sábado, 28 de julio de 2012



Yo vivo, tú vives, él vive…
Dentro de esta vida quieta, deliberadamente aburrida, en retiro permanente, desprovista de encantos, de fragancias femeninas y complacencias mundanas por donde me suelo mover ahora, entretengo, calmo mis ansiedades, las sostengo, puede que las multiplique, entrando a menudo en mi ser interior y analizando los fundamentos y las tendencias, los demonios que me habitan.  
Ante tal exploración, trato de ser todo lo diligente y sincero conmigo mismo, tanto como mi constitución mental me lo permite, aunque no sé con certeza adónde intento llegar o qué es lo que me preocupa de mis a veces dispares comportamientos, como no sea que ande emperrado en la reconstrucción de mi maltrecho sentir o en el intento de aligerar mis fijaciones o modificarlas. Pero, no obstante la confusa intencionalidad, ignoro si en el escrutinio, en el ejercicio de la doma, mis querencias, las más pérfidas, se me ocultan como conejos asustados, quitándose del camino con la intención de no ser notadas. En mi cabeza hay tantas cosas dando vueltas que, a la hora de reflexionar, mi habilidad para concentrarme es prácticamente nula: generalmente mi pensamiento tiende a salirse del cauce, hasta el punto de que, a veces, comienzo la sesión meditando, por ejemplo, sobre la extraña composición orgánica del cuerpo humano y, cuando quiero darme cuenta, me encuentro tratando de recordar el resultado de un partido de fútbol entre el Patachueca y el Benito Cármela. 
Ante tal situación no puedo dejar de considerar que aquí, en este proceso, quizá se dé un caso instintivo de autoprotección, un intento de evitarme caer en la locura, porque en aquellos momentos que alcanzo la concentración y logro seguir el hilo de mi pensamiento sin que me vea interferido por digresiones impuras, en el fondo de mi ser aparece una decepción de mí, un remordimiento hiriente y destructivo. 
Pero tampoco es cuestión de sacar las cosas de quicio produciendo la impresión de que cada vez que hurgo en mi pasado, sólo obtengo sentimientos de frustración. El desajuste proviene de la creencia de que en mi vida no hice todo lo que debía hacer y, en cambio, hice lo que no debía. Es decir, pienso que no se cumplieron muchas de las expectativas cifradas en una persona como yo, a quien se atribuían grandes capacidades, porque, si bien en mi infancia fui continuamente censurado y tachado de empedernido embustero, de travieso impenitente e irrespetuoso, también es cierto que me harté de oír el tópico de «qué pena, con lo listo que es…». Y, lo mismo si era cierto como si no, de tanto escucharlo acabé por creérmelo, y ahí fue cuando me enfermé de un complejo de superioridad, o elaboré una idea falsa de mi propio valer, algo que me convirtió en un ser individualista y pretencioso, en alguien que llegó a dar por hecho que en el futuro sólo me esperaba el éxito. Que, fuese cual fuese el camino elegido, todo estaba al alcance de mi mano… Tal vez éste pudo ser el gran inconveniente de mi vida. 
Aún así, hay ocasiones que percibo contraseñas, indicios, flashes de que mi vida no ha sido tan desatinada ni tan desequilibrada como la considero a ratos. Por ejemplo, siento cierta íntima satisfacción al constatar que hay personas que me envidian, o que sienten admiración por esa vida inquieta y aventurera que ha sido mi constante. Tengo un pariente que me decía que lo mío sí se puede considerar como una vida plena. Y no la de él, siempre encerrado en aquel Banco donde trabajó, sin alicientes señalados, solo esperar a que llegara el fin de mes para cobrar, o con conversaciones deslavadas y casposas…
Y es que la vida es eso: una inconformidad constante.

