sábado, 31 de octubre de 2009



La magia del ser humano

¡La vida, a pesar de los contratiempos que nos suele presentar, es mágica, insólita y maravillosa! Y creo que esta sensación es la fórmula que, en algunas ocasiones —incluso, en muchas— nos otorga un cariz de singularidad y asombro, y, sobre todo, de embelesamiento. Estas propiedades son las que la hacen válida y soportable. Porque, ¿qué sería de nosotros si nuestro conocimiento fuera pleno pero friamente académico, si la acción de la Naturaleza solo la midiésemos en términos físicos o matemáticos, sin ninguna concesión a lo imaginativo y lo banal? ¿Qué sería de nosotros si el misterio, la curiosidad y la incertidumbre no nos embargaran y nos causaran la fascinación que nos causan? Imagínense si careciéramos de facultades para sentir y apreciar la belleza; si una puesta de sol, un paisaje deleitoso, o una sonrisa no causaran conmociones espirituales y no aumentaran las palpitaciones en nuestro corazón; si viésemos la vida con la misma simpleza que puede verla un reptil, un camello o un asno, que, para mí, son los animales que demuestran tener una carencia absoluta de curiosidad y emociones.
La persona que vemos en la fotografía que encabeza este texto —y que aparece sentado en el sofá de la familia Simpson—, es don Antonio Delgado, mi magnífico e inefable amigo. Nos conocimos en Valencia, en el lugar más inverosímil para establecer una relación: el cementerio; allí fue donde iniciamos nuestra amistad. Ocurre que nuestras respectivas esposas reposan en nichos casi contiguos, y se dio la coincidencia de que ambos efectuábamos la visita los sábados a la misma hora. Él siempre iba acompañado de su hija Monserrat, una mujer bella y de gran sensibilidad, además de extraordinaria conversadora. Como es frecuente en estos casos, comenzamos charlando de temas intrascendentes inspirados por la cortesía y el encuentro casual, y acabamos convirtiéndonos en dos buenos amigos cuyas reuniones no se limitaron únicamente a los sábados en el camposanto, sino que las prolongamos a los jueves de cada semana. Don Antonio tiene 82 años y posee esa personalidad extremadamente animosa e ingenua necesaria para disfrutar de una larga vida. Su presencia en esta fotografía demuestra con qué fruición se abraza a la vida. Y es que esa es la clave de la existencia: el ánimo, el amor, el encantamiento. Somos seres humanos, la mayor jerarquía entre todas las especies que pueblan la tierra, y debemos responder a esa responsabilidad y esa gracia que nos ha sido otorgada amando a la vida en todas sus manifestaciones, y no sólo en lo profundo y en lo trascendental, sino también en lo trivial, en la desatención a lo fundamental y en la erradicación de penas que nos proporcionan los mitos…

viernes, 30 de octubre de 2009



¿Qué es el amor?

