martes, 29 de junio de 2010


¿Soy sólo un instrumento reproductor?


Por mucho que yo quiera prescindir del sexo; por más que desee erradicar de mí persona todo aquello que me identifica como un individuo «freudiano» (denominación aplicada por algunas corrientes psicoanalistas para describirnos como afectos o sometidos primordialmente a la tiranía de la libido), no dejo de considerar la importancia del acto sexual para la vida. Y no solo contemplado desde el sentimiento del placer, que también importa —y mucho—, sino porque involucra profundamente al espíritu y a la vida afectiva. ¿Habrá en el mundo una emoción más grande que el nacimiento de una hija o un hijo? Creo que nada pueda igualarse.

Pero, por mi parte, una vez cumplido el «encargo» de la Naturaleza, y considerando que a mi edad el acto sexual resulta un tanto grotesco, poco saludable y hartamente espinoso, decido comprobar si en la vida se puede prescindir de tal premisa y ser simple y exclusivamente una «persona sin ataduras sexuales», es decir, alguien que trate de anteponer el espíritu a la materia.

Comentaba el Dr. Vallejo Nájera en uno de sus libros el caso de uno de sus pacientes mayores que le manifestaba su felicidad tras haberse librado de la tiranía del sexo. Se sentía libre y su apreciación de sus prójimos y prójimas ya no estaba sometida a las características físicas, sino a la calidad moral… Y en lo referente a su propia condición, decía que si él se veía limitado en sus funciones físicas, en cambio, en su capacidad espiritual se habían multiplicado las sensaciones. Ahora su espíritu profundizaba más en todo; amaba con más enjundia; de su mente se habían borrado los pensamientos que interrumpían el fluido hacia la vida mística y todo lo relacionado con su entendimiento…

Vida mística, espíritu, trascendencia… ¿Es esto posible?

Tengo algunas dudas: ¿Estaré eligiendo este camino porque no me queda otro remedio dadas mis circunstancias o por aquello del deseo que tengo de elevar mi espíritu y mis ansias de trascendencia? Es decir, ¿lo habría elegido en cualquier otra situación que me correspondiera vivir? ¿Cómo sería mi vida hoy si mi mujer estuviera aquí conmigo? Desde luego, como ésta que trato de implantarme ahora, no sería. Porque cuando el «equipo» está formado por dos jugadores, como estábamos nosotros, tienen que estar ambos de acuerdo. Y, además, yo no desearía ningún cambio. Por lo pronto, la vida sexual entre nosotros no se había terminado… Y no lo digo por presunción, sino porque así era. Había disminuido, desde luego, pero nos habíamos adaptado muy bien a la edad, y entre nosotros no existía el menor fingimiento. Angelines no era de las que decía «hoy no porque me duele la cabeza». Su deseo lo expresaba con toda claridad: «Hoy no me apetece», decía, y yo lo respetaba, o —si estaba muy urgido— sabía que «botones» tenía que tocar para que el deseo apareciera… También, a pesar del tiempo que hacía que estábamos casados, nuestra conversación era fluida y comunicativa. Había mucha entendimiento entre nosotros. Ella se interesaba por todo lo que yo hacía y yo me interesaba por lo que hacía ella, y juntos lo pasábamos bien en cualquier momento. Y siempre nos reíamos mucho, sobre todo a ella le divertían «mis gracias» y mi sentido del humor. Es decir, si estuviera viva, nuestra vida apenas habría cambiado. En algún lugar tengo escrita una pieza literaria refiriéndonos a la etapa final:

«Dices que tienes la impresión de estar viviendo otra vida, no la tuya, no aquella que creíste que vivirías; es decir, no la que anhelabais Angelines y tú, que alentaba afanes sedentarios cifrados en el sosiego, en la ausencia de brusquedades y agobios, basada en una vida interior intensa, infundida de naturalidad, de lealtad y comprensión entre vosotros, que se generaría en el amor profundo y delicado experimentado por dos personas maduras que ansían alcanzar la felicidad comprometidos con la vida sencilla.»