lunes, 23 de julio de 2012


Esta España de pandereta…
En realidad, esta España de hoy, si la juzgamos por su desastroso funcionamiento, por la falta de capacidad de sus dirigentes, por la ausencia de patriotismo —profundo y verdadero—, por su bajo nivel de competencia, por sus pillos y sus mangantes, solo genera desconfianzas, dudas, recelos, sospechas, incertidumbres. No digamos ya en lo que se refiere a la política o a la calidad de los sucesivos «equipos que nos han gobernado y nos gobiernan», sino que el fallo se generaliza en la contemplación general, o sea, por ejemplo, en los periódicos —que dicen lo que les conviene y callan lo que les interesa—, en los sindicatos —que sólo van a por lo de ellos y no a por lo que beneficia a los ciudadanos—, en las medidas económicas desacertadas, en la vida y el proceder del ciudadano en general, en todo aquello que se refiere a nuestra verdadero estatus dentro de la Unión europea, en el futuro que nos aguarda… Se utilizan argumentos que tienden a confundir o se expanden ideas que sólo tienen un fin: hacer cada vez más erráticas las opiniones del ciudadano o confundirlo más de lo que está, tratando de engañar a las agencias financieras para que ignoren nuestro verdadero nivel. ¿Quién nos dirá la verdad sin mezclarla con intereses personales? Me pregunto: ¿cómo Rajoy ha podido cambiar tan radicalmente su discurso? Porque desde lo que ofrecía al pueblo español cuando estaba presentándose como candidato a lo que propone ahora hay una diferencia abismal, desquiciada, enfermiza. Entonces, es decir, en los días de la campaña, su discurso era uno y, una vez que ha sido elegido, lo ha cambiado radicalmente. Las únicas explicaciones que se me ocurren son, uno, porque no sabía a lo que se estaba comprometiendo; dos, no estaba al tanto y no entiende la verdadera situación económica; tres, trataba de engañar a los ciudadanos con tal de llegar al poder; cuatro, vive en un mundo de fantasía (como su antecesor Zapatero). Porque si el mal proviene de la etapa de Zapatero, ¿por qué no se denuncia con voz potente y decidida? ¿Por qué no se cortan cabezas? ¡Pues porque son los mismos perros con distintos collares! Se me dislocan los dedos al escribirlo, pero ¿necesitamos a un Franco para que ponga las cosas en orden? ¿Tan maldito es el pueblo español que no sabe gobernarse? 
Porque esta España de ahora está igual o peor que la del año 36, 37, y 38…   
Palenzuela, el pueblo extremeño donde se ha descubierto una corrupción superlativa, es un símbolo: en España hay miles de pueblos igual.
Y, conste: yo salí de España huyendo del franquismo… 
Pero, hay veces que, irremediablemente, padezco la angustia, la pesadumbre, la ansiedad, el tormento, de ser español…

