lunes, 30 de noviembre de 2009


¿Construimos el mundo con la imaginación?


Muchas veces me pregunto si en verdad nosotros, los seres humanos, vamos creando la vida según la pensamos o a medida que inventamos ciertas «verdades», o cuando nos sujetamos a leyendas y mitos. Esta idea no es mía: esta idea está presente en diversas confesiones religiosas y es apuntada entre los principios de algunas corrientes filosóficas de cuño oriental. La verdad es que antes no me había metido con mucho empeño a investigar semejantes temas porque cada vez que leía algo al respecto, lo desestimaba de inmediato. Me parecía un intento de remontarse al espacio sideral, o una forma de meterse en tierras movedizas como para permitir que mi atención fuese atraída por ello y, además, no existía ninguna forma posible de confirmarlo, como ocurre con tantos otros tópicos o creencias religiosas llenas de supersticiones, patrañas y teorías engañosas. Pero pienso que así se ha construido el mundo y no dejo de reconocer que existen infinidades de temas que hoy se cree en ellos o se actúa de acuerdo con sus proposiciones, que el tiempo los ha ido imponiendo al convertirlos en mitos populares, en leyendas o formas de vida legal a pesar de no poseer pruebas científicas… Empezando por las religiones, la presencia de extraterrestres, las apariciones de la Virgen, la ilusión del ángel de la guarda y otros milagros. Sin dejar de incluir la presencia en los cielos de un Dios todopoderoso con la apariencia de un vejete bonachón.

Por ejemplo, vete a decirle a un mexicano que la Virgen de Guadalupe es un invento o una falacia, un intento de explotar a los creyentes, y verás a dónde te manda… Este es uno de los casos a los que me refiero.

Según parece, a la Virgen se le dio el nombramiento de «madre de Dios» para ser considerado como dogma, en el Concilio de Éfeso, celebrado 431 años después de Cristo. Hasta entonces su figura aparecía más o menos agrandada mediante una serie de representaciones de carácter popular surgidas, muchas de ellas, de la imaginación de las gentes y otras por conveniencias de tipo represivo. De repente, a algún Papa (en este caso San Celestino) le pareció interesante incorporar a este personaje de la Virgen a las bases de la religión católica para, de alguna forma, incorporar a la mujer al culto toda vez que, hasta entonces, había sido muy marginada. Y, al mismo tiempo, se reprimía o se evitaba «el pecado del fornique a tutiplén».

Por esa misma época, para frenar la proliferación de las relaciones sexuales, la Iglesia determinó que toda unión entre hombre y mujer era pecaminosa. Llegando hasta el extremo de considerar que el matrimonio también era pecado. Y se consideró que Cristo no nació de una relación hombre-mujer, sino que fue obra del Espíritu Santo y que vino al mundo sin mancha de «pecado» y no brotando a través de una vagina como corresponde a todo hijo de vecino y conforme a una ley natural creada por el mismo Dios (en el que ellos creen), sino por unos medios totalmente milagrosos, o sea, una especie de epidural celestial… Era aquella una época que todavía la mujer estaba pagando caro el hecho de que Eva invitara a Adán a comer una manzana previamente prohibida. No hay duda de que estas leyes salieron de unas mentes retrógradas pero con poder y con una intención soterrada: de alguna manera había que hacer algo para que el pueblo se comportara y dejara de vivir en la promiscuidad, una situación heredada de los últimos días del imperio romano que la iglesia hizo lo posible por ocultar.

Pero, además, imagine si no hubiera existido la represión sexual: probablemente hoy la población mundial sería varias veces mayor. O si la idea de pecado no hubiera actuado como preservativo y retención en muchas personas. Porque la mayoría de esos principios impuestos a la humanidad a través de las sucesivas generaciones, buenos o malos, verdaderos o falsos, fueron absorbidos por los genes y hoy se nos imponen a través del subconsciente. Por lo menos, así razonaría Freud. La Inquisición fue la organización que se encargó «fervorosamente» de reprimir el sexo. ¿Cuántas mujeres acabarían en la hoguera acusadas de brujería por el simple hecho de haber echado un «polvete» con el vecino de la esquina? Qué terrible es que la humanidad haya tenido que pasar por esos trances, aún considerando que con su actuación represiva, la Inquisición logró, creo, que fueran eliminados o que se calmara cierto desbordamiento del impulso libidinal…

Bueno, lo que verdaderamente me atrae de este tema es si el mundo se va construyendo a sí mismo con nuestros comportamientos, con nuestros tropiezos, con nuestro bien y mal hacer, con nuestros anhelos de eternidad y nuestras fases de locura, con nuestros amores y nuestros aborrecimientos, con nuestras perversiones y nuestras bondades. Yo creo que sí, que mientras caminamos vamos dibujando la vida (lo malo es que hay algunos que no caminan bien, porque no quieren o porque no saben).

¡Ah! Y si nuestros buenos pensamientos sirven para mejorar el orbe, se riegan por él, lo cubren, tal y como aseguran los budistas…


(El bellísimo rostro de la foto, de gesto soñador y mirada ausente,

pertenece a Luna, mi sobrina-nieta…

La fotografía fue tomada por mi sobrina Julie, la mamá de Luna.)

sábado, 28 de noviembre de 2009


Evolución del amor


De todos modos, algunas actitudes humanas parecen un poco extrañas o se diría que, más bien, son incongruentes y, a veces, alcanzan la categoría de desconcertantes. No sé, es posible que entre tanta película escabrosa, tantas series televisivas que viven de explotar el horror y que sobreviven de la deformación de las mentes, o esos personajes de la vida social y artística que hacen lo posible por dar a entender que disfrutan con su vida dislocada, nuestra forma de pensar lentamente se va deteriorando… Parece que nos estuviera inculcando conceptos provocadores conducentes al decaimiento moral, o que el propósito sea inventar un género de vida que ampare y disculpe todos los vicios.

En este blog quiero referirme al amor, a ese sentimiento que establece la relación entre hombre y mujer y contribuye a que no se extinga la raza humana.

Porque, si en otros campos de la evolución, si el deseo de progreso material y espiritual, nos han llevado a emplazamientos o posiciones efectivas y solidarias —aunque ocurran en unos casos más que en otros—, yo creo que en el amor hemos ido en descarado descenso. Es decir, pienso que con el transcurrir del tiempo, cuando deberíamos haber evolucionado en este capítulo con mayor convicción y madurez, convirtiéndolo en una manifestación cada vez más espiritual o —para no dejar a un lado el papel importantísimo que ejerce la atracción física—, más intenso en sus contenidos espirituales, en lugar de eso hemos ido para atrás.

Claro, se me podrá objetar que para mí, ahora, siendo viudo como soy, y una persona mayor que carece de oportunidad para poner en práctica las teorías que sostiene, es muy fácil pontificar sobre este tema… Y yo digo que precisamente por esa razón, porque lo analizo casi desde afuera, desde una posición de relativa imparcialidad, es que puedo hablar y exponer mi sentir y mi pensar, y hacerlo sin influencias sociales, además, sin que yo mismo piense excluirme de anomalías o ventajas. En realidad, ahora, en mi condición de viudo, es cuando veo claro en qué aspectos mi propio matrimonio no funcionó como debía o fracasó donde podía haber funcionado mejor. A pesar de que no se puede decir que la nuestra fuese una unión convencional. Pero ahora, cuando ella no está a mi lado, me doy cuenta de que todo podía haber resultado mejor si yo no hubiera fallado en determinados momentos, si hubiera tenido unos conceptos más elevados.

Veamos: consideremos primero la relación desde el punto de vista biológico, aplicando la mayor frialdad —o sea, manteniendo la mente serena—, qué es básicamente el amor, sin entorpecer la reflexión con prejuicios de carácter religioso, humano o poético, por qué la naturaleza se las arregla para que en un momento dado una mujer y un hombre se conozcan, sientan atracción el uno por el otro y decidan unirse: básicamente lo hace para incitarles a una relación sexual con el fin de que conciban un hijo, inculcando, además, en la conciencia de ambos, el deber de enseñarle y sostenerle hasta que pueda valerse por sí mismo. Hasta aquí es casi la misma imposición que ejerce sobre cualquier especie animal. La diferencia es que nosotros somos humanos, y no creo que sea necesario explicar la abismal distancia que existe entre un ser humano y un animal. Otra de las diferencias es que la Naturaleza, en el caso animal, hace que la hembra atraiga el interés del macho estimulando su función olfativa, es decir, cuando ella entra en período de celo y destila una sustancia que despierta el deseo de éste, mientras que en los seres humanos el medio olfativo se ha perdido con el tiempo, o nunca existió. En los seres humanos —al menos hoy por hoy— el deseo se mantiene de forma permanente, sin esperar a que la mujer entre en la etapa de celo, aunque puede que haya unos días que ella desea más intensamente ser poseída que otros.