Claro, pienso que es probable que dentro de esta vida mística y espiritual en la que voy entrando, ahora mi relación con ella será más intensa…


La fotografía que encabeza este artículo es de mi amiga María Dolores. Gracias.

sábado, 26 de junio de 2010


Mis «enfurecimientos» de hoy


Ahora, en esta etapa avanzada de mi vida con la que me toca «bregar», no deja de sorprenderme cómo permanecen o sobreviven adheridas a las «paredes» de mi alma, ciertas actitudes del pasado reconocidas como necesidades perentorias, y me hacen enfrentar algunos desvelos que a estas alturas son considerados inútiles o molestos, y cuya uso a mi edad no tendría razón de ser. Me refiero a afanes que si bien eran propios en los días de juventud y primera o segunda madurez, ahora no debían de ser requeridos o no debían de ser requeridos con la misma urgencia de antes. Y es que, según aumentan mis años, más advierto que en cada etapa de la vida uno debe requerir distintas necesidades, someterse a otras pautas, e interesarse por diferentes sistemas…

Por ejemplo, están los afanes casi permanentes y obsesivos del amor…

¡Ay, el amor!

Más de una vez he expuesto aquí que ese amor superficial —o sea, el que se manifiesta por la necesidad de ejercitar el sexo— es uno más de los divinos requerimientos o trampas que nos propone la Naturaleza con el fin de que nos reproduzcamos —aunque la necesidad de esa reproducción no esté muy clara tanto para la ciencia como para la religión—.

El hecho de que estemos casados o no, incluso, que se sea homosexual o se sea lesbiana, o no se esté interesado en procrear, a la Naturaleza le tiene sin cuidado. Ella nos ha presentado el deseo para que nos multipliquemos, y punto, y lo ha hecho como un requisito general, algo que forma parte importantísima de la maquinaria de la vida, y no anda considerando cada caso en particular. Luego, según van pasando los días, si hay buena sintonía entre los dos seres que se unen para practicar el sexo, puede surgir otra clase de amor: más espiritual, más profundo, más verdadero, pero, en origen, quien es el encargado de promover todo este atractivo tinglado, es el deseo sexual.

En mi caso, y puesto que ya he pasado por todas las etapas de la vida, me siento en condiciones de opinar con cierta autoridad. Y vengo a decir que es ahí, en esa función, donde veo cierta falta de consideración de la Naturaleza (o de Dios, si usted cree que es él quien nos ha dado la vida), porque aunque el deseo sexual disminuye con los años, eso no significa que desaparezca del todo.

Y a tal incongruencia quiero referirme.

Cuando la pareja permanece unida, la práctica del sexo, aunque si bien decrece con el paso del tiempo, no hay duda de que está más al alcance, pero en lo/as viudo/as o divorciado/as mayores los contactos son más infrecuentes. En mi caso, viudo y «sin perrito que me ladre», aún considerando que me he propuesto mantener una fidelidad firme a mi esposa (se la merece, porque cuando estábamos casados cometí algunas «diabluras»), suelo rehuir el contacto sexual con personas del sexo opuesto y de mi edad por considerar que para encontrar atrayente físicamente a una mujer mayor, hay que haber envejecido con ella y, al contrario, para que una mujer encuentre todavía atractivo a un hombre mayor, tiene que haber envejecido con él. Es la única forma de no advertir de una forma violenta la destrucción física operada por el tiempo. Claro, sin que deje de admitir todas las excepciones inherentes al caso…

Yo, dentro de los cuestionamientos espirituales que intento proponerme, y en mi afán de ser cada día más persona humana, intento someterme y mantener en mí un profundo sometimiento a lo que creo que en verdad es la vida, y distinguirlo de lo que creo que no lo es; después, trato de fomentar una elevada comprensión hacia las personas sin que importe la complejidad y diferenciación respecto a mí de su pensamiento y actitudes. Y el sexo, que no deja de ser un sentimiento animal, ya no es tan necesario para el incremento emocional. Por eso lo he dejado, digamos, semiencerrado bajo siete llaves.