¿Qué es la felicidad sino esos momentos gratos, preñados de satisfacción, cuando los sentimientos se elevan y se perciben las virtudes de la vida en su plenitud? Una intensa noche de amor en la habitación de un hotel; una excursión a un sublime e ignoto lugar; una celebración en familia donde priva la alegría y el buen humor; la contemplación, abrazados o cogidos de la mano, de una puesta de sol en la montaña; una tertulia familiar después de la cena, de explayado diálogo y exposición de emociones y propósitos; el éxito académico o deportivo de un hijo o una hija; una grata reunión con amigos; una charla intensa y compenetrada entre entre mujer y marido, de ilusiones y anhelos, o de éxitos personales, o de manifestación de amor y planes futuros, donde queda demostrado que hay coincidencia de sentimientos, aunque no necesariamente los tenga que haber de puntos de vista…
Podrá parecer una perogrullada, pero la intensidad y perdurabilidad de nuestra relación conyugal se debió al amor. Es algo fácil de afirmar, pero difícil de describir y demostrar. Se han hecho tantas definiciones del amor que lo han convertido en un sentimiento confuso, metafórico, a veces ñoño, cuyo sentido se versifica, y suele ser presentado como una verdad reposada a un tiempo en el alma y en el cuerpo —Rimbaud—; o en el deseo de poseer a quien nos posee —Edgar Morín—; y como la simple respuesta al llamado del otro —Heller—; o que «no es otra cosa que el localizar en un ser, en una vida, dentro de los límites de un rostro y un cuerpo, todo un mundo de abstracciones y anhelos, de espacios infinitos e irrealidades sin medida», que se le ocurrió decir a un poeta como Pedro Salinas. O la sentencia de Robert Herrich, que nos anonadó con aquello de: «Por favor, ámame poco si quieres amarme mucho tiempo». O lo que, para desilusión de muchos, Marguerite Yourcenar, dixit: «Hay que amar mucho a una persona para arriesgarse a padecer. Debo amarte mucho para ser capaz de padecerte»…
Cuando, en realidad, el amor, el verdadero y válido amor, el que se disfruta a lo largo de la vida con intensidad aunque por diferentes razones según el momento, es decir, la buena y duradera relación, proviene de un estado de ánimo compartido; de un propósito común; de una ilusión perenne y una armonía de sensibilidades y pensamientos; de un concepto sin fisuras respecto a la lealtad y a la coincidencia de inquietudes, la comprensión, la comunión de intenciones, y, sobre todo, de complicidades. Y no es sacrificio, porque lo que yo hago por el ser amado no es ningún sacrificio, sino entrega; no es padecimiento ni es renuncia.
Antes y después de casarnos, tanto Angelines como yo vimos a nuestro alrededor un crecido número de matrimonios rotos o en estado de descomposición, o destruidos, o muertos en vida, que es lo más frecuente. Bien cerca de mí tengo el fracaso de mis padres. Cuando mi padre pretendió a mi madre, apenas cumplía 16 años, y mi madre 19. Dado que en sus pretensiones se enfrentó a la férrea oposición de mis abuelos, hubieron de recurrir a diferentes estratagemas para alimentar su pasión y, desentendiéndose de los obstáculos que le salían al paso, mi padre escribía sus más encendidos versos de joven y apasionado poeta para conquistar-engatusar a mi madre:

¡Mi virgencita loca! ¡Mi virgencita loca!
Tú que eres mi divina musa de carne y hueso,

apaga en mí esta fiebre de besos con tu boca,
y ahoga esta tristeza eterna con tus besos.

Y mi madre, probablemente, apagó la fiebre de mi padre con sus besos, y es posible que agregara algún complemento, pero sus afanes bomberiles no dieron resultado, porque, aunque se casaron y obligaron a mucha gente a dar su brazo a torcer, diez años más tarde él huyó de su lado, con una compañera de trabajo oculta en su equipaje, y propiciando que las apasionadas y prometedoras expresiones de un amor delirante fueran barridas por el viento. Y así fue como tal despropósito constituyó al martirio y la destrucción de ambos e, irremediablemente, nos afectó a nosotros, sus hijos, sus más vívidas creaciones poéticas, según él mismo confesaba. ¿A qué se debe que tanta dulzura, tanto amor encendido, tanta pasión y poesía se convirtieran en un humeante y maloliente montón de mierda, es un misterio imposible de desentrañar. Nadie lo sabe. Aunque, cuando se analiza bien, se descubre que estas posturas son propios en los impredecibles desvaríos del ser humano.