martes, 17 de julio de 2012


«¿Qué pasaría si pasara?»
«¿Qué pasaría si pasara?» como dice una popular canción brasileña. Es decir, me refiero al problema de las «regiones» españolas (¡Perdón!, quise decir Autonomías, con mayúscula aunque, eso sí, un tanto forzada). Supóngase que el Gobierno propone que se efectúen referendos en aquellas comunidades que «sufren» el conflicto histórico (la mayoría de las veces inventado) permanente en relación a su independencia o, mejor dicho, que están todo el día rebozándonos por el hocico el tema de su independencia… Y nos referimos al País Vasco, Cataluña, Galicia, tal vez Asturias, y pudiera ser que Andalucía, mencionados por el orden que impone su obcecación. Supongamos que antes de efectuar las campañas de dichos referendos se hace saber a los ciudadanos con voto, los antecedentes, los pros y los contras que tal paso conllevaría: por ejemplo, salida automática de la Unión Europea y del Euro; creación de una moneda propia —con un valor muy bajo casi seguro—; sufragar la parte que les corresponda de la deuda exterior contraída por España; abandono de sus equipos de fútbol, baloncesto, etc. de las correspondientes ligas españolas; creación de sus propias estructuras de abastecimiento interno (luz, agua, petróleo, gasolina, etc); fundación de sus propias embajadas y consulados en el exterior; modificación de sus códigos penales, sus leyes en general, su policía, y crear su propio ejército; implementación de sus pasaportes  «nacionales» y sus carnets de identidad, entre otros e innumerables asuntos complicados. Supongamos que una vez puestos en antecedentes los ciudadanos, se efectúan los referendos consiguientes y donde ganen los separatistas, se les da la independencia de inmediato y sin más remilgos; donde ganen los que defienden la integración, pues continúan como están. Y, en adelante, ya no se vuelve a decir ni una palabra más sobre el tema, ni se vuelven a hacer ademanes demagógicos, ni lloriqueos, ni quejas como han hecho hasta ahora los separatistas.
¿Y qué pasaría después? ¡Pues no pasaría nada! Al contrario, lo que quedara de España sería más España, no se avergonzaría de cantar el Himno, ni de exhibir la bandera, ni le soltaría rechiflas al Rey, y todo el mundo se sentiría orgulloso de ser español. La vida a partir de entonces sería más tranquila, más llevadera, más aceptable. Nosotros, los castellanos, los leoneses, los cántabros, los aragoneses, los valencianos, los extremeños, una mayoría de los navarros, seguiríamos siendo tan felices o tan desgraciados como lo hemos sido hasta ahora. ¿Que ha pasado en la antigua Yugoslavia? ¿Qué ha pasado en la antigua Checoslovaquia? ¡Nada! Al contrario: tal vez ahora existe más tranquilidad y se acabaron para siempre los atrasados y provincianos nacionalismos, las perversiones nacionales, los engaños… Aunque eso sí, han perdido categoría como país y se enfrentan una mayor pobreza…
No hay duda de que los nacionalismos tercos y obcecados son propios de gente atrasada y regularmente civilizada. ¿Qué beneficios creen que van a recibir con la independencia además de ver aumentada su miseria? A mí, castellano de pura cepa, me tiene sin cuidado que Cataluña se quede o se vaya. Es más, si se van, España, los españoles, reaccionaría más positivamente. Es decir: los que estamos aquí es porque queremos ser españoles… ¡Ah! Y después no estaríamos oyendo después los llantos en el muro de las lamentaciones, o esos despropósitos que se oyen constantemente, como los relacionados con los dirigentes del Brasa (que Dios confunda)…

domingo, 15 de julio de 2012


El perturbador paso de la vida
Me mortifica considerablemente que, ahora, a mi «edad tardía», me enfrente a un sin fin de «prohibiciones» al tratar de acceder a muchas de las facetas esenciales de la vida, a las cuales antes tenía acceso con absoluta facilidad y las encaraba con despreocupación. De todo este conglomerado de asuntos que se me niegan, lo más grave es que todavía las anhelo aunque mi físico ya no responda. O sea, que esto viene a demostrar que hay una falta de afinidad y coordinación entre lo físico y lo mental, y entre la vida predeterminada y la vida real. 
Por ejemplo, está el caso de los alimentos: muchos de los que antes eran mis favoritos —el chocolate, el café, el jamón, el queso curado, los callos, la morcilla, el bacalao, el chorizo picante y el de Cantimpalo, etc.—, ahora me he visto obligado (como un acto heroico) a borrarlos de mi lista de preferencias: por ejemplo, aquellos que contienen sal (tengo la sal prohibida por el tema de la tensión); los que producen colesterol (por el asunto de la circulación); los que contienen cafeína; los que me exigirían un aparato digestivo bien organizado (del cual yo carezco…). Pero esto no es nada y lo podría soportar (y de hecho lo soporto, porque a todo se acostumbra uno…), lo peor de este asunto relacionado con la edad se refiere a los sentimientos del amor. Sin que aluda solamente al amor físico —aunque también a ese—, puesto que de él me da buena cuenta la propia Naturaleza procurándome la disminución del ímpetu y restándome energía, y haciendo que la necesidad vaya disminuyendo. El verdadero problema del amor en mi caso de hoy, está relacionado con el amor espiritual, el afectivo, el que quema tu alma cuando no lo tienes. Es decir, me refiero a la compañía y el afecto femeninos. Desde que murió Angelines, mi mujer, hice dos intentos de sustituirla, y los dos fracasaron. En parte porque, instintivamente, siempre buscaba a alguien que se pareciera a ella, y eso resultó imposible: buscaba su misma sensibilidad; su misma dulzura; su mismo sentido de la pertenencia de uno a otra y de otra a uno, y del amor en vasos comunicantes, ese amor que se expresa con una mirada, con una sonrisa, con un abrazo, con un simple gesto; anhelaba esa compañía femenina que complementa la composición de uno, en lo bueno y en lo malo…  La falta de dichos afectos, al no contar con ellos, suponen uno de los hechos más trágicos de la vida, puesto que te introducen en la soledad espiritual y determina que la vida carece de sentido. Y te hace ver claro que la Naturaleza, mientras te necesita, te lo da todo (o casi todo), pero cuando pasas a la situación pasiva y te presentas ante ella con un físico en disminución de facultades, todo te lo niega. No importa que hayas tenido una vida ejemplar (de la cual yo, por desgracia, no presumo). Desde la inesperada muerte de Angelines, mi compañera de toda la vida, han pasado doce años, y mi recuerdo, mi nostalgia de ella no solo no decae, sino que es cada día más fuerte. Para mí la presencia de mi mujer en mi vida me daba veracidad y consistencia, autentificaba mi existencia, me convertía en un ser importante porque me sentía necesario para otro ser; me hacía merecedor de un amor aunque puede que no lo mereciera…