Pero en los humanos, además de las reacciones orgánicas impuestas por la Naturaleza, se dan otros factores de carácter espiritual que tienen la misma validez o más.

Si yo, además de desear a una mujer, sintonizo con ella a través de su sonrisa, de su mirada, de su espíritu del humor; si su sentimiento de la vida y su sensibilidad son del mismo nivel que los míos; si su personalidad empata conmigo, si yo siento que me complemento con ella y ella siente que se complementa conmigo; si ella es lo más importante para mí y yo soy lo más importante para ella, si nos divertimos juntos y sabemos respetar nuestra respectiva individualidad; si somos mejores amigos que esposos, o igual, si estamos dispuestos a disculparnos por los errores humanos, si podemos abrir nuestro corazón ella ante mí y yo ante ella sin ningún tipo de reserva; si no nos decimos jamás una mentira porque sabemos perdonar y entre nosotros solo cabe la verdad; si queremos estar juntos siempre y sentimos toda la profundidad de la vida al mirarnos y al basarnos; si yo respeto sus ideas y ella respeta las mías, si sabemos evolucionar en nuestra relación con el paso de los días… Si entre nosotros no hay egoísmos, si tenemos el propósito ambos de que la relación no decaiga, si ninguno de nosotros intenta imponerse al otro, o si evitamos imponer nuestro criterio solo por terquedad, entonces, sí, podemos considerar que estamos hechos el uno para el otro, que nuestro deseo de tener una compañera/o no es solo para desfogar nuestra libido, sino para contar con una valiosa y profunda amistad permanente, con algo que nos complemente…

Cuando escuché decir a uno de mis hijos que se iba a casar, y al preguntarle yo que si lo había pensado bien, él me respondió: «Bueno, si no nos va bien, nos divorciamos…», me llevé las manos a las cabeza. Mi pensamiento es que no se puede uno casar considerando esa posibilidad como recurso, porque un divorcio nunca es un remedio, siempre deja en el alma una huella de desdicha, una sensación de fracaso, un desengaño profundo…

jueves, 26 de noviembre de 2009


¿Cómo podré soportar este día de Acción de Gracias?


¿Será cierto que los astros influyen sobre las personas y les traen momentos positivos o negativos, según su posición? Me lo pregunto porque suelo atravesar ciertas situaciones perniciosas que, repentinamente, sin previo aviso, ¡plaf!, me llegan como en cadena, en sucesión de calamidades, y en una fiera competencia; es como si se alistaran para ver quién de ellas causa más daño. Es como si hubiera alguien, no sé quien, o algo, no sé qué, que quisiera ponerme a prueba o enviarme una carga de humildad o desbaratar mis situaciones plácidas. Igual que si un supuesto y enconado diablo inquisidor echara un reto a mi dignidad, a mi honra, y a mi estabilidad emocional… Como ahora, por ejemplo, cuando un resbalón causó la fractura de mi muñeca izquierda y me veo imposibilitado a medias; al mismo tiempo se dañó mi navegador principal —Safari—, donde tengo almacenados mis archivos más esclarecedores, y por donde entro en Internet. Y lo peor de todo: se dañó mi nevera… ¿Puede haber mayor desgracia? En un momento subió varios escalones la amargura de mi alma, desequilibrando mi respiración y afectando a mi estómago, que ahora se niega a digerir los alimentos con la eficacia acostumbrada. Y las consecuencia psicológicas fueron desastrosas, hasta el punto que tanto mis ideas, como mis conceptos, o mis creencias, o mis sentimientos más sublimes, ¡todo se está viniendo abajo! Y a estas alturas y en estas circunstancias ni me atrevo a mirar la foto de Angelines y suplicarle que me eche una mano… porque, inclusive, la presencia de ella, cada vez que acontecen estos estados depauperados del espíritu, se va borrando de mi mente, lentamente pero de forma incesante. Y es que, cuando me siento así, comienza a imponerse mi sentido más razonador, y me dice que la vida «solo» es esto que se ve y se toca: la flor, el libro, la taza, la silla, el inodoro, mi vecina, su gato…, que deje de buscar otras fuerzas invisibles y misteriosas.

Por esta razón hoy es uno de esos días que no deseo destacar, que me niego a sentir satisfacción de mí. Solo tengo interés en convertirme en una almeja semienterrada o en un batracio de los que se ocultan en la arena del desierto durante varios años.

Hace unos días, alguien me decía que yo soy un idealista. No sé qué quiere decir concretamente con eso. Puede que esa sea la razón de haya sufrido sin necesidad, al ver que las cosas no suceden a mi manera. Para un idealista la vida, los sucesos, los sentimientos, los hechos que nos envuelven han de tener un sentido, una solidez, un peso específico. A los idealistas no nos gustan las superficialidades, ni el incumplimiento, ni las promesas baldías, ni el fingimiento o la hipocresía, ni el menosprecio. Esto no significa que exijamos un comportamiento deshumanizado y recto a carta cabal. Es más bien como una forma de ver las cosas de la vida con cierta solidez pero sin dejar de ser humana, verdadera, auténtica, profunda y amorosa. Y, encima, hoy es jueves, día de Acción de Gracias, un larguísimo jueves, interminable, melancólico y absolutamente deshilvanado. Y yo, con una mano inútil, ¿dónde voy? ¿Cómo harán otras personas para sostenerse en estos momentos de crisis? ¿Esperarán a que Marte confluya con Venus y con la Luna o se subirán al último piso del Empire State con intención de experimentar si son capaces de volar?

Ahora le tiro piedras a los perros, le doy patadas a las latas vacías, discuto con la gente, me tiro pedos… En realidad, me encuentro como si estuviera al borde de un agujero negro, a punto de ser absorbido y trasladado a la nada; o envuelto por la ardiente lava de un volcán, o vapuleado en medio del vomitado verde y repugnante del dios Atlas o de Neptuno, que no sabría con cual de los dos quedarme. Y, por encima de todo, me siento desahuciado, decepcionado de todo; en este momento, ante semejante situación, no me interesa leer, no disfruto con la música o con la televisión (¡quién me iba a decir a mí que no sentiría interés en ver la Parada de Macy’s, símbolo del bienestar capitalista!) ni tengo ningún interés en ir al cine a ver una película de vampiros, a pesar de que sería lo que estaría muy en consonancia con mi estado de ánimo…

lunes, 23 de noviembre de 2009


Mi amor al periodismo


No tengo otro remedio que explicar someramente por qué abandoné el periodismo.

Pero antes debo confesar que, a pesar de todo lo dicho, en la Editorial Alhambra no me fue tan mal. La verdad es que soy un quejica, porque el recuerdo de aquellos días siempre me llega impregnado de dulzura y comprensión hacia la gente junto a la cual convivía. Eran tiempos de pobreza, de pobreza humillante y ridícula, de fingimientos, es cierto, pero eran también tiempos de solidaridad y, sobre todo, de esperanza. Y había demasiados hechos hilarantes y plenos de comicidad en el ambiente como para perder el tiempo en ponerse a llorar… En realidad, todo lo tomábamos a broma. Además, por mi parte, si entré en la empresa de ayudante, del ayudante, del ayudante, cuando salí cinco años después era secretario general. Para entonces me habían colocado mi escritorio nada menos que frente al del gerente general, don Benito Montuenga, aquel que era del Real Madrid y se ponía furioso cuando su equipo perdía. Y yo debía de valer mucho porque siendo del Atlético de Madrid (tradicionales enemigos), no le dolieron prendas en darme el cargo.

Pero antes dije «cuando salí» y no fue eso; debí haber dicho «cuando me echaron a la calle…» Resulta que se enteraron de que yo estaba haciendo gestiones para trasladarme a México y tal detalle fue suficiente para considerarme un tipo desleal. «¡No, si del Atleti tenías que ser…!», me dijo don Benito Montuenga furioso.