jueves, 29 de octubre de 2009



Lo extraño de la vida

Al rebasar los 60-65 años es cuando comienza uno a darse cuenta de lo extraña que es la composición de la vida. Hasta entonces, entre que si los estudios, que si la preocupación de abrirse camino, echarse novia o novio, tener las primeras experiencias sexuales, casarse, concebir hijos, comenzar a pagar facturas, entrar en el tráfago competitivo, etc., uno casi no repara en el embrollo existencial y tenso donde estamos metidos. Entonces todo parece ser normal y como tal se acepta. Luego, tras la jubilación, en la medida que uno va siendo arrinconado, o cuando se auto-arrincona —como es mi caso—, es cuando la mente empieza a inquirir y a preguntarse qué coño es esto, qué hacemos aquí y para qué hemos venido al mundo… Y es que estas parecen ser las pautas que utiliza la vida para conducirse, es decir, así es como está organizada. El asunto sería saber quién es el organizador —si es que realmente hay alguno— y cuáles son sus fines —si en verdad existen—, y por qué le son escondidos a la humanidad.
En alguna ocasión he escrito que el mundo es así: misterioso y oculto, y, además, fundado en el desconocimiento y en la incógnita. Si lo supiéramos todo seríamos como dioses aburridos o viviríamos en el horror al saber con seguridad que detrás de esta vida no hay nada, solamente silencio… Pero esa tiene que ser una de las posibilidades. Ahora, así como somos, poseemos sensibilidad para captar lo bueno y lo malo, para disfrutar y entristecernos, para amar y aborrecer, para desear sin sentirnos satisfechos. Es una muestra de que no conocemos nada o casi nada y de que todas las cosas son imprevistas, lo cual nos crea un desasosiego pero es también un incentivo para que el mundo progrese y vaya a más. Imagínese que supiéramos con certeza que existe una vida superior a esta, en la cual se es absolutamente feliz, y que nuestro destino consistiría en arribar a ella después de que fallezcamos. Nuestro interés por esta vida sería muy relativo y apenas se nos presentara un contratiempo estaríamos deseosos de morir para acceder al otro mundo y desviar la situación… Me contaron un chiste no hace mucho respecto a una viejita que se encontraba en el lecho en trance de morir; el sacerdote que la atendía trataba de calmar su angustia diciéndole: «Alégrate, hija, porque estás a punto de llegar a la casa del Señor… Ay, sí padre, respondió ella, pero como en casa de una no se está en ninguna parte…» Por ejemplo, ponga usted su hemisferio izquierdo a razonar y pregúntese: ¿Cómo son los espíritus? ¿Qué hacen? ¿A qué se dedican? ¿Tienen boca y ano? ¿Comen y defecan? ¿Tienen contactos sexuales? ¿Saben reír y llorar? ¿Duermen? ¿Tienen ojos y ven? ¿Usan el teléfono celular y la computadora? ¿Cómo se divierten? ¿Están todo el santo día alabando a Dios? ¡Pues vaya pesadez, dirá Dios, tener a todas estas sombras en todo momento haciéndome reverencias y sin yo disponer de un momento de vida privada…!
No, es algo que en nuestra mente no cabe. Pero no me voy a poner negativo. Ahora se habla mucho de esa red neuronal que tenemos en nuestro cerebro por la cual circula la manifestación religiosa y la creencia en Dios. ¿Quién nos la ha dado y por qué si no existe nada? Yo mismo que no tengo ninguna creencia firme y en mi cerebro cortical todo son dudas, tengo una especie de intuición, un instinto, en relación al espíritu de mi mujer. No es nada razonado —ya que son cosas que no se pueden razonar—, pero es un convencimiento emocional de que ella, su espíritu, está en alguna parte y, a veces, establece una comunicación conmigo y hasta hace alguno que otro milagro: me sana, se me aparece en sueños y me orienta en determinadas ocasiones… ¡Pero de esto ya les hablaré otro día!

miércoles, 28 de octubre de 2009



¿Qué estarías pensando…?