sábado, 7 de julio de 2012


Cuando abrí los ojos al mundo…
Cuando abrí los ojos al mundo y tuve las primeras nociones del maravilloso esplendor de la vida, lo capté profundamente a pesar de que, en aquellos momentos, había en España una guerra, una guerra desastrosa de españoles contra españoles. Luego supe que se trataba de una de tantas en nuestra desbarajustada historia… Nosotros, la familia, nos habíamos trasladado recientemente a Madrid viniendo desde Burgos, lugar de mi nacimiento. Vivíamos en la calle Ríos Rosas y como enfrente de mi casa había un cuartel (antes convento de monjas), levantaron una barricada en los dos extremos de la manzana donde vivíamos: una en la desembocadura a la calle Bravo Murillo, y la otra en la de Santa Engracia. Fueron los mismos soldados quienes arrancaron los adoquines de la calle para construirlas. Y a mí me pareció algo glorioso. Era como vivir en pleno frente de guerra. Yo estaba entonces entre los 5 y los 7 años y mi recuerdo de aquellos días se compone de escenas descabaladas, hechos surrealistas, modos desaforados, malos olores, falta de comida, peleas en las colas, situaciones peligrosas, colas de indigentes a la puerta del cuartel para recibir las sobras de la comida de los milicianos. Ocurrían también diferentes frases y hechos que desfiguraban definitivamente el «arte» de vivir. Por ejemplo, se hablaba mucho de «tiempo normal» aunque yo no sabía lo que era. Aquello era como si vivir consistiera en una especie de representación… Aunque yo no me daba mucha cuenta de la realidad y de si estaba la vida desfigurada o no. Mis dos hermanas y yo nos pasábamos la vida enclaustrados en un cuartito interior de nuestro piso, donde pensaban los mayores que estaríamos más protegidos. A la calle apenas nos dejaban salir. Claro, había unas etapas de calma que eran menos peligrosas y entonces sí nos permitían juntarnos con nuestros amigos de la zona.
De todos modos el hecho de vivir me parecía un suceso maravilloso lo mismo si había guerra, como si no la había.
A los pocos días de acabada la contienda, se presentó en Madrid mí tío abuelo Adolfo a recogernos a los tres hermanos para trasladarnos al Crucero, un caserío situado en la Merindad de Montija, al norte de la provincia de Burgos. Allí vivían mis abuelos en una casona de dos pisos con un jardincillo delantero. Felipe, que era veterinario, y Mónica, ama de casa. 
Este suceso representó el gran acontecimiento de nuestra vida. Después de tres años enclaustrados, el Crucero parecía la mejor figuración que se haya visto del Paraíso Terrenal: huertas, árboles frutales, montañas, vacas, corral con gallinas, patos, conejos; caballos, aire libre, río, pesca, la siega y la trilla… A veces, mi abuelo, cuando tenía que visitar a un animal enfermo o asistir al parto de una vaca o una yegua, emparejaba el caballo a la tartana y nos llevaba a sus tres nietos con él. Y mientras arreaba al caballo y sonaba el collar de cascabeles al ritmo del trote, él y nosotros cantábamos canciones campestres. Ese recuerdo no se va de mi mente ni se me irá jamás. Después, si se trataba del parto de un animal, a los niños no nos dejaban presenciarlo porque en aquella época a los niños los traía la cigüeña, sin importar que se tratara de personas o de animales. Mientras esperábamos afuera, el dueño o la dueña de la casa nos preparaba un chocolate con rebanadas de pan y mantequilla. ¡Todavía tengo el sabor de aquellos manjares incrustados en mi paladar! El hecho de haber vivido la guerra en Madrid, nos convertía en una especie de seres llegados de otro mundo, y mientras esperábamos en la calle o en la entrada de la finca a que pariera la mula o la vaca o lo que fuera, la gente se nos iba acercando para mirarnos y hacía comentarios sobre nuestro aspecto (que les parecía muy «fino») y nos preguntaba si habíamos tenido miedo y esas cosas.
(La deteriorada casa de mis abuelos en la actualidad. Foto tomada de Google Earth)