Pero, a mí ahora nada me saca de quicio. Nada me enfurece. Y podría afirmar que nada me deprime… Ese es el goce de la vida. Y afirmo que existen actitudes, acciones y placeres que están muy por encima del sexo. Y a ellos me consagro. Como escribió David Foster Wallace —un escritor cuyo pensamiento me entusiasma—, trato de «mantener con vida esos elementos humanos y mágicos que viven y brillan a pesar de la oscuridad de los tiempos».

martes, 22 de junio de 2010


El equipo que nos dibuja


Esta heterogénea mescolanza de elementos que nos hace como somos y nos da la vida; ese raudal de influencias sedimentadas en nuestro corazón provenientes de una condición genética heredada, y que nos diseña por dentro (y tal vez por fuera), y nos presenta tal como somos, o sea, que nos configura de una manera determinada, y nos convierte en simpáticos, o en huraños, en surrealistas o en seres alegres, o en embusteros, fatuos, honestos, curiosos, aburridos, extrovertidos, elocuentes, sarcásticos, tontos, listos…

Cuando yo me introduzco en mí y exploro ese mundo excéntrico y desorbitado donde habitan mis genes, me digo que el hecho de ser, por ejemplo, idiota o listo, no es culpa mía: es una condición implantada por algo ajeno a mí, algo que representa la verdadera fuerza de la vida, y que igual podría haberme convertido en un ingenuo inocentón que en un tipo brillante y activo, o en un inventor de algo que produzca la elevación genital sin necesidad de recurrir al malvado biagra, o me hubiera conformado como un perezoso sin remedio, o como un individuo imaginativo que ve elefantes rosados volando a su alrededor, o en un atolondrado, o en un ambicioso insaciable… ¡Qué sé yo!

Y cuando veo que todas nuestra mañas, nuestras destemplanzas nos las impone el equipo de cromosomas que nos habita, utilizando el material disponible que fue arribando en mis entrañas cuando alcancé la categoría de feto, y que venía procedente de los almacenes internos de mis antepasados, y luego se quedó ahí, encerrado, esperando a que naciera para hacerme un esperpento descarriado, o un «triunfador» descollante, o un gilipollas sin remedio… Esas partículas que fueron las que determinaron mi condición altruista o mi descarrío hacia lo roñoso, o me adornó con las características de un genio como Einstein, y lo hizo sin que importara que diera o no mi consentimiento, o decidió que no pasara de la categoría de vendedor de escobas en el mercado o de desatascador de pozos negros en la ruralía, o que llegara a presidente de gobierno, esa imposición, digo, no deja de decepcionarme porque me obliga a aceptar condiciones que no combinan conmigo, con mi verdadero yo, porque no paso de ser un producto de mi herencia genética, ésa que hay en mí, que habita en mis entrañas, y ha ido acumulando basuras, vicios, virtudes, purezas e impurezas, la simplicidad y la sinrazón que me vienen enviadas por mis abuelos y por los abuelos de mis abuelos, sin que ninguno fuese seleccionado por mí, o que se debió al albur, a la casualidad, al acaso, o a la misma —por qué no decirlo— pillerías de la Naturaleza, y tal circunstancia decidió cómo sería yo, cómo me comportaría y cuales serían mis placeres y mis odios, y no me dieron otra oportunidad que decir: ¡acepto!, además de endilgarme unos genes sí, pero otros no, alegando que la evolución de las especies no permite tomar lo que se quiera. Al menos, digo yo, me podía haber dado una mirada irresistible, que cuando la lanzara sobre Angelina Jolie, por ejemplo, ésta hubiera caído rendida a mis pies… ¡Pues no; tengo que conformarme con ser así, como soy, como ellos, los genes, decidieron que fuera!