Dime, ¿qué estabas pensando cuando me miraste así? ¡Cuántas emociones me produce esta mirada tuya! Veo, sobre todo, un sentimiento de amor, porque eso era lo que más tú sabías dar, pero también siento que hay un deje de reproche. Bueno, no quiero exagerar: reproche en la medida que eras capaz de reprochar algo, porque en tu corazón no había lugar para tal sentir. Hay ternura en esa foto, qué duda cabe, ya que ese era otro de tus juicios más destacados…! Es lo que tiene el retrato: cada vez que lo miro —y lo hago muchas veces cada día— me inspira una disposición tuya diferente: de pasión, de requerimiento, de ánimo, de severidad, de dulzura… Probablemente son cosas mías, producto de mi imaginación o de mi subconsciente, o dependiente de mi estado de ánimo, pero, sobre todo, es la necesidad que tengo de ti y de tu apoyo, o por el vacío que me confiere tu ausencia, o será por la añoranza de tus caricias, o ante el deseo de que me indiques la senda, o que, de alguna manera, escuches mis palabras. ¡Qué cosas! La vida es tan rara, amor…, y las fotografías siempre han tenido una participación tan acentuada en nosotros que parece que todo hubiera sido previsto por una deidad traviesa o reevoltosa. Y no me refiero al hecho sincronizado de que yo tuviera en mi poder una foto tuya desde un año antes de conocerte —y que te he de aclarar que de ninguna manera fue la que me condujo a ti, porque me enteré de que la tenía dos meses después de hacernos novios, algo que, ya de por sí, supondría un cúmulo de asombros e invitaría a pensar que alguna fuerza externa impredecible nos maneja—, sino porque posar no era una de tus predilecciones. Y precisamente, en esta, que la obtuve unos siete meses antes de que murieras, sí lo hiciste. Es como si «alguien» te hubiese musitado al oído: ¡Déjale este recuerdo, que lo va a necesitar…! Luego está esa sonrisa «giocondana», que unas veces la detecto de forma tenue; en otras se acentúa, y en otras desaparece. Si te miro y te encuentro seria, te musito: «sonríeme, por favor; no me mires tan severa». Y, tras hacerte este ruego, desvío mi mirada por un segundo y cuando la vuelvo a ti, capto de nuevo tu delicada sonrisa. Hay algo, amor, no hay duda de que hay algo. Ahora tú lo debes saber… Claro, antes que nada hay que considerar que nuestro matrimonio no fue un matrimonio convencional, no uno más o uno del montón. Fue una unión especial, más construida y mantenida por ti que por mí, lo reconozco. Porque mi desvío, mi deslealtad pudo haber acabado con algo que habíamos estado edificando durante los doce años anteriores… Aunque, bien pensado, la presencia de Astrid en mi vida —en nuestra vida— pudo estar calculada por «la deidad que arregla nuestros ires y venires», sea quien sea. ¿Habría llegado Dany al mundo de no haber sido por la reconciliación originada entre nosotros tras mi separación de esta muchacha y mi regreso a ti? ¿Habríamos tenido los 28 años posteriores de idilio y amor apasionado, sin brechas ni objeciones, si no hubiera existido ella? ¿Se habría sincerado nuestra unión, progresando tal como lo hizo hasta llegar a una relación casi perfecta? Por esa razón, quiero gritarlo ahora para que todo el mundo lo oiga: Me enganchaste bien, amor, ¡claro que me enganchaste! ¡Y qué sujeto a ti me tienes aún! ¡Si te tengo aquí, casi resucitada, a mi lado, en mi corazón, en mi mente, en mi alma, a toda hora! Y no pienso dejarte ir, porque si te vas de mi lado, el mundo se me viene encima…

martes, 27 de octubre de 2009



¿Con qué ojos hemos de mirar la vida?

¿Con qué ojos debemos mirar la vida? ¿Con los que la reprueban o con los que la bendicen? ¿Cuál es el color del cristal con que se debe observar?
A partir del día que en mi declaración fiscal comencé a escribir la palabra “viudo” en respuesta a “diga su estado civil”, mis parámetros, mis impulsos, o sea, mis puntos de vista o, más bien, mi sentido de la vida, han ido cambiando paulatinamente. También ha cambiado mi entorno, mis circunstancias, mis temores, mis ideales. Ha cambiado mi forma de ser y mi forma de estar, mi forma de vivir… Ahora, dentro de mi casa, todo es silencio, no hay rumores ni risas, ni conversaciones, ni tan siquiera llantos. Sólo capto la persistente gota de un grifo mal cerrado, o el motor de la nevera, o los sones musicales a los que suelo recurrir cuando mi pensamiento me perturba demasiado. Y es curioso que lo que yo antes aborrecía, ahora es lo que más me agrada, como son los ecos del vecindario que llegan a mis oídos desde los patios, o a través de las paredes. Esos clamores me traen la sensación de que la vida no se ha detenido para nadie, salvo para mí. Escuchar las discusiones de matrimonios mal avenidos, el angustioso grito de una hija impaciente ante las prevenciones de su madre, los ladridos lejanos de un perro, las sirenas de los barcos, el lloro de un bebé, el golpeteo rítmico de una lavadora, la música de rock duro que ahoga el desamparo de un adolescente, el palique de dos mujeres de ventana a ventana, o de puerta a puerta, en los rellanos… Viniendo como vengo de una familia numerosa, compuesta por una mujer, Angelines, seis hijos plenos de energía y de humor alborotador, y yo, una familia amplia un tanto predispuesta a lo extravagante, una familia donde reinaba el amor, las risas, las ilusiones, la alegría; donde privaban el hambre de vivir, los anhelos, las ansiedades, las pasiones; los proyectos, los discursos, los desengaños, las inquietudes, las ansiedades, las visitas, y otras concreciones ambiguas, si se quiere, pero plenas de vitalidad… desde tal procedencia, digo, a verme desposeído de amor palpable, carecer de confrontaciones domésticas, de todas esas pequeñas y grandes agitaciones propias de la vida diaria, ha significado un cambio inesperado, tan ajeno a lo que podría calcular, que he acabado sumido en un anonimato vacío de ilusiones.
Mis vivencias ahora las obtengo del acto de pensar, meditar, leer, tomar notas, escribir poesías, y registrar mis angustias en este diario, que es como si me escribiera a mí mismo…