Pero es que verán: en mi mente no había espacio para otra profesión que no fuese convertirme en periodista, en uno de los buenos, como Walter Lippman o Raymod Cartier, a los que yo leía como quien lee la Biblia del periodismo. Y es que en mí anidaba el propósito imperioso de arreglar el mundo cuanto antes, con la máquina de escribir como arma. Y Mada Carreño, la mujer que huyó al exilio junto a mi padre (y con él que se casó más tarde), que en un principio era para mí la mujer más odiada del mundo, tras la muerte de mi padre, a medida que nos escribíamos (mis primeras cartas solo eran para hacerle mis reclamaciones e insultarla), se fue convirtiendo en mi queridísima y gran amiga, en mi protectora, en la mujer que me descubrió que la vida podía ser muy diferente a como yo la concebía en aquel Madrid provinciano, pobre, espeso y desconchado de 1955, donde me eduqué rodeado de beatas. Mada fue la que me hizo ver —impresionada por mis cartas— que había en mí una disposición natural, una habilidad única y excelente para ejercer el periodismo. Y yo, que algo de eso ya me olía —pero que hasta entonces me lo había negado para eludir todo parecido con mi padre, con quien nunca tuve buenas relaciones—, enseguida desplegué mi radar interno y configuré todas las habilidades que me atribuían para decidir mi futuro. Mi aprendizaje lo realicé con ella, por correspondencia; me enviaba lecciones sobre la técnica periodística y sobre cómo ejercerla, que fueron de un valor inmenso. Me indicó que investigara todo lo que pudiera y ella misma me regaló algunos libros sobre el tema. Mada se puso en comunicación con varios periodistas antiguos amigos de mi padre —Ignacio Aldecoa, José Altabella, César González Ruano, José N. de Urgoiti, entre otros— para pedirles que me dieran algunas lecciones y para que me invitaran a acudir a seminarios donde ellos participaban. Hice un intento de entrar a la Escuela Oficial de Periodismo, pero fue inútil: el hecho de ser hijo de un «rojo» me cerraba la puerta (creo, porque otra razón no había). Y cuando comencé a escribir mis primeros artículos, Mada, que estaba vinculada al diario Excelsior de México, los colocó en la revista «Jueves», suplemento cultural de dicho periódico. No olvidaré nunca la emoción que sentí el día que vi publicado el primero y con mi nombre como autor estampado en tipos de imprenta. Se trataba de un reportaje sobre la Semana Santa en Madrid… ¡Y encima, por un artículo me pagaban 300 pesos mexicanos, que eran equivalentes a 1.500 pesetas! Un solo artículo cubría casi el sueldo completo de un mes en la editorial… ¡Y había meses que publicaba seis: 9.000 pesetas! ¡Eso en el año de 1959 era una fortuna! ¿Para qué necesitaba yo trabajar en la Editorial Alhambra? ¡Era el momento de emprender mi camino!

Lo peor fue que no me tomé la recomendación de Mada al pie de la letra. Ella, con más experiencia que yo y más conocedora del factor humano, me pidió que por el momento evitara meterme en asuntos de política. Y en un principio así lo hice: mis primeros artículos fueron entrevistas con gente de la farándula y reportajes sobre distintos aspectos folclóricos de España: la Semana Santa, los toros, el cuplé, las verbenas… Pero llegó un momento que mi impaciencia pudo más que mi aguante y comencé a considerar distintos asuntos sociales y políticos del país, como el atraso que padecíamos con respecto a Europa o lo desproporcionado de la propaganda del gobierno en cuanto a los logros alcanzados y que ellos vociferaban a los cuatro vientos con motivo de los «20 años de paz». Finalmente, en la revista Siempre!, la más importante del país azteca, publiqué un artículo sobre el Valle de los Caídos… Y aunque mis artículos se publicaban en México, está claro que los tentáculos del régimen llegaban lejos. Tras la publicación de este artículo, al ir a retirar un pase para una exposición al Ministerio de Información y Turismo, fui advertido que de seguir por ese camino solo podría acabar en la cárcel.

Y eso fue lo que aceleró nuestro traslado a México… (continuará)

sábado, 21 de noviembre de 2009


A propósito de la masturbación


¿A qué edad sentí yo mi primer orgasmo? Tendría unos 12 años y lo recuerdo perfectamente. Vivíamos en Madrid, en la calle Diego de León, en un apartamento elegantísimo. Un día, cuando me iba a bañar, se me enderezó el pito sin saber por qué (la naturaleza seguro que sí lo sabía) y me dio por empezar a zarandeármelo hasta que me corrí. Noté como si se me encogiera todo el cuerpo y una especie de cosquilleo en el cogote, y un placer inmenso aunque me dio mucho temor porque mientras me venía, creí que me estaba pasando algo grave. Luego me sentí avergonzado sin una explicación atribuible a la conciencia porque entonces se carecía de una cultura al respecto.

En la etapa de Franco no existía información sexual para los niños (solo los curas te advertían que cualquier acto, pensamiento o contemplación intencionada era pecado…) y todo había que resolverlo con la imaginación y gracias a los mitos que circulaban entre los chicos. Aquel día es probable «que perdiera la inocencia», porque desde ese momento comencé a tener sueños con mujeres. Cada vez que me confesaba —una vez a la semana por obligación— era normal que tuviera que explicarle al cura «con todo detalle» las veces que me masturbaba y en lo que pensaba mientras me lo hacía. Y el cura —que yo creo que mi explicación le ponía cachondón— me soltaba un sermón que a todas luces se lo había grabado con la rutina de cada día (los mismos chicos confesando los mismos pecados); luego me ponía cinco padrenuestros de penitencia y me preguntaba si estaba arrepentido. Y yo le decía que sí como le podía haber dicho que iba a llover por la tarde, pero así me reafirmaba como cristiano, declarándome arrepentido de una forma rotunda aunque convencional, porque sabía de antemano que eso nunca dejaría de hacerlo ya que no era algo exclusivamente mío, sino que era común entre todos los chicos de mi grupo. Después de la confesión, durante los dos o tres días siguientes, me retenía, pero llegaba un momento que no era capaz y, tras la primera paja, ya no me importaba hacerme algunas más. Al fin y al cabo, para eso estaba la confesión… Luego, dentro de esa pubertad amarga de abstinencias y sensación de pecado que nos imponía la sociedad de la época, a la masturbación le sacaban miles de consecuencias graves: además de las consabidas de carácter religioso, te venían con que si te volvías loco, que si te daba tuberculosis, que si perdías el control de tu voluntad y te convertías en una víctima del vicio… Y eso te retenía algo pero a base de volverte medio gilipollas…

Al crecer, llegó un momento que la masturbación ya no resultaba suficiente y uno soñaba con tener una relación verdadera. Pero en mi época las niñas de mi edad eran demasiado cursis y gazmoñas y era muy difícil conseguir algo de ellas (todas temían al qué dirán y a que sus padres las metieran en un colegio internas).

Yo, antes de mi noviazgo formal con Angelines, tuve cuatro casi novias: Mari Carmen, Mariví, Doris, y Cuca. Las dos primeras eran muy atractivas, pero carecían de tetamen (a esa edad –14 o 15 años– era difícil que tuvieran el pecho desarrollado) y a mí me atraían las mujeres mayores con sus formas pronunciadas. Estas novias breves lo único que me permitían era un tímido manoseo pero nunca en las zonas prohibidas, y alguno que otro beso de boca a boca pero sin tornillo ni lengua. Las otras dos vinieron después. Una, Doris, cuando estaba estudiando en Cádiz. Era una chica bajita y rechonchita, pero muy alegre, andaluza y coqueta. Le gustaba que la tocara el culo, pero cuando más animado estaba yo, ella se levantaba e interrumpía el asunto diciendo: ¡Qué a lo mejor nos ve mi padre! Por lo que se ve su padre era como una cámara de vídeo moderna, porque lo veía todo estuviera donde estuviera… Esta Doris estaba loca por mí o puede que por casarse con alguien que la sacara del pueblo. Pero una vez que regresé a mi casa la olvidé por completo.

Cuca fue un asunto más serio. Durante un verano en Madrid —yo con 17 años—, surgió esta relación gracias a una vecina, Isabel, la cual me tenía mucho cariño. Cuca, la hermana de Isabel, vino a Madrid a pasar unas vacaciones de esas que entonces era costumbre entre las mujeres como una especie de rito antes de casarse, con el fin de apurar los últimos días de libertad. Fue Isabel la que propuso que como yo también estaba de vacaciones y tenía cierta fama de juerguista y conocedor o «experto», que por qué no salía con ella: que la llevara al cine o a bailar, e Isabel pagaría los gastos. Y yo, para qué quería más. La chica era una belleza y tenía buenas formas. Y hacerlo todo así, financiado por la hermana, era la gran bicoca… El poco tiempo que estuve con Cuca (aproximadamente un mes) fue una auténtica delicia y mi primer desasosiego amoroso. Ella se dio a sí misma el título de «mi maestra de amor», es decir, me dijo que me iba a enseñar «cómo se amaba», pues así estaría listo para cuando tuviera novia. Y yo me dejaba «enseñar» haciéndome el tonto. En el cine me abrazaba y me besaba, y me decía: «Mira: tienes que saber cogerle la mano a tu chica y apretársela con cariño», y tomaba mi mano dulcemente y luego colocaba las dos manos unidas en mi entrepierna, para hacerme una demostración. A veces me preguntaba al oido: «¿Se te ha puesto tiesa?», y yo le decía que no. Entonces ella me tocaba para comprobarlo y me decía riéndose: «¡Queeeeéembustero…!». Cuca era siete años mayor que yo y mucho más despierta sexualmente… Si íbamos al baile se apretaba a mí y yo me ponía como un toro… Cuando le faltaba poco tiempo para volver a su pueblo —donde vivía ella y su novio con el cual esperaba casarse—, me propuso que si una de estas tardes se quedaba sola en casa me llamaría para tener una relación más intensa y darme una lección de amor perfecta (pero sin hacernos nada, me advirtió, porque ella se iba a casar y tenía que llegar virgen al matrimonio…). Y yo estuve esos tres o cuatro días como alma en pena, esperando su llamada. Pero no ocurrió.