Por esa razón, cuando pienso en esa escala retorcida y complicada del ADN, que me describen, que proyecta mis enfermedades o me defiende de ellas —pero que en ningún momento deja de pisotear mi dignidad y mi ambición como ser humano—, me sublevo un poco… Porque, además, ahora, cuando estoy a punto de cumplir mis primeros 78 años de edad, cosa que ocurrirá hoy mismo, es cuando me hago cargo del turbio asunto, y lo veo como algo que ocurre sin remedio, y sin que yo diera mi aprobación… O sea, que fui construido sin darme vela en este entierro, y sin darme la oportunidad de elegir mi estatura, ni conformar mis entrañas, o mi aparato digestivo, o mi metabolismo, ni el color de mi cabello. Y eso me invita a exclamar, ¡pues vaya desbarajuste! ¿Cómo la vida puede estar construida sobre bases tan desquiciadas? ¿Es que no significamos nada para nadie…? ¿Y entonces…?


Esa preciosa fotografía ha sido realizada

por mi hija Mónica, en una calle de Amsterdan,

Países Bajos.

miércoles, 16 de junio de 2010


Je t'aime


Dirás que tengo tendencia a mostrarme excesivamente pesado con el tema de Angelines, mi mujer. Vamos, que me estoy pasando un pelín… Y te doy la razón, porque yo también lo digo; y te confesaré, además, que entiendo que éste es un asunto ciento por ciento personal, no indicado para estar siempre exhibiéndolo por ahí como si fuese algo que nos concierne a todos… Pero, ¿qué quieres?, no lo puedo remediar. Comentar las cosas de ella, me resulta tan consolador… Es más, te confesaré algo paradójico: cuando yo era más joven y conocía casos sobre personas que tenían los mismos sentimientos que tengo yo ahora, especialmente si se refería a hombres, o sea, a aquellos que soportaban su viudedad a duras penas, me daban lástima, me apiadaba de ellos, lamentaba que pudiera llegarse a tal extremo, a un amor tan profundo pero sin encontrar correspondencia. Hasta dudaba de si era por amor o era debido a la humillación sentida ante tan cruel sino del destino. ¿Se puede depender de tal manera de otra persona, me preguntaba? Por ejemplo, aunque existen numerosos casos, uno de los que más llamó mi atención es el de Leslie Stephen, el padre de Virginia Woolf, que a partir del momento que enviudó le cambió el carácter y pensaba que la vida no había sido justa con él, y que no había nada válido ni nada tenía sentido. Y yo solía pensar: si no soportas la soledad, búscate una novia y únete a ella…

Y ahora, ya ves, ese amor, ese sentimiento irreal y confuso hacia la esposa ausente, lo «padezco» yo… Aunque mi carácter, en lugar de hacerse más arisco, se ha suavizado en honor de ella…

Porque tampoco creo que se trate de lamentos de solitario. Sí se puede sentir una situación de desamparo profundo; echar de menos aquellos momentos de comunicación intensa, de entendimiento, o añorar los sentimientos compartidos; es —en mi caso al menos— el resultado de una gran pasión descubierta después, cuando no hay forma de desahogarla. En general, es un dolor lacerante que se incrusta en el alma, al considerar que, tal vez, no se correspondió o no se manifestó un amor tan intenso, limpio y auténtico como el que recibía.

Ayer mismo veía en televisión una película que era hablada en francés, y aunque la verdad es que no la prestaba demasiada atención, de repente escuché una frase que Angelines me solía decir: «je t'aime beaucoup» (yo te amo mucho), la cual, dicha con aquella vocecita dulce y cariñosa, mimosa, casi de niña, de ella, y expresada con tanto amor, ahora, al escucharla de nuevo, sentí como si me envolviera el mismo lirismo poético y dulce de entonces. Me sentí al borde del desmayo y se me saltaron las lágrimas…