lunes, 26 de octubre de 2009



La incógnita de la vida

Sí, la vida, además de absurda, parece una zoquetada. Si hubiera sido creada y, además, fuera operada por el Dios convencional —ese Dios al que se le rinde adoración y se le cantan aleluyas y letanías— , tendríamos que pensar que se trata de un Ser terrenal con una mentalidad un tanto complicada y surrealista. Y si ha surgido de la nada, si yo estuviera absolutamente seguro de ello, pues me evitaría tener que escribir este artículo ya que no existiría una razón para presentar una reclamación porque no solo no habría a quién reclamarle sino que la vida carecería de método. Y lo que yo deseo hacer ahora, en este momento, es presentar una querella…
Veamos: Si somos obra de Dios, yo, ante el desfigurado estado de tantas y tantas cosas, en mi papel de célula con facultades de discernimiento —creada y programada por Él—, tendría todo el derecho a elevar mi protesta. ¡A quién se le ocurre inventarse un corral de patos locos como éste y dejarlo que transite al albur por tan extraños caminos! Yo que, en verdad, ni creo ni dejo de creer —en realidad, no entra en mi cabeza ninguna de las dos teorías—, si creyera que Dios está ahí, detrás de esa nube, no me escondería para llamar su atención. Me dirigiría directamente a su eminencia y, en lugar de recitarle letanías, le diría: ¿Pero cómo se puede tener la categoría de Dios y ser al mismo tiempo un chico tan descuidado? ¿De verdad estás orgulloso de haber creado este tinglado inútil, lleno de complicaciones vanas? Se ve con toda claridad que tú y tus arcángeles perseguís unos fines que no coinciden con los de nosotros, los mortales. Sólo, por alguna extraña razón, parece importarte la multiplicación y la evolución de las especies. ¿Somos sólo un experimento que nada tiene que ver con el amor, la justicia y la compasión, sentimientos tan pregonados en tu nombre por tus «empleados» de aquí abajo? ¿Nos has creado como un experimento, para ver hasta dónde somos capaces de llegar, y en qué momento haremos que tu invento reviente? Pues no acabo de ver la razón. A no ser que además de carecer de sentimientos seas un ser despiadado, y que tu entretenimiento principal consista en ver sufrir a la gente. Está claro que no te interesamos casi para nada, que no te importa si hacemos ochos en el aire o vivimos con la lengua afuera, si cometemos adulterio, o si asesinamos a nuestro vecino o le sacamos las tripas a los gatos. Antes yo pensaba que nos habías dado una serie de medios como aliento para que nos sintiéramos felices, como las flores, su perfume, el amor, el mar, el sol, las artes, la danza, la sonrisa y esas cosas… Pero no. Ya veo que la mayor parte de los sentimientos ñoños que nos has inculcado, no pasan de ser un truco, un engaño para desviar nuestra atención y evitar que te exijamos cosas más sólidas, más valiosas. Todo parece estar hecho para la proliferación de la vida orgánica: el placer que se siente al fabricar un hijo; la satisfacción de comer, el amor carnal, la facultad de hablar, la ambición de poseer más de lo que se tiene. Pero no acabo de ver el propósito, la razón, o el sentido de la vida. Pienso que puede obedecer exclusivamente a una necesidad tuya, algo relacionado con tus intereses, que forma parte de tus necesidades de nutrición, algo así como si fuésemos un criadero de truchas para abastecer el mercado…

