miércoles, 24 de abril de 2013



¿Con qué ojos debemos mirar la vida? 
¿Con los que la reprueban o con los que la bendicen? ¿Con qué cristal y de qué color hemos de observarla?     
A partir del día que en mi declaración fiscal comencé a escribir “viudo” en respuesta a “diga su estado civil”, mis parámetros, es decir, mis impulsos, o sea, mis puntos de vista o, más bien, mi sentido de la vida, ha cambiado radicalmente. Sobre todo, ha cambiado mi entorno, mis circunstancias, mis temores, mis ideales. Ahora, dentro de mi casa, todo es silencio, no hay rumores ni risas, ni conversaciones, ni tan siquiera llantos. Sólo capto la persistente gota de un grifo mal cerrado, o el motor de la nevera, o los sones musicales a los que suelo recurrir cuando mi pensamiento anda perturbado. Y es curioso que lo que antes aborrecía, ahora es lo que más me agrada, como son los ecos del vecindario que llegan a mis oídos desde los patios, o a través de las paredes. Esos clamores me traen la sensación de que la vida no se ha detenido, salvo para mí. Escuchar las discusiones de matrimonios mal avenidos, el angustioso grito de una hija impaciente ante las prevenciones de su madre, los ladridos lejanos de un perro, el paso regular del tren, el lloro de un bebé, el golpeteo rítmico de una lavadora, la música de rock duro que ahoga el desamparo de un adolescente, el palique de dos mujeres de ventana a ventana, o de puerta a puerta, o en los rellanos… 
Viniendo como vengo de una familia numerosa, compuesta por una mujer, la mía, seis hijos, los nuestros —plenos de energía y de humor alborotador—, y yo, es decir, una familia amplia y, por si fuera poco, predispuesta a lo extravagante; donde reinaba el amor, la risa, la ilusión, o la alegría; donde privaban el hambre de vivir, los anhelos, las ansiedades, las pasiones; los proyectos, los discursos, los desengaños, las inquietudes, las ansiedades, las visitas, y otras concreciones ambiguas, si se quiere, pero plenas de vitalidad… desde tal procedencia, digo, a verme desposeído de amor palpable, carente de confrontaciones domésticas, de todas esas pequeñas y grandes agitaciones propias de la vida diaria, ha significado un cambio inesperado, tan ajeno a lo que podría calcular, que he acabado sumido en un anonimato vacío de ilusiones.
Mis vivencias de ahora las obtengo en el acto de pensar, meditar, leer, tomar notas, escribir poesías, registrar mis angustias en un diario, que es como si me escribiera a mí mismo…

        (Escrito integrado en mi novela-memoria De la misma tela que los sueños, escrito en Valencia, España, el año 2004)