El conocimiento del francés de Angelines se debía a que había estudiado en un colegio de monjas de esa nacionalidad. Incluso, su dominio del idioma la llevó, durante nuestra etapa de novios, a dedicarse a dar clases particulares. A mí me encantaba oírselo decir, y siempre estaba con aquello de «¿Cómo se dice en francés…?». Pero esta frase de «je t'aime beaucoup» (pronunciado ye tem bocú) me resultaba hermosa, poética y tierna…

Después de escucharla en aquella película televisiva, no pude apartar de mi pensamiento los numerosos detalles que la describen como persona y como mujer: además de su enorme dulzura, el cuidado que ponía en no herir verbalmente a nadie nunca; su sentido de la salud y del comportamiento limpio con sus semejantes; su recogimiento ocasional, que a veces la aislaba un poco de los demás, y su exquisito y afable trato…

La fotografía que encabeza este artículo se la tomé en un bello lugar de Puerto Rico denominado La Parguera (al suroeste de la isla). Habíamos ido a almorzar a un restaurante cuya especialidad es el chillo (un pescado parecido al pargo) relleno de camarones (langostinos), que a ella le encantaba. Al salir del auto, algo observé en su compostura que me hizo enfocarla espontáneamente y disparar mi cámara. Y ella tuvo tiempo de sonreírme con esa dulzura tan suya y tan natural. Y yo, más tarde, me preguntaba: ¿Cómo es posible que una mujer le dedique a su marido una sonrisa tan especial y sincera después de casi 40 años de casados…?

lunes, 14 de junio de 2010


El regreso de mi padre (3)


Tres meses antes del regreso de mi padre de México, yo había comenzado a trabajar en una emisora de radio recién instalada en Madrid. El hecho de que mi voz tuviese ya, a mi edad —14 años a punto de entrar en los 15—, la modulación y el timbre adecuados, fue la razón que indujo a los técnicos de la empresa a considerar que reunía condiciones aptas para la locución radiofónica.

Aquella oferta, inicialmente, me entusiasmó: colmaba mis ambiciones hasta el punto de llevarme a pensar que ante mí se abría un porvenir grandioso. La aspiración anhelada de lograr una profesión con glamour, estaba ahí. No importaba si había estudiado mucho o poco, ni que hubiera sido víctima de tantas dificultades personales. Ahora, la gloria se acercaba a mi persona.

Pero la idea de que todo estaba al alcance de mi mano, que la vida me daba el mismo trato que se da a los elegidos, duró poco. Si yo hubiese sido de otra manera, si en mi personalidad hubiera habido la templanza que debe tener un ser metódico, mesurado, cargado de paciencia, si hubiera sido uno de esos que saben sacrificarse y esperar que llegue su momento, quizá mi suerte habría sido distinta. Pero yo no era así. Esa actitud no compaginaba con mi personalidad. No encajaba con mi forma de interpretar la vida. Y el hecho de que los directivos de la emisora consideraran que para que me fuera familiarizando con los gajes del oficio, debía comenzar desde abajo, desde un puesto humilde, es decir: como mensajero («botones», se le decía entonces), era una situación que no alcancé a entender. ¿Qué relación podía haber entre repartir cartas y paquetes y la locución radiofónica? Total que, en la medida que se acumulaban los kilómetros en mi récord personal, mientras repartía mensajes por las calles de Madrid, conduciendo a toda velocidad una reluciente bicicleta verde y haciendo culebreos entre los coches, mi frustración crecía. Claro, tal vez en la emisora me estaban poniendo a prueba: querían comprobar si era poseedor de determinadas cualidades para enfrentar después cargos más altos; puede que quisieran ver si pertenecía a los aguerridos seres que luchaban, sufrían y se sacrificaban en pos de un futuro de más renombre.

Un día, unos seis o siete meses después, mientras la radioemisora era acondicionada para salir al aire y yo cumplía mi trabajo cada vez con mayor desgana, se iniciaron unas obras internas en el edificio. Y en una de esas jornadas de verano quietas y sin mensajes para entregar, recibí la orden de ayudar en los trabajos de remodelación. Y me pusieron a acarrear arena desde el exterior del edificio hasta donde se realizaban las obras.