miércoles, 4 de julio de 2012



    ¿Quién o qué me gobierna?

¿Existe alguien o algo que mande en mí, o que dirija mis pasos, o que interponga mi propia conciencia ante ciertas acciones desajustadas, y que me las impida o me las aliente, según su calibre y tono moral? ¿Soy en verdad el dueño de mí? ¿Por qué razón soy el que soy más allá de las ordenanzas genéticas y otras combinaciones orgánicas medio chapuceras? ¿Por qué mi vida es una sucesión de hechos estrafalarios, dignos, censurables, encomiables, situaciones que harán presa de mí desde que nací hasta que me muera y, después, cuando acontezca mi muerte, irán quedando paulatinamente en el olvido? ¿Cómo puedo saber quién era y cómo pensaba aquel antepasado directo mío que vivió cuatro o cinco generaciones atrás? Además de que no tenía conciencia de mí, y ni tenía idea de que yo un día vendría al mundo. Creo, en verdad, que la vida solo nos necesita mientras estamos vivos, mientras somos capaces de reproducirnos, mientras sentimos amor, odio, envidia, pasión, celos… Después ella misma nos va apartando. «Tú ya no sirves», nos dice, «¡Que pase el siguiente!». 
¡Qué vacío nubla tus ojos cuando vas camino de desaparecer! Y, al final, te preguntas: ¿Qué he dejado a mi paso? El amor que sentí por Angelines, ¿fue un  engaño de la Naturaleza para que la dejara preñada cuantas más veces mejor? Mientras uno vive piensa que es el único ser, que sus obras son más grandes de lo que son en realidad, que la vida, toda ella, está fabricada solo para mí, para mi disfrute venturoso, o para mi desconsuelo o mi consuelo. Los demás, los que giran en torno a cada uno de nosotros, nos parecen nuestros comparsas, los que amenizarán la función que hemos venido a presenciar…
Pero no me queda ninguna duda de que la vida es, esencialmente, reproductiva. «Creced y multiplicaos», dijo el Dios de la Biblia, pensando en llenar sus almacenes de brazos que trabajaran. El sexo, la práctica del amor, una intensa noche de sexo que nos parece sublime, no tiene otro objetivo sino ése: traer seres al mundo. Claro, hay ciertos sentimientos que fueron viniendo después de lo que entonces no pasaba de ser un simple «mete y saca»; es decir, a medida que el ser humano se fue «civilizando», y dio entrada en su espíritu a la sensibilidad, la afectividad, la ternura, la delicadeza, la pasión… Y el amor, el sexo, se fue envolviendo en actitudes espirituales, poéticas, tiernas y vehementes, amenizada con dulces suspiros.
Lo que me preocupa es si sería ese el plan de la Naturaleza o el Creador desde el inicio, o sea desde el momento que apareció en escena la partícula original, el boson de Higgs, esa «cosa» de la que se habla tanto ahora y que, según los científicos que mueven el acelerador de partículas, fue la que inició todo este desaguisado tan encantador…