sábado, 26 de marzo de 2011



¿Fue realmente el fin de la guerra?


Debo reconocer que los días que siguieron al fin de la guerra fueron emocionantes, tanto que aún permanecen en mi memoria sin que importe que haya pasado tanto tiempo. Comenzaba la primavera, estación que en Madrid tiene un significado especial y que anunciaba —según me decían— que se habían acabado los días fríos y grises y comenzaba la maravillosa etapa primaveral, o sea, traducido a los intereses de un niño, significaba vida al aire libre, fiestas, aves, flores, parques y alicientes inacabables. Y si esta etapa promisoria de la naturaleza se asocia con el momento de concluir una guerra como la que habíamos sufrido durante poco menos de tres años —y que nos había mantenido arrinconados en casa—, es posible imaginar la enorme felicidad que se desprendía de ahí. Repentinamente nuestra casa, mantenida la mayor parte del tiempo con las ventanas exteriores cerradas y los postigos echados, fue inundada por la luz exterior. De buenas a primeras pasamos de casi vivir en la penumbra a la claridad más deslumbrante, con una vida inusitada, llena de ajetreo, con un movimiento continuo de personas, que entraban y salían, que reían sin razón, excitadas y hablándose a gritos y, sobre todo, haciendo planes para el futuro, para un futuro inmediato. «¡Me voy a Valladolid!» oí decir a la señora del tercero B, y a mí, de acuerdo a su descripción, Valladolid me parecía una especie de paraíso… Se hablaba continuamente de ese mañana que antes ni se presentía, y ahora lo teníamos ahí, pleno de promesas y esperanzas. Aunque, claro, también podía venir cargado de amenazas y deshonras porque ya para esos días la mayoría de los adultos comenzaban a parecerme unos seres de los que no te podías fiar…

Desde la calle llega a mis oídos el murmullo de las conversaciones, la animación, el afán festivo de la gente. ¡Y yo con sarampión! ¡No puedo permitir que se me prive de participar en la alegría general! Sin solicitar permiso, salto de la cama, salgo al pasillo, veo que la puerta de la calle está abierta, y me dirijo hacia allí.

Los vecinos, reunidos en el rellano, manifestan su alborozo.

Florencia me ve y me detiene.

—¡Cintín! ¡Vuelve a la cama ahora mismo! ¿Es que quieres coger una pulmonía?

Y en eso estamos cuando nos sentimos paralizados de nuevo: nuestros oídos, habituados a la detección de todo ruido amenazante, captan el inconfundible sonido de una escuadrilla de aviones sobre nuestras cabezas.

—¡No puede ser! —exclama Florencia furiosa—. ¿No dicen que ha terminado la guerra? ¿Es que no han tenido suficiente y vienen a rematarnos?

La gente, al escuchar el rugido procedente del cielo, se refugia en sus casas. Si tienen que morir lo harán abrazados con los suyos. Flor me toma de la mano y entramos. Cuando ve que todos están asomados al balcón, les previene.

—¡Quítense de ahí! ¿No oyen que viene una escuadrilla?

—No, chica —dice mi madre con gesto de estar comunicando un hecho fastuoso— Son los nacionales, que están entrando en Madrid…

Y como advierten que estoy decidido a no perderme detalle, me arropan con la colcha de mi cama y me permiten asomarme…

Hay banderas en los balcones. Algunas elaboradas apresuradamente. La mayoría es diferente de aquella cuyos colores me habían hecho recitar en la escuelita del Hospital Militar de Maudes donde íbamos con mi madre mientras ella ejercía como puericultora voluntaria:

—¿Qué colores tiene nuestra bandera?

Y yo, con mi vocecita de niño repipi pero sabihondillo, contestaba:

—¡De color colorao, amarillo y morao!

Nuestros vecinos más próximos, señalados como gente muy afecta a los nacionales, y que tenían oculta en su piso a una pariente que, según Florencia, era una monja huida del convento —y descubierta por mí desde una ventana del patio—, habían fabricado una extraña bandera: sobre el fondo amarillo de una colcha (entonces todas las colchas de las camas eran amarillas…), habían cosido dos flechas en tela blanca, cruzadas, que coincidían con el símbolo de los requetés o del Vaticano, no estoy muy seguro. Otros, había puesto en el balcón la bandera de los vencedores —rojo, amarillo y rojo—, y los había quienes, sin saber lo que hacían, supongo, habían colocado la bandera de Inglaterra, que en realidad no se trata de una bandera, porque si la miras bien, verás que es una bandera tachada…

Mientras, allí, asomados a su balcón, exageradamente excitados y conmovidos, están todos los miembros de la familia vecina, incluida la monja, que para ese momento ya está vestida con su hábito —algo que era contemplado por mis ojos por primera vez en mi vida—, destacando su acné más que de costumbre, quizá debido a que la toca se apretaba a su cara. Ella me miraba de reojo, con disimulo, pero con una sonrisa de suficiencia, como queriendo decirme: «¡Ya ves. Ganaron los míos. Ahora el que se va a tener que esconder vas a ser tú…».