Y quién me iba a decir que Eduardo, mi padre, me iba a sacar del atolladero…

Cuando estaba en esta operación esforzada, coincidió que pasó casualmente por allí cerca y me vio en el momento de palear la arena a una carretilla, y después, en un denodado esfuerzo, subirla por una rampa para transportarla hasta el interior del edificio. Ante tal situación, mi padre debió sentirse desconcertado y, posiblemente, avergonzado al ver a su hijo, o sea, el hijo de un intelectual como era él, enfrentado a semejante labor, más adecuada para un hombre hecho y derecho que para un crío de quince años. ¿Se puede saber qué haces? —me espetó sin ni siquiera cumplir con el requisito del saludo. Pues ya lo ves, dije yo, trasladando arena desde aquí hasta una obra que realizan ahí en el interior de la empresa donde trabajo. Pero, ¿tú no me habías dicho que trabajabas en una emisora de radio? Claro, le respondí, en esta que ves aquí… ¿Y por qué estás haciendo esto? ¡Porque me han ordenado que lo haga!, contesté yo algo amoscado.

Entonces mi padre, en un arranque de amor filial —para mí inesperado—, me pidió que dejara de hacer aquello. Que renunciara a aquel trabajo tan poco productivo desde todos los puntos de vista. Pero es que mi madre, dije yo, necesita el salario que gano aquí… Bueno, deja eso de mi cuenta… Me dijo él mirándome a los ojos. Y se ofreció a acompañarme hasta el despacho del administrador para que presentara mi renuncia.

Mi primera reacción fue resistirme. No dejaba de parecerme una intromisión en mi vida. Y hasta sentí cierta satisfacción cuando advertí que aquel trabajo mío le humillaba. Pero, cuando reparé que sus ojos despedían un leve brillo, es decir, que el hecho le causaba una agitación emocional, que el asunto parecía despertar en él una preocupación sincera, entonces cambié mi actitud y pasé a considerar digna de estudio su propuesta. Pintaba como propia de un padre que muestra preocupación por su hijo. Y cedí. Abandoné la carretilla y la pala en plena calle; subí con él los 16 peldaños de la escalera de piedra de la entrada; crucé el vestíbulo; me colé en el despacho del jefe de personal sin pedir cita, y ante la mirada atónita del empleado, su secretaria y otras personas de la directiva presentes en la sala, planteé mi renuncia de forma irrevocable, con mi padre como testigo. Después salimos de allí tan ufanos. Y, ambos nos fuimos caminando por la calle Diego de León abajo, hablando amigablemente…

Tuve la sensación de que en este hecho había un signo claro de reconciliación, un intento de limar asperezas o, al menos, de establecer una tregua conducente a un entendimiento futuro.

Pero se demostró que tampoco como adivino tenía yo mucho porvenir…

jueves, 10 de junio de 2010


¡No me ahuyentes a los espíritus, por favor!


No puedo aplicarme a pensar en la inverosímil, en la improbable existencia de los espíritus porque pongo en fuga al de mi mujer, lo ahuyento, lo alejo de mí; o sea, en el momento que me dedico a profundizar en razonamientos materialistas, ejerzo una presión sobre ella, y es como si la traicionara, o como si la desahuciara de esa percepción espiritual que guardo. Es como si la largara de mi corazón o la distanciara de mi ser.

Y yo vivo de ella, me sostengo en ella, de su permanencia en mí…

El problema es que el pensamiento científico que vive en el hemisferio izquierdo de mi cerebro, no soporta representar, captar, justificar o explicar la presencia de las almas ni su existencia con posterioridad a la muerte… Si acaso, lo admito como un asunto relegado al inconsciente, o al instinto, o a la imaginación, o propio de los sueños, surgido de las aspiraciones humanas, de quienes intentan alejar de sí el vacío de la vida. Sentimientos todos ellos que carecen de valor tangible o demostrable.