El día que regresó a su pueblo acudimos a despedirla a la Estación del Norte su hermana, su sobrino y yo, que para aquel momento ya me sentía locamente enamorado de ella, y tenía una cara como si esa misma noche me fuera a suicidar. Ella, viéndome en ese estado, me subió un momento al tren y me dijo que lo sentía, que lo que me prometió no había podido ser, pero que no me preocupase porque tendría pronto una novia y haría conmigo lo que no pude hacer con ella… La congoja me duró como quince o veinte días. Durante ellos, me prometí a mí mismo que no me casaría nunca porque todas las mujeres eran unas falsas. Pero, en estos casos del amor el corazón puede más que la mente: me limité a las relaciones esporádicas, y cinco años después ya tenía una novia formal: Angelines. A ella le tomaba la mano dulcemente y me la ponía en la entrepierna… Y con ella me casé y, además, comimos perdices…

viernes, 20 de noviembre de 2009


Diario para la reconstrucción


Desde que comencé este blog tengo la tentación abordar el tema de la «renovación» personal. Intentar descubrir qué sentido tiene y si conlleva alguna ventaja espiritual. ¡Ah! y si es posible llevarla a cabo o es mera retórica. O sea: la idea de reflexionar sobre el significado de «remodelar» mi estructura espiritual o moral —o como quiera llamársele—, de ir progresando en el ámbito de los sentimientos de tal forma que cada día me sienta más y más en paz conmigo mismo, al tiempo que voy aceptando y comprendiendo mejor a la gente que me rodea y al mundo, se convirtió en un propósito.

Aunque no lo había abordado seriamente hasta ahora.

Claro, esto suponiendo que semejante empeño constituya una aplicación válida, y que sea adaptable social y culturalmente, es decir, que suponga un intento verdadero y no un mito sin más trascendencia que la expresión verbal. Se trata de un proceso recomendado por el Dr. Álvaro Pascual-Leone, mi amigo, iniciado con la redacción de la novela que comencé hace nueve años —a raíz de la muerte de mi mujer, Angelines—: cuando la terminé, hace dos, imbuido por ella y por lo descubierto sobre mí, me impulsó el deseo de continuar el proceso de reconstrucción, superar los contratiempos personales y las trabas, así como los complejos acumulados durante toda mi vida y que, de alguna manera, pudieron haber afectado en la relación con mi mujer.

Descubrí, principalmente, un cierto egocentrismo depositado en mi «estructura» moral, una forma de ser que incluía el hecho de sentirme algo más inteligente que el resto de las personas (de hecho, en México, recién llegado y cuando me decidí a dejar el periodismo para entrar en el medio editorial, en una reestructuración administrativa que se realizó en la empresa donde trabajaba, me hicieron un test de CI y di la cifra de 148… Y si pongo este dato sobre la mesa no es por vanidad o presunción —se trata de una condición que, en algunos aspectos, me perjudicó más que beneficiarme—, sino porque es la clave para lo que trato de exponer aquí).

¿Se nace con la personalidad inducida por factores genéticos y biológicos o se va formando mientras se camina por la vida? (podría resultar de una mezcla de ambos factores) Si somos fruto de la casualidad, y de ciertas reacciones químicas que solo se desarrollan en un ámbito determinado —temperatura apropiada, atmósfera, sol cercano, agua, vegetación, etc.—, no merecería la pena hacer ningún análisis, porque entonces la moral no existiría: somos como somos porque la cultura y la necesidad nos han llevado a tal estado. Aceptando que en el universo todo existen ciertas leyes, prefiero atenerme a la teoría de que hay una inteligencia superior o un plan determinado por encima de nuestras cabezas, venga de donde venga, y que, en ese caso, estaríamos todos, naturaleza, animales y humanos, más o menos programados. Eso introduce en nuestras vidas y hace válidos los discursos, la filosofía, la ética, los sentimientos de solidaridad, el amor en toda la extensión de la palabra, el progreso, la compasión, el afecto y una mirada de esperanza hacia un punto allá en el Universo, que puede ser el punto Alfa. Con esta idea de condición humana, sí es posible concebir que la lucha con uno mismo tiene un sentido y una aplicación: tratar de perfeccionarse para mejorar el mundo en lo que a mí me corresponde, y convertirnos no solo en partícipes, sino también en artífices de la Creación, y en seres solidarios con la Naturaleza. Eso nos permite contemplar las cosas de diferente manera, nos ayuda a sentirnos parte del todo, a identificarnos con la vida, y a sentir amor por nuestro prójimo. Un amor sin condiciones…


(En la fotografía, Luna y Orion, mis sobrinos-nietos,

contemplan el arte humano.

La fotografía es de mi sobrina Julie.)

jueves, 19 de noviembre de 2009



Grados de sensibilidad


La vida, el mundo, la sociedad, todo está limitado y supeditado al nivel de inteligencia y sensibilidad de las personas. Si yo tengo un grado de inteligencia o entendimiento A, o mas A, y mi interlocutor tiene un grado C, o menos C, difícilmente nos podemos entender (en realidad, el de A sí puede descender hasta el nivel de C, pero éste no puede ascender a donde está A), y no digamos si esta misma nomenclatura la volcamos sobre los grados de sensibilidad y entendimiento del lado espiritual de la vida: unos lo desconocen, otros no salen de él; otros —los más zafios— hasta se burlan, y los de más allá combinan materia y espíritu con cierta naturalidad; luego, hay algunos para los cuales solo existe la materia… Existen otros factores que dificultan el entendimiento entre los seres: que uno tenga más desarrollado el hemisferio izquierdo que el derecho —habilidad numérica, lenguaje escrito, razonamiento, lenguaje hablado, habilidad científica…—, y el otro, al contrario, que tenga el derecho más desarrollado que el izquierdo —perspicacia, sentido artístico, imaginación, sentido musical… Yo a veces, cuando, por ejemplo, veo esa gente afín con ETA que suelen salir en el Parlamento vasco, con esas miradas torvas, esa falta de amabilidad en el semblante, esa ausencia de sonrisas, ese apoyo incondicional a los que matan, pienso en la abismal diferencia que existe entre ellos y yo (no puedo imaginarme defendiendo al que mata o matando yo a alguien y menos a sangre fría, sin argumentos válidos —bueno, yo nunca encontraría argumentos válidos para matar a otra persona…). Pero mi intención al escribir este artículo no es criticar a ETA y sus acólitos, sino para dejar plasmada la enorme diferencia que existen entre las personas. Por ejemplo, no tengo dudas de que la mayoría de los políticos pertenecen al grupo de bajo nivel intelectual. Tienen ciertas «virtudes», como pillería, habilidad para engañar, personalidad para sostener hoy una teoría y mañana la contraria, tendencia a disponer del dinero ajeno, ambición desmedida, locuacidad, «idealismo» arribista… Pero la pregunta clave que me hago es si esta diversidad está contemplada así por la naturaleza o es una deformación «artificial» del ser humano y de la vida en sí. Por ejemplo, para ser político hay que tener un nivel intelectual bajo. Si lo tienes muy alto, estás hecho para otras actividades: para las ciencias, para la tecnología o para la filosofía, por ejemplo, pero no para la política… Claro que la vida es tan diversa, tiene tantos matices, se insinúa o se muestra de tantas formas que es muy difícil adoptar una postura determinada. Además, sería estúpido que todos tuviésemos el mismo grado de sensibilidad y de inteligencia. Por lo pronto, nadie querría desempeñar ciertos oficios desagradables o, si lo hacía porque no le quedaba otro remedio, estaría siempre amargado. Es complicado. Mucho. En realidad, la planificación de la diversidad del comportamiento humano parece que proviene de la zona genética, pero la pregunta es, ¿por qué somos diferentes en lugar de iguales? Yo no distingo diferentes personalidades entre las ovejas, o entre las palomas, o entre las cebras. Entre los monos, quizá. El otro día leí en un artículo de Tendencias21 (una revista virtual editada por los jesuitas de la Universidad Pontificia de Comillas, muy sólida en los campos científico, social y espiritual, y muy abierta hacia las ideas cualquiera que sea su tendencia y procedencia —esta revista semanal es citada con frecuencia en los medios científicos y en Internet por diferentes portales y por la gente estudiosa) que alguien ha considerado que la Naturaleza tiene alma y que de una manera u otra acaba imbuyendo sus quejas y sus disconformidades en los seres humanos hasta que llegamos a entender lo que estamos haciendo mal y cambiamos el rumbo. Pero, volviendo a la carretera principal, creo que la diversidad de mentes y actitudes responde a una necesidad vital. Según dicen, la duda es propia de las personas inteligentes porque su panorama mental es más amplio y la vida ofrece demasiados matices como para pronunciarse por uno. Por el contrario, los más cerrados de mollera nunca dudan y suelen ser los más audaces. Y eso demuestra que todos somos necesarios para el desarrollo de la vida… Una posición favorable hacia los que dudan la mantiene Cioran, para quien el mundo, tal como es, no pasa de ser una cloaca… Él piensa —o pensaba, porque murió no hace mucho— que los humanos no debimos haber salido de nuestra condición animal. Ese fue, según Ciorán, el más grave error cometido por la Naturaleza. Desde luego que así no tendríamos pensamientos tortuosos ni deudas con los bancos. Claro, Cioran, que con mucha frecuencia se contradecía, no se daba cuenta de que, en ese caso, él no habría podido disfrutar escribiendo sus libros, ni desmoralizarnos con sus destructivos y tormentosos discursos metafísicos, ni convertirse en el filósofo del horror…