martes, 16 de abril de 2013




Una visita al cementerio
Estás en el cementerio. Mientras caminas hacia el nicho donde están depositados los restos de tu mujer, vas leyendo los epitafios de otras lápidas, los mensajes con los que se intenta retener a los difuntos aquí en la Tierra, tratando desesperadamente de identificarlos en ésta y en la otra vida. «Espérame en el cielo, corazón. Tu chica», dice uno, conmovedor y sonoro, sacado, probablemente, de la letra de una canción. «Sólo pudieron estar separados tres días. Ahora están juntos de nuevo en la otra vida», reza otro que presenta los retratos de un hombre y una mujer, posiblemente matrimonio —junto al escudo del Real Madrid—, entre cuyas fechas de fallecimiento solo hay tres días de diferencia. Y piensas que aquí, detrás de esas breves palabras, puede esconderse una intensa historia de amor.  
Alcanzas la puerta principal; cruzas la avenida, entras en la floristería, donde sabes por experiencia que te las tendrás que ver con las dos ajamonadas cincuentonas que atienden el establecimiento, cuyas monsergas ponen a prueba tus propósitos. 
—Es admirable el tesón y la fidelidad que siente usted por su mujer, pero tiene que animarse, que todos hemos de morir, como es natural; y usted se ve aún joven y puede rehacer su vida… Y no es por nada, porque a mí, cuantos más clientes, mejor, pero entiendo que la gente debe superar las situaciones… 
Y tú, que vives debatiendo entre las exigencias de la carne y las del espíritu, sonríes agradecido, y las miras un tanto azorado mientras te preparan un ramo de doce claveles rojos. 
Y las jamonas, dale que dale, con la cantinela: 
—…como le digo, debe usted buscarse otra mujer que llene su vida en la medida de lo posible.
Y tú, débilmente, que no deseas otra mujer, que tu corazón está ocupado por la única, óiganlo bien, la única, la verdadera mujer de tu vida. 
Y ellas, machaconas, insistiendo: 
—Usted todavía debe tener necesidades, y la naturaleza es la naturaleza, y hay que respetarla —y manifiestan sus opiniones entre sonrisas maliciosas y leves e intencionados movimientos de cadera al mismo tiempo que lían el ramo. 
Y tú te agitas en la duda de si las floristas se insinúan o es tu imaginación, es decir, la apreciación normal de un hambriento al que todo le parecen solomillos. Sientes un leve agobio cuando piensas en la actitud que mantendrás cuando te salga al paso una proposición aceptable, ya que, si bien hasta ahora has salido airoso de cuanta tentación se te ha cruzado, que, por cierto, no han sido muchas y ninguna revistió trazas importantes, y se podría decir que fue tu timidez natural más que tus conceptos personales lo que ha impedido que gestiones una relación desde tu iniciativa, y te preguntas qué harás el día que tropieces con un asunto asequible y suficientemente atrayente. ¿Estarás preparado para mantener la firmeza de esa postura que pregonas a los cuatro vientos? Debes asumir que lo que alienta tu postura, lo que incita tu posición, proviene de una razón moral: si sientes a Angelines cerca de ti; si notas la presencia de su espíritu junto al tuyo, si ella está en tu corazón y todo tu ser está invadido por ella, y ella es el único estímulo que recibes al caminar por la vida, sin que importe realmente que su presencia sea fruto de tu imaginación u obedezca al misterioso fenómeno de un mecanismo universal, al acceder a una relación, aunque sea exclusivamente carnal —algo que, siendo tú como eres, es difícil entender—, no puedes esconder a Angelines en un armario mientras te revuelcas con otra, mientras estás en los brazos de otra mujer, porque, además de minar tu conciencia, puedes apartarla a ella de ti definitivamente y te verías abocado a nuevos desamparos; incrementarías tus remordimientos, y podrías caer en el abismo del autodesprecio…

jueves, 4 de abril de 2013


Trataré de exprimir 
algunas gotas de dulzura
Sí, más o menos voy saliendo adelante y viendo las cosas con mayor claridad… Pero, claro, eso lo digo ahora y mañana pensaré o haré las cosas de otra manera, me desesperaré o haré como dice el poema de Herman Hesse, 
«Y trataré de exprimir algunas gotas 
de dulzura de mi temor y mi tristeza. 
Después escucharé el viento y la lluvia. 
Lucharé contra los latidos de mi corazón, 
desearé la muerte, 
temeré la muerte, 
imploraré a Dios. 
Hasta que pase todo, 
hasta que la desesperación se fatigue, 
hasta que consiga algo parecido al sueño y al consuelo. 
Así era entonces, 
así seguirá siendo hasta que llegue el fin. 
Una y otra vez tendré que pagar con estos días mi vida hermosa y amada. 
Una y otra vez volverán estos días y noches, 
el miedo, el hastío, la desesperación… 
Y aún así viviré, y aún así amaré la vida». 
Aunque, claro, mi inconsistencia es mi problema. 
Pero, por lo menos, cuento contigo, dulce Angelines. La mayoría de las cosas las rectifico o las mantengo pensando en ti, en agradarte a ti, en responder a tus deseos, o en tratar de quedar bien contigo. Y lo curioso es que noto tu ayuda, advierto tu apoyo. Los días que tú no estás presente en mi corazón, noto un vacío inmenso (como me ocurrió recientemente). Así de extraña es la vida y hay que aceptarla como es. Si en realidad eres tú o es mi imaginación quien elabora mis argumentos, hay que aceptarlo porque de alguna manera se está operando un milagro… Porque la vida es eso: un cúmulo de milagros, un diálogo permanente con las sombras, con uno mismo y con los demás, y formarse imágenes, y tener sueños, y elaborar ambiciones espirituales, y creerlo o no creerlo, según te dé, ya que en el fondo eso es lo que te ayuda a vivir, tanto lo procedente como lo improcedente. Y no deja de ser maravilloso cómo he prolongado tu vida, cómo te he hecho permanecer aquí y contribuir de alguna manera a que sigas viva para mí, con todo y los días de desarraigo, o de ausencias mortificantes. Creo que esa es la enorme ayuda que se nos da a los que somos mayores: que podemos construirnos una vida y, despojados de ambiciones materiales, analizar las cosas de otra manera.