡Estás en mí!
En realidad, para poner las cosas en su sitio, es necesario que entienda mi relación con Angelines: y es que no es el caso que esté todo el día preguntándome si está o no está en algún sitio, y si me quiere o no me quiere y lo haga con un tono desabrido maldiciendo a la razón. Ya un día escribí sobre este asunto. Pero, tal como soy yo, pronto me olvido de los razonamientos. Por esa razón, hoy voy a reproducir aquella nota que iba dirigida a ella:

Claro, amor, ahora caigo en la cuenta de que no hago las cosas como es debido: te doy un trato como si fueras una persona viva, presente en otro lugar. Y eso es imposible, porque yo te vi morir, y contemplé tu cuerpo cuando estabas muerta; y te enterré. Y te he visitado cientos de veces en el cementerio. O sea: tú, en tu configuración anterior, ya no existes; de aquella representación tuya terrenal no queda nada… Eso es incuestionable. En todo caso, existirás —de acuerdo con el significado etimológico de la palabra—, en otra configuración y en otro lugar, siempre que los métodos universales así lo tengan establecido. Pero, si estás, será en otra versión, en aquella que se aplique a las almas, o a los espíritus de los que mueren dentro de esas reglas inmutables que rijan la vida. Ignoro si escucharás estas palabras (que no te las digo solamente a ti sino también me las digo a mí mismo); si sonreirás como lo hacías antes; si estarás pendiente de mí en otro lugar y en otra configuración. Pero, lo más importante de todo es lo que afectas en mí, lo que adornas mi vida, lo que la moldeas, lo que la configuras, lo que la haces soportable. Es maravilloso que estés presente en todas las cosas que hago pensando si a ti te complacen o te desagradan; en la forma que te mantengo en mi mente, en mi corazón, en mi recuerdo, y en todas las acciones de mi vida; en cómo trato de imitarte en tu bondad y en tu ternura; y en la valiosa esencia del amor que siento por ti, que es un sentimiento superlativo, glorioso, que me transfigura espiritualmente, que me enaltece y que me enorgullece experimentarlo dada su trascendencia. Ahí, en esas actitudes mías, es donde te traigo a la vida, y donde nadie me puede disputar si me asiste una razón o estoy equivocado, ni venir a decirme que tú no estás viva, que todo es una patraña propia de un individuo pusilánime y supersticioso. ¿Cómo me van a destruir tu imagen si estás tan dentro de mí y soy solo yo quien puede darte alcance y situarme a tu altura, y hablarte? ¡Ahí nadie puede tener acceso, porque es un lugar donde sólo tú y yo habitamos.