Pero esto corresponde a otro tema y otro día.


Acomodando mi vida a mi ahora


Mi intención, mi afán primordial no es estar todo el santo día vociferando e intentando descifrar qué es la vida y para qué sirve y lamentando la opacidad de mi cerebro para penetrar en el misterio, y mucho menos, ponerme borde y soltar unas cuantas frases despectivas y negativas como si yo fuera un Cioran cualquiera. Eso puede dar la impresión de que trato de «vengarme» de ella —de la vida— por haberme llevado «tan pronto» a la edad decrépita, o sea, la de los achaques y la sensación de vacío. Además, si bien el tiempo que tengo vivido me sitúa en la etapa de la «vejestoría» —quiero decir, más mayor de lo que es posible soportar sin sentir perturbaciones emocionales—, a juzgar por mi espíritu, por mis actitudes, por mi inclinación a reír y disfrutar, no podría asegurar si mi mente, mi espíritu, han envejecido al mismo ritmo. Mi cuerpo tal vez no responde como yo quisiera, pero mi mente genera unas ideas claras, incluso más claras que cuando era joven… Por eso, en el fondo de mis «quejíos», dentro de esos gruñidos que suelo soltar como desahogo, mi gran deseo, mi afán verdadero consiste en comprender la vida, aceptarla y vivirla como siempre la he vivido a pesar de eventuales contratiempos: así, tal cual es, sin ponerle peros y disfrutando de ella sin dejar de mirarla de frente y sin prejuicios ni obsesiones.

Tampoco quiero que se piense que estoy a punto de lanzar la toalla, porque no es así. No solo no la he lanzado sino que no pienso hacerlo, es decir: no he renunciado a vivir. Por razones obvias, he tenido que moderarme y acomodarme a mi circunstancia, pues no hay que olvidar que soy viudo, que tengo una edad avanzada (¡qué obsesión con recalcar este detalle!), y que me muevo dentro de una serie de abstinencias alimenticias y amorosas, aunque ninguna de las dos es tan dramática como para llegar a decir que de esto nunca más. Además, todo tiene su compensación: ahora tengo una vida interior intensa, más que cuando tenía menos años, y se han despertado en mí unos sentimientos más hondos, y unas actitudes más sensatas; entiendo mejor a la gente y la soporto con mejor talante; claro, como es natural, ahora no soy tan apasionados como era a los 20, porque entonces era un torbellino, pero mis sensaciones de ahora son más profundas. Y espero que no se interprete esta declaración como un cambio radical de mis puntos de vista. Sigo pensando que la vejez es una humillación que nos reserva la Naturaleza, pero no quiero dar a entender que yo sea una persona inútil. Solo es cuestión de ingeniárselas y acomodarse a mi ahora dentro de unas posibilidades físicas determinadas. Además, en esta etapa de mi vida disfruto de algunas cosas con mayor intensidad y los sentidos corporales —ver, oír, oler, gustar y tocar— se acrecientan y se tornan más sensibles al disfrute.

Pero, mi mayor estado de felicidad lo alcanzo escribiendo. Eso es algo que está por encima de cualquier otra actividad, dado que representa para mí un sin fin de compensaciones espirituales…

Y debo decir que no tengo miedo a morir, que conste: estoy en los 77 años y, con esta edad no se puede estar seguro de nada porque, además, yo no limito mis movimientos: camino, voy, vengo, subo, bajo, me siento, descanso un minuto y vuelvo a la brega. Ahora, no dejo de reconocer que en cualquier momento podría ocurrir, porque cuanto más viejo, más expuesto a todo. Es más: no solo no tengo miedo, sino que me invade una especie de curiosidad por saber si hay algo tras ella. Y si lo hay, lo sabré; si no lo hay no me enteraré de ello. De todas formas, la muerte siempre sería una buena manera de solidarizarme con mi mujer, Angelines.

Pero, no me urge… Pienso seguir viviendo mientras mi cerebro me lo permita y se mantenga «fresco», como está ahora…

miércoles, 18 de noviembre de 2009



Todo comenzó por un sueño


Cuando puse mi pie por primera vez en tierra puertorriqueña, traté de constatar enseguida con cuál de los enfebrecidos sueños de mi infancia correspondía este país. Remitía mi recuerdo a las primeras nociones tropicales que rondaron por mi cabeza durante la incómoda y febril etapa de adolescente, y que aportaban a mi mente la cálida sensación de ser un lugar paradisíaco, situado en lo más representativo de una zona cuya principal cualidad —casi imposible de aceptar como algo real— era la que se refería a que allí era siempre verano, es decir, que siempre había sol. Eso era algo que me hacía suponer que aquel lugar debía ser lo más cercano al paraíso terrenal. Lo imaginaba profusamente florido, con una vegetación frondosa y fascinante, animales selváticos por doquier, y avestruces, muchas avestruces, un ave que, sin que sepa la razón, siempre estaba presente —junto a las palmeras— en mis sueños infantiles. Allí, en aquel sitio, por encima de cualquier prejuicio, vislumbraba asombrosas playas bañadas por una mar empalagosamente azul, con hermosas mujeres en traje de baño jugando al tú la llevas y dando besos apasionados a un mancebo que tenía gran parecido conmigo, en versión adulto, y sin acné.

Posteriormente, en la medida que fui creciendo y llegué a tener conceptos más definidos, pude configurar con más precisión las características físicas del añorado lugar. Y llegué a adquirir un conocimiento tan preciso y atrayente, que pasé de la admiración al ferviente deseo de habitar allí algún día. Un anhelo que, en aquella época misérrima por la que atravesaba España y, más aún, mi familia, debía coincidir con el que experimentaban cientos y cientos de compatriotas, porque, ¿qué español que se precie, encasillado en aquella desventurada generación de la guerra civil, no llegó a añorar profundamente toda la gama de sensaciones tonificantes surgidas de la contemplación de una playa de blancas arenas con la llamativa silueta de esbeltas palmeras, inclinadas y recortadas sobre los intensos matices azules de cielo y mar, y un ser humano, mujer u hombre, sosteniendo en la mano un daiquirí y descansando lánguidamente en una hamaca, mientras doraba su piel bajo un sol que en la España de aquellos días parecía estar reservado solo a los ricos? Sin la menor duda que para aquella generación que no participó pero sí sufrió el rigor de la contienda, el sueño caribeño constituía una manifiesta expresión de sus afanes de libertad.

Aunque, el más elemental sentido común me decía que no era posible tomar decisiones apoyado sólo en los sueños, sin dejar de considerar que éstos son el principio de toda hazaña. Pero una aborrecible dosis de cordura me indicaba que era necesario contar con unos medios materiales que ayudaran a salvar las enormes distancias que siempre suele haber entre el imaginador y lo imaginado. Aunque, dado que los anhelos eran gratis, y los sueños al mismo precio, debí dejarlo aparcado en algún rincón de mi mente, sin decir ni sí ni no, sino ya veremos, porque yo nunca atentaba contra mis fantasías, que era lo que me sostenía entonces.