Hay que reconocer que esto de las creencias es un asunto que penetra en el terreno de lo psicológico —de lo neurológico, puede que también—, que invade nuestra conciencia, que absorbe y anula nuestra razón y alienta nuestros sueños de eternidad. Y eso que, en mi caso, no son esas las motivaciones que busco, puesto que cuando me meto por esos caminos, solo me encuentro a la nada… Mi única finalidad, la que yo persigo con ahínco, con todo el empeño que me permiten mis fuerzas y mi corazón, es sostener, fomentar la relación con ella, con Angelines, con mi mujer, y dándole cuerpo a la idea, hacer factible su presencia, habilitarme para que tal percepción permanezca en mí… es como una forma de prolongar su vida y proyectarla hacia mí. No puedo, de verdad, no puedo imaginarme mi vida sin ella, sin su aporte espiritual, y mucho menos cambiarlo por el soporte (?) de una actitud fría, materialista y científica, diciéndome a mí mismo: ¡Bah! ¡Sólo son patrañas para embaucar a los niños! No, no me lo puedo decir por mucho que mi razonamiento, mi cultura, mi percepción de la vida, incluso mi intelecto, me exijan mantener unos conceptos intelectualmente formales… Hay momentos que, a modo de ensayo, hago la prueba y trato de erradicar de mi mente su presencia y, de inmediato, paso a preguntarme, ¿Podría prescindir de esta idea nebulosa, confusa, intangible pero que tanto me alimenta? ¿Cómo hubieran sido estos diez años de soledad si no la hubiese mantenido en mí, si no hubiese permitido que ella —o la ilusión que tengo de ella— invadiera mi ser como lo ha venido haciendo hasta ahora? Y al pensarlo así, fríamente, tratando de darle la mayor objetividad, no puedo evitar un impacto angustioso sobre mi espíritu, que casi me deja inerte.

Pero, además, hay que considerar que no es posible apartar radicalmente de nuestras mentes descreídas la importancia primordial que este asunto de la fe tiene para otras personas, que —aunque sea de una forma ingenua—, utilizando su razonamiento o su instinto, con pruebas o sin ellas, fomenta, cree y estimula la razón de ser de los fenómenos espirituales, religiosos y místicos, y se atiene firmemente a los modos mágicos y divinos de la existencia. ¿Son ellos los equivocados o somos nosotros? Y no podemos dejarlos a un lado, definitivamente, porque sustentan sus criterios religiosos o sitúan las bases de sus creencias en el más allá aun prescindiendo de cualquier postulado escolástico, científico o materialista, lo cual no deja de ser un mérito. Nosotros, los que no creemos, buscamos explicaciones para todo; pero ellos no.

Además, de cualquier modo y por otra parte, no hay duda de que en la presencia de mi mujer en mi vida hay algo mágico, misterioso, inexplicable si se quiere. Pero que, a veces, parece absolutamente tangible, vivo, extraordinario…

lunes, 7 de junio de 2010


Un fin de semana digamos que pletórico…


Uno de los rasgos de la vida que más admiración me causa es la disposición natural, o sea, el sistema creado por la Naturaleza para penetrar en el ser y ajustar su maquinaria emocional cuando éste así lo requiere y según la predisposición que se tenga. Me refiero a la capacidad de decidir nuestras andanzas, y de corregir, si acaso, algunas situaciones donde uno se puede sentir excluido de la vida. Concretamente, a la forma como son habilitados nuestros recursos mentales para ajustarnos a las circunstancias. Claro, este mecanismo funciona si se trata de asuntos concernientes al espíritu o relacionados con el estado de ánimo. El método funcionaría adaptando el entendimiento y la sensibilidad a las cosas sencillas, a los elementos que se tengan más a mano y que coincidan con el propio sentido de complacencia. Pero no me refiero a los hechos asombrosos, sino a los afables, a los asequibles, a los temas tranquilos… Ahí es cuando se erradica la exasperación y se expulsan de uno los demonios que le perturban. En principio se logra acogiéndose a las aficiones, a los temas más relevantes según la propia consideración. Después hay que aliñarlos a base de imaginación y creatividad…

En mi caso concreto, cuando me encuentro que un fin de semana debo pasarlo solo —cosa que me sucede con frecuencia (pero, ojo, siempre o casi siempre inducido por mí, por mi deseo de estar solo conmigo)—, trato de organizarme para convertir estas jornadas en momentos más o menos entrañables.