En aquella etapa crucial no pasaba de ser un chico común, sin otra autonomía que la de acercarme al puesto de la esquina a cambiar la sobada novela de El Coyote por otra con la misma carga de mugre. Yo pertenecía a una familia de clase media venida a menos, castigada por la guerra, en la que albergar una ilusión de este género era considerado una audacia, algo propio de un loco pervertido. Pero, aún siendo una posibilidad remota, yo tenía la esperanza de que llegara mi hora y, mientras, me consolaba a base de leer libros de viajes o valiéndome de mi poderosa imaginación para merodear por las fantásticas costas de Puerto Rico, México, Brasil o Cuba, lugares hacia los que tanta pasión me infundieran las inefables imágenes de Los tres caballeros, película que, cual soñador vicioso, admiré en tres o cuatro ocasiones sin llegar a saciarme ni dejar de maravillarme al contemplar aquella escena que representaba el instante supremo, cuando mi corazón brincaba, o sea, cuando se enrojecía la pantalla debido a una espectacular puesta de sol y en alta mar aparecía un barco con velas desplegadas, al mismo tiempo que las hirvientes aguas del océano refulgían incandescentes y sonaban los inigualables sones de la sentimental samba que proclamaba a Bahía como tierra de la felicidad…

Y pude constatar que Puerto Rico se parecía mucho al país soñado por mí.

Solo que sin avestruces…

lunes, 16 de noviembre de 2009


La improbable existencia de un Dios convencional


Desde un punto de vista científico, es poco probable que ese Dios sostenido y descrito por la Biblia exista. En general, la idea de un ser celestial que solamente con pensarlos o con chasquear sus dedos, crea los ríos, la luz y las montañas, los animales y el ser humano, y que es al mismo tiempo una deidad paternal, amable y omnipresente, que hace milagros, cura las enfermedades, consuela a las viudas o calma las grandes tempestades, resulta totalmente absurda, porque las tempestades, cuando se calman ya han originado una serie de destrozos y han hundido algunos barcos, y las viudas solo se consuelan cuando sus maridos han sido unos perversos… No tiene ni tendría explicación; ni sería lógico ni tendría razón de ser, porque, además, sería injusto un dios que actuara de esa forma, que fuera dadivoso con algunas de sus criaturas y con otras no, o que calmara unas tempestades y otras las dejara correr. Tampoco se explica que nos creara y que después se ocultara de nosotros mientras nos exige creer en él. ¿A qué estamos jugando?Nuestro universo responde a unas leyes físicas inviolables y a ella estamos sometidos todos, dioses, diablos y personas. Nada se crea de la nada. Y fuera de nuestro círculo de visibilidad o entendimiento mental, ignoro lo que puede haber y a qué leyes responde. Las iglesias, especialmente la Católica, deberían pensar en un Dios más asequible, más científico, más en consonancia con la época… Sí, sí, ya sé que ustedes me dirán —especialmente los creyentes— que más absurdo es creer que todo este mundo maravilloso, que funciona, gira y rota dentro de una armonía universal cifrada en la fuerza centrípeta y centrífuga, es algo que pueda haber salido de la nada porque está sujeta a leyes matemáticas y físicas y, lo volveré a repetir, «nada sale de la nada». Me dirán también que un mundo donde existe tal profusión de plantas y flores perfumadas, y un sin fin de aves surcando los cielos, o un mar azul espléndido y sobrecogedor a un tiempo, unos astros que salpican de luz el firmamento, una praderas verdes y unas montañas tapizadas de magníficos árboles que atraen la lluvia, y no digamos el valor de unos seres humanos puestos aquí para apreciarlo y disfrutarlo todo, que, además, son inteligentes y compasivos, que crean niños revoltosos pero angelicales, etcetera, etcetera, se ha hecho solo, así, como por arte de magia. Eso es tan absurdo o más que el dios de la Biblia… Pero, mire por donde, yo estoy de acuerdo. Ése es, precisamente, el gran enigma que nos envuelve: que tampoco encaja la idea de que no existe un ser superior. Es más, en realidad yo, que soy una especie de ateo, aunque no un ateo ortodoxo —apenas llego a la condición de agnóstico—, no acabo de creer, o no me atrevo a pensar de una forma rotunda que estemos aquí solos. Esa idea se me hace insoportable y hasta me agobia, me saca de la vida, de las bases y conjuntos de la sociedad, de las reglas, de la ética, de los discursos y de todo aquello que yo considero valioso en el mundo. Me sacaría incluso del amor, que ya es decir. Pero pienso que es una de las condiciones imprescindibles de la vida: que no veamos mucho más allá de nuestras narices para que aprendamos, nos atengamos y nos dediquemos a sostener y configurar esta donde habitamos, y nos solidaricemos con ella, con la Naturaleza y con los seres vivos. Incluso, iré más lejos: yo, que no creo en los espíritus (no me los puedo imaginar de ninguna forma, ni encuentro para ellos una ocupación que los justifique), sí siento la presencia de mi mujer. Ya lo he dicho otras veces: esta sensación no proviene de mi función cerebral, ni de mi facultad de razonar, es mi instinto, mi subconsciente, tal vez mi necesidad emocional. Pero, en realidad, ¿cómo podemos saber lo que hay detrás del gran misterio…? (En la vieja fotografía de la cabecera aparece mi abuela Mónica —sentada—, Soledad, mi madre, y mi tía Pilar —creo—. Procede, más o menos, del año 1916. Ninguna de ellas ponía en duda nuestra procedencia de Dios —en aquella época era pecado no creer en Dios—, y que todos los rasgos fundamentales de la existencia procedían de él. Y eran felices porque para la gente sencilla —el promedio humano de entonces— no había complicaciones intelectuales ya que con la presencia de un Dios todo estaba justificado…)

domingo, 15 de noviembre de 2009



Recuerdos de Dorian Club


Considerando que la facultad de emoción, la capacidad de sentir, es uno de los excelsos dones que nos da la naturaleza, y suponiendo que vosotras, las almas, o los espíritus, o las sombras, o como quiera que se llamen, mantengáis en el más allá dicha propiedad —puesto que son elementos más propios del espíritu que de la materia—, y no existiendo ninguna duda apenas por mi parte de que tú, en este momento, estás insertada en tal condición, creo que debes sentirte complacida, amiga mía querida, cuando vislumbras los recuerdos que saco a relucir. Y si logras dar corporeidad a las imágenes que pueblan mi mente, podrás reproducirnos cuando entrábamos en Dorian Club, uno de nuestros lugares predilectos durante nuestro noviazgo y del que sólo buenos recuerdos me quedan. Aquel piano-bar era el lugar donde solíamos ir a pasar la tarde charlando, ¿recuerdas?, haciendo manitas y escuchando los inspirados sones jazzísticos de aquel pianista con cara de tísico, imitador de Gershwin. A veces, en su americanizado ambiente, nos encontrábamos con nuestros amigos, los de la camarilla, o sea, Félix, Andrés y compañía, y consumíamos cubaslibres, no con ron, como es lo clásico, sino con ginebra, y unos martinis a base de vermú rojo que era la delicia de las féminas, entre ellas tú, que te bebías un par de ellos y te ponías simpática y querendona. El nuestro era un sibaritismo puro y creativo, aplicado con tal donaire y naturalidad, con tal desenvoltura de gente de mundo que dejaba pasmados incluso a los camareros que nos servían. ¿Sientes la misma emoción que yo al rememorar los dulces momentos vividos en aquel lugar? Porque en esta facultad para evocar el pasado es donde creo que reside la perdurabilidad de la existencia, dado que encuentro imposible armonizar lo tenebroso del silencio eterno con la capacidad del cerebro para revivir las emociones… Espero que no hayas olvidado que allí, en Dorian Club, fue donde comenzaron nuestros juegos eróticos. Aprovechábamos el turno del piano, cuando la sala quedaba en penumbra. Entonces, nosotros dos, en el rincón de costumbre, apoltronados en aquel sofá acoplado perfectamente a la esquina, amparados por la oscuridad, aprovechábamos la oportunidad para mover nuestras manos, muy discretamente, eso sí, con el mayor disimulo, tratando de que nuestro semblante no reflejara la perturbación que sentíamos. Yo conocía perfectamente las aberturas de tu vestido, aquellas por donde podía introducir sinuosamente mi mano, cual invertebrada serpiente, y salvar la goma de tu braguita hasta llegar a tus zonas erógenas y sentir el terciopelo de tu piel, la suavidad del bello de tu pubis y la humedad en tu entrepierna, y advertir el ligero temblor de tu cuerpo y la aceleración de tus pulsaciones… Y esperaba con impaciencia a que alcanzaras el nivel máximo del deseo, a sabiendas que en el momento álgido volverías la cara hacia mí y me mirarías con ansiedad, transportada, con tus bellos ojos brillando de pura pasión… Entonces nos besaríamos, arrebatados, de tal forma que el término beso no es la expresión adecuada para reflejar la carga emotiva, turbadora, envolvente, que nos invadía. Aquello era algo más que un beso: era una degustación mutua; un embeberse; un intento de fundir dos bocas; una mezcla de sustancias y lenguas; un intercambio de almas… A veces, en medio de uno de aquellos besos, nos venía el natural y divino orgasmo como vehículo para trasladarnos al cielo. Y cuando nos comunicábamos la dulce sensación, surgía entre nosotros una dulce e íntima ternura que nos acercaba más y aumentaba nuestra complicidad.

sábado, 14 de noviembre de 2009


¿Para qué sirve un blog?


Me decía mi hija Mónica que a ella no le gusta abrir su corazón en público, es decir, manifestar sus interioridades, expresar sus sentimientos y ponerlos a disposición de quien los quiera conocer, y yo me quedé pensando, ¿entonces para qué carajo servirá un blog? Me puse a revisar las bitácoras de otros, sobre todo las que proceden de personajes conocidos —creyendo que ahí obtendría las pautas— y, para decepción mía, encontré de todo… Existen los que únicamente persiguen darse pote: «Me invitaron a dar unas conferencias», «Fui a la presentación de un libro y me encontré con Menganito y Zutanito, que me saludaron y me dijeron que la mantequilla no procede de la vaca», «Me invitaron a una comida y tuve oportunidad de saborear la cocina danesa»… Encontré muchas expresiones carentes de interés, esa es la verdad, donde se exponen demasiadas trivialidades que no conducen a nada. Y, en todo caso y sin que yo desee expresar la más mínima distinción de género, debo confesar que me agradan más los blogs de mujeres que los de hombres: Ustedes, señoras y señoritas que, generalmente, son más herméticas en los asuntos de la vida diaria —sobre todo cuando tratan con hombres, algo que no ocurre cuando hablan entre ustedes—, a la hora de escribir un blog muestran más sus sentimientos, sus afanes, sus quejas y, sobre todo, son más sinceras. En los blogs de los hombres suele haber cierta presunción o tienen una finalidad concreta como ayudar a que se vendan sus libros.

No piense que yo ahora intento inventar el teléfono, pero recurriendo a mi sentido de observación, a mi opinión de neófito «no comprometido con ideas predeterminadas», considero que escribir un blog es como escribir un diario, es como notificarse a sí mismo sus resbalones, fijar sus criterios, moldearse, reconstruirse, salir de esos estados desolados que en el fondo sentimos todas y todos, y exponerlos a nuestros congéneres para constatar que no estamos solos, o que nuestros quebrantos no son exclusivos, que son más los traumas que nos unen que los que nos separan.

Yo en mi blog me siento tan sincero, tan dispuesto a mostrar mis sentimientos más hondos, que no me importa para nada los "qué dirán". Aparte de eso, lo mejor que tiene mi edad es que uno ya no tiene por que fingir, por qué hacer creer que es otra cosa de lo que es en verdad. Yo ahora siempre ando con pantalón corto y en sandalias a pesar de que algunas señoras vecinas mías me miran con ciertos reparos. Pero eso no me produce ningún apuro. Incluso, mis corbatas las he regalado… ¿Habrá un utensilio más ridículo que la corbata? Hay algunos/as que se acercan a mí y me sueltan ironías como «¡juventud divino tesoro!» y yo me limito a sonreír. Una vez le dije a uno: ¡Oiga, ¿es que hay unas reglas de la vida que yo no conozco y usted sí? ¿Y cuáles son? Él se quedó mirándome y debió pensar: Seguro que por más cosas que le diga a este «viejo hippie» no lo voy a convencer de nada. Y ambos seguimos nuestro camino. Otro día mi vecina —que es una de esas beatas radicales— me preguntó que si pensaba entrar así vestido en la capilla (aquí, en el núcleo de los tres edificios donde yo vivo hay una capilla donde dicen misa)—. Y yo le contesté con el acento más inocente e ingenuo que pude: Es que yo no entro nunca en la capilla. Y ella dijo medio furiosa, ¡Claro, ahora se explica todo! (No sé a qué se refería…)

viernes, 13 de noviembre de 2009


Mensaje a Angelines


Por amor a ti, por observar un respeto que quizá antes no lo mantuve tan firme, llego al extremo de mantener a raya mi tendencia y necesidad (cada día menos perentoria, eso es cierto) de atender los requerimientos de mi libido. Es decir, me he impuesto el deber de guardarte fidelidad. Mientras, para que la sensación de tu presencia tenga efectos veraces, me induje la decisión de rechazar tu muerte. Tu muerte espiritual, entiéndeme, porque la física he tenido que aceptarla (¡qué remedio!). Y he infundido en mi mente distintas estratagemas alentadoras, acogiéndome a pensamientos como el del filósofo Gabriel Marcel, aquel que dice "Amar a alguien es decirle: tú no morirás jamás porque aunque hayas muerto vivirás en mí mientras yo viva". O usar como estandarte la frase de Rilke dedicada a una amante difunta donde expone que "otra vida comienza allí donde ella está". Además, trato de apuntalarme con nociones y sentimientos referidos a la trascendencia de los espíritus, y me consuelo diciéndome que no puedo ser tan estúpido y caer en el autoengaño de creerme que hablo contigo cuando, en realidad, hablo con la pared. Si a veces converso contigo es porque te siento, porque intuyo que me escuchas, porque detecto tu espíritu cerca de mí. Hay veces que en mi cámara de recepción interna parece resonar tu suave y juvenil voz para calmar mis desaforadas actitudes y dar un sentido más noble a mi vida… Alguien me lo discutirá, no lo dudo, porque no parece un pensamiento propio de una mente equilibrada, pero ¿está en condiciones de demostrarme lo contrario? Y es que si la Naturaleza me ha dado esta facultad de soñar, imaginar, fantasear, sensibilizarme y abrir mi entendimiento hacia una concepción espiritual de la existencia, donde la muerte definitiva no es admitida, ¿cómo puedo negármela si propicia en mí la sensación de tu presencia? Y, en todo caso, «prefiero una locura que me entusiasme a una verdad que me abata», que dijo Wieland.

jueves, 12 de noviembre de 2009


Mi vida en el mundo editorial


Cincuenta años, toda una vida, metido en el mundo editorial y —para mayor dolor de mi alma— plagada de malos recuerdos, de pobrezas de espíritu, de actitudes tacañas. Nada bueno de lo que pueda presumir. Al contrario, solo recuerdos que al entrar en ellos me siento humillado. Si mi vida privada ha sido una suerte de momentos agradables, de estados emocionalmente satisfactorios, de amor y creatividad, mi vida profesional mientras fui editor ha sido un desastre, la aniquilación de mi persona y de mis sueños, una coacción permanente a mi libertad. En el mundo editorial se brega con gente mediocre, listillos, eso sí, pero casi todos fracasados intelectualmente, malos poetas, tímidos soñadores, artistas de media caña. Allí se generan sueños que nunca se cumplen. Los empleados de una editorial son seres soñadores, explotados, siempre dominados por sus jefes, un auténtico cero a la izquierda. Con el paso del tiempo van llenando su alma de prejuicios, complejos y deseos no satisfechos. El día que yo escribí la carta solicitando el empleo de ayudante de producción que ofrecía la Editorial Alhambra, de Madrid, en las sección de "anuncios por palabras" del diario Ya (año de 1955), debieron agarrotarse mis manos, o pudrirse, o darme la gangrena, porque aquella carta, que causó tan buen efecto ante los que se autonombraban pomposamente "dictaminadores", al elegirme a mí para el puesto —entre casi quinientos solicitantes—, estaban sentenciando mi vida. Desde ese momento me convertí en una persona con muchos sueños pero con pocas oportunidades de realizarlos. Ese día me condené a ser un simple peón de brega, un esclavo, un comodín de diferentes y desconsiderados editores, que en lugar de cerebro, ocupan su cabeza racanera con billetes de banco. En ellos no existe ningún afán por la cultura, ningún amor a la literatura, ni deseos de descubrir nuevos valores. Sólo prestan oídos a lo que consideran que se ha de vender bien. De lo demás, nada. Puro vacío. Sólo el dinero los tienta. Si, es cierto que que no se puede dejar de sopesar que aquella era una época triste de España: año de 1955, Franco en el poder —en el poder absoluto— y en el mejor momento de su apogeo. Pero, aparte de todo, dentro de la pobreza material y psíquica generalizada de aquella época tan triste, la editorial en la que yo comencé a trabajar era de risa. Éramos pocos empleados, pero todos llenos de taras psicológicas, de ocultaciones acerca de nuestra realidad privada (en aquella época, había que ocultar que eras pobre o todo el mundo te cagaba encima), de rencores y competencias, de querer ser el más listo sin serlo. Teníamos un gerente general, don Benito Montuenga, que era fanático del Real Madrid. Cuando su equipo perdía, durante la semana siguiente nadie nos podíamos acercar a él, porque todo lo censuraba, todo lo veía mal, nada en la vida era digno de alabanza. Ahora, si el Madrid ganaba, todo eran sonrisas y buenas maneras. Era, incluso, el mejor momento para acercarse a pedir un aumento de sueldo (que nunca te lo concedía, aunque ganase el Real Madrid, pero al menos no te metía una patada en el culo…). En el departamento de producción éramos tres, Zambrana, el jefe; Murillo, corrector de pruebas, y yo, ayudante para todo: atendedor, selección y responsabilidad de fotograbados (entonces todo se hacía en tipografía), control interno de originales, etc. Yo era un jovencito inexperto pero lleno de buenas maneras e intenciones, ingenuo hasta la saciedad. ¡Mi primer trabajo! ¡Oye! ¡Qué importante! 22 años y ya era ayudante del ayudante del ayudante… Acababa de echarme novia y eso significaba que iba camino de convertirme en un ser respetable… Creo que Ibáñez, el creador de Mortadelo y Filemón, andaba por allí cerca, porque no me cabe ninguna duda de que se inspiró en nosotros…