Este sábado y domingo, por ejemplo, me dediqué básicamente a las tareas que más me agradan: oír música, leer, cocinar y escribir, intercalado con algún que otro paseo por el parque situado al pie del edificio.

La actividad culinaria me proporciona un estado de sibaritismo excepcional y de exigencia con mis propios gustos. Gracias a esta nueva afición, estoy descubriendo todo un repertorio de sabores, olores y texturas que son un buen estímulo para el disfrute de mi paladar. A veces, el resultado es tan bueno que es como si me diera un auténtico banquete en el mejor restaurante del mundo. ¡Oiga, qué delicia! Lo que más me maravilla —además del sabor— es la textura, el cuerpo que le doy a la salsa y el olor que se esparce por los rincones de mi apartamento, que hasta trasciende al rellano por debajo de la puerta y más de uno o una me ha preguntado si es de mi apartamento de donde surge… En la jornada del sábado me preparé un plato de pesacado que yo lo llamo «Mero al pil-pil», porque está condimentado a base de ajo (véase la foto).

En cuanto a la música, me gusta el jazz y también la clásica (Beethoven, Chopin, Rachmaninov, Brahms); me agrada enormemente lo que se llama new age, sobre todo cuando es un virtuoso del piano como Fariborz Lachini quien la interpreta. ¡Ah! y me cautiva el selecto catálogo de música que constituía el repertorio favorito de mi mujer, que forma parte imprescindible de mi biblioteca de iTunes y cuando lo oigo la recuerdo a ella con más intensidad si cabe…

¿Y de leer, qué puedo decir si mi vida —después de escribir, claro— es la lectura? Acabo de terminar a Joyce Carol Oates, La hija del sepulturero, una novela de 700 páginas que me dejó deslumbrado. ¡Solo una autora podría haberla escrito porque para hablar de los verdaderos sentimientos de una mujer, y de su lucha dentro de un entorno fundamentalmente masculino —que, en este caso, es duro, áspero, violento—, nadie podría hacerlo como otra mujer! Sí, ya sé que existen grandes obras sobre mujeres escritas por hombres, pero en ellas escasamente se representa el verdadero sentir femenino… O sea, se representa desde el punto de vista de un hombre, pero éste, lamentablemente, no es el más válido. Las novelas escritas por mujeres me agradan enormemente porque encuentro en ellas una sensibilidad muy especial, muy femenina, de la cual los hombres carecemos. Pienso que las mujeres, en cuanto a sentimientos, son más profundas que los hombres, tal vez, y puede que más herméticas cuando hablamos del verdadero estado del alma… Pero por esa razón me encantan sus libros porque es en ellos donde ellas suelen abrir su corazón y mostrarse tal como son y tal como sienten. Ahora comencé a leer una novela de David Lodge que se titula Pensamientos Secretos, «Una novela frenética, nerviosa, que tiene tanto de fábula moral como de crítica certera de la sociedad de consumo», se dice en el fajín. El autor, inglés, tiene la misma edad que yo. Eso es lo que me impulsa a leerlo para ver si me entero de una vez cómo se ama a mi edad…

En cuanto a la escritura, ¿qué puedo decir? Para mí, ahora sobre todo, escribir es vivir, es, por encima de todas las cosas, sentir la vida, recrearla, interpretarla, convertir el recuerdo en presente; es apreciar las cosas y aprender a entender la vida y entenderme yo… Bueno, ¿qué voy a decir a estas alturas sobre lo que significa la escritura para mí que no haya dicho antes?