miércoles, 11 de noviembre de 2009




Creer y no creer: un dilema


¿El hecho de no creer que exista nada por encima de nuestras cabezas es un signo de superioridad intelectual? Parece ser que sí o, al menos, de ello presumen algunos científicos y muchos personajes de probada cultura y altos coeficientes. Pero yo creo que sería mejor adoptar una postura intermedia. No creer en nada de forma tajante demuestra una colosal falta de imaginación, una forma de engañarse a sí mismo, de justificar actos como el egoísmo, la falta de solidaridad, el desinterés por el prójimo, el tono de yo primero y detrás los demás. En realidad, es una forma de ingresar en un establo existencial vacío, ocupado si acaso por un inquietante criterio de no complicarse la vida y despojarse de todas aquellas inquietudes que puedan causar perturbaciones existenciales.

Yo, personalmente, ni creo ni dejo de creer. Por un lado, la razón, la capacidad de razonar situada en mi hemisferio cerebral izquierdo, me suele martirizar imponiéndome su frialdad académica, exigiéndome un respeto al pensamiento y a los postulados científicos de la materia que son ciento por ciento demostrables. Me exige que preste atención al sentido práctico de la existencia y su inapelable manifestación configurada dentro de la pureza científica; me dice que no crea en lo que no se ve y no se puede palpar y mucho menos demostrar. Por otro, y sin apartarme demasiado de los razonamientos —en este caso, filosóficos y metafísicos— que se producen en mi mente, hay algo que me dice que todas esas manifestaciones materiales, toda esa profusión de perfecciones biológicas y moleculares que dan lugar a la existencia, pujan en mi mente por hallar una explicación, por demostrarme que al formar parte de mi capacidad imaginativa y deductiva para crearlas, me convierto en un ser abocado a descubrirlas, conocerlas, y explicármelas, y me gritan al oído que tienen que tener una razón de ser, un significado, algo que tal vez va más allá de mi comprensión y de mi condición humana limitada por unas reglas universales que pueden tener un sentido: Hasta aquí puedes llegar; de aquí en adelante todo te está vedado y sólo puede ser suplido por tu imaginación y tu creatividad, que para eso te han sido dadas… Estas parecen ser las reglas universales.

Pero quien quiera que nos haya creado, quien quiera que haya utilizado sus conocimientos y poderes para procurar nuestra existencia, sea lo que sea de donde provenimos, se ve con toda claridad que todo está sometido a leyes universales. Yo, cada vez que leo algo relacionado con la composición de nuestro organismo, de nuestro cerebro, de nuestro sistema circulatorio y nervioso, de la actuación diversa y necesaria de los más de diez mil millones de neuronas, me quedo pasmado. En realidad, si nuestro creador ha sido un dios todopoderoso, tendrá que haber sido un ser un tanto abstracto y mentalmente complicado. Indudablemente, por más que un grupo de científicos lo diga, no creo que seamos obra del acaso, pero no hay duda que nuestro origen no es el barro. Tenemos en nuestro organismo miles de elementos que todos se relacionan entre sí. Algunos parecen tener vida propia y obedecer unas normas implantadas por un código inteligente. No pueden estar ahí proporcionando vida a nuestro organismo sin que nadie los haya implantado con ese fin…

martes, 10 de noviembre de 2009



Si yo fuera creyente…


Si yo fuera creyente no tendría la menor duda de que ella, su espíritu, me está ayudando a vivir. Si yo fuera creyente no me extrañaría verla venir en mi ayuda no una, sino mil veces. Si yo fuera creyente, estaría seguro de que son sus palabras las que llegan a mí. Si yo fuera creyente no dudaría que cuando le hago preguntas ella me responde. Si yo fuera creyente admitiría que mi nueva actitud ante la vida es obra de ella. Si yo fuera creyente no titubearía en pensar que ella se fue antes que yo para salvarme a mí de mí y abrirme camino. Si yo fuera creyente cuando miro su fotografía y la veo sonreír no tendría ninguna duda de que la que sonríe es ella. Si yo fuera creyente, mis sueños con Angelines los consideraría una forma de comunicarnos… Si yo fuera creyente, ¡ay, si yo fuera creyente…! Pero como no lo soy… Ahí es donde se forma en mi mente un enorme e insoportable enredo emocional. Siento su ayuda de forma tan clara, tan evidente, tan divina que solo podría desentrañar el misterio si yo fuera creyente…

¡Qué extraña es la vida! A lo mejor, si yo fuera creyente no vería ninguna de estas cosas porque yo hablaría directamente con Dios y a ella la pondría a un lado. Pero como no lo soy, Angelines, solo ella, acapara mi atención y mi corazón y mi subconsciente es habitado por ella. Claro, sería un poco abusivo y científicamente fácil cargarle todos estos efectos a mi imaginación, a mis anhelos, a mis deseos obsesivos o a mis alucinaciones cerebrales. Yo me tengo por un individuo normal dentro de lo que cabe, realista y sin obcecaciones confusas ni supersticiones. Aunque no dejo de reconocer que mi deseo de ella es tan fuerte que, inconscientemente, podría manipular mis neuronas para hacerme creer que veo lo que no existe.


El principio de humanidad


En la medida que el ser va dejando a un lado su condición de humano, va perdiendo su conciencia de la vida y alejándose de los requerimientos de ésta. El error, el gran error de algunos es considerar que cuanto más humano, más perverso, aunque la perversidad se de en unos pocos. Sin olvidar que si somos humanos es porque la Naturaleza nos ha hecho así —con todos nuestros errores y nuestras virtudes— y eso es algo inevitable (a no ser que nos quitemos la vida o lo abandonemos todo y nos vayamos a la selva a actuar y vivir como niños-lobo). Y, de todas las maneras, también es digno de agradecer, porque nuestra condición humana nos permite crear y apreciar el arte, maravillarnos ante la magnitud del universo, progresar, componer e interpretar música, apiadarnos, corregirnos, sentir, tener conciencia de nosotros mismos y de lo que no rodea, aprender, amar a nuestros hijos no solo cuando son pequeños y desvalidos, sino después, cuando son mayores y solo necesitan nuestro amor como apoyo emocional… La ceguera que impone la ambición intelectual y material, es lo que creo que ha deformado al mundo, en unos casos; en otros, la falta de prevención o la esquizofrenia de algunos líderes, o la ambición desmedida. Hitler, Stalin, Mao no se caracterizaron por su pertenencia a la especie humana, sino por su ambición… El científico que tiene tan desarrollada una parte de su cerebro como para inventar una máquina destructiva o contaminadora o un arma para matar, tiene otra parte del mismo —la parte sensible, la solidaria, la de los sentimientos nobles— un tanto anquilosada, inservible por falta de uso o porque la ambición se la anula. Y de todos modos cuando un científico inicia la investigación de un proceso, o intenta mejorarlo, no considera para nada lo inmaterial, solo le importa su investigación y la fama que le traerá sin importarle el uso que se dé a su invento. Pero hay mucho fraude en torno a eso. ¿Por qué Al Gore y los «verdes anticontaminación» no han protestado por la puesta en marcha del acelerador de partículas? ¿Y por qué Al en lugar de viajar en su jet privado —que contamina la atmósfera innecesariamente—, no lo hace en un avión de línea regular…? ¿Por qué en lugar de amontonar dinero y darse una vida de millonario, no dedica sus ganancias a una lucha «verdadera» contra la contaminación? ¿Por qué los científicos tan extremadamente inteligentes no tratan de inventar algo que nos libre de los males que se avecinan? En realidad, yo creo que la humanidad ha tomado el único camino que sabe de acuerdo con su condición y su necesidad de progreso. Posiblemente si encontráramos un planeta habitado y en nuestro mismo grado de «civilización», tendrían los mismos problemas que nosotros. En este momento, el asunto es cómo resolverlos.