Y bien, como no pretendo dejar este texto cojo: ahora supongamos que Dios no existe y que todo este tinglado se ha edificado solo… Que estos millones y millones de repugnantes, gelatinosas y malolientes células que nos habitan, las cuales, en una perpetua y desatada orgía, se pasan todo el santo día revolcándose entre ellas, y reproduciéndose sin ningún propósito claro, sin que lo que hacen tenga ningún propósito determinado, solo por que así están programadas «por el azar y la necesidad» o lo hacen por el placer de hacerlo… En este caso, nada tiene sentido ni justificación. Esto de aquí, la vida que nos rodea, al ser totalmente absurda y sin ningún fin, carece de razones para exigir un comportamiento. Aquí no existe la ética, ni la bondad, ni el perfume de las flores. No trascendemos. No tenemos futuro. ¿Almas vagando entre las nubes mientras tocan la lira? ¡Ja, ja, ja.! Pero, ¡por favor! ¿Quién sería el loco que se inventó tal figura? Tampoco la sonrisa es un signo de amor, sino una simple contracción grotesca y nerviosa de los músculos faciales. La ciencia, los discursos, la filosofía, la poesía, el arte, es pura charlatanería porque carece de trascendencia ya que todo está hueco, vacío. Mañana este planeta se quedará inerte y será un pedrusco más de un color gris apagado, dando vueltas tontamente alrededor de un sol que también perecerá con el tiempo y, después, solo quedará el silencio, la noche. Todas esas linduras inventadas por el hombre desaparecerán eternamente… Y con el paso del tiempo, tal vez, un meteorito despistado volverá a chocar con este pedrusco y posiblemente se creen otra vez las condiciones apropiadas para generar la vida y, ¡hala!, otra vez a comenzar: genes por aquí, amebas por allá, células locas, líquidos extraños borboteando basura, bacterias convulsas, lluvias de ácido, ¡pollas en vinagre! ¿Todo ese lío para qué? En realidad, si no existe Dios, las guerras, el hambre, la ambición, la insolidaridad, la mentira, el aprovechamiento de unos pocos a costa de la pobreza y las angustias de otros, son otras tantas acciones humanas lícitas, sin ningún sentido de pecado, algo que no tiene por qué juastificarse. Claro que yo me pregunto: ¿y por qué habrían de justificarse? En realidad, son actitudes tan valiosas, huecas e ineficaces como las demás porque, sin Dios y siendo lo nuestro una especie de aventura provisional, ni el mal ni el bien existe y carece de sentido implantar una reata de normas morales, que solo serían virtudes inventadas por los listos de aquí abajo para engañar a los tontos de una escala inferior y para que éstos se avengan a sus deseos mediante las amenazas de la condenación eterna. No. Sin Dios no hay esperanza ni la Vida tendría explicación alguna…

(La foto del encabezamiento de este artículo podría ser de mi hija Mónica, pero ella no puede estar en dos sitios al mismo tiempo, porque también es la que aparece ahí mirando al firmamento y preguntándose: ¿Qué es la vida? Será entonces de su marido Serafim…)

domingo, 25 de octubre de 2009



La vida y sus secretos

Cuando intentamos penetrar en los secretos de la vida surge una especie de desamparo. No hay explicación científica ni filosófica que nos llene, y menos en estos tiempos nihilistas y deshumanizados que nos conducen a la autodestrucción y al atontamiento. Yo, ahora, en este momento, vivo una fase que me hace sentir un fuerte desdén hacia los iluminados. Cada vez que leo que Aristóteles dijo esto, y Kant aquello otro, y Schopenhauer lo de más allá, casi me entran ganas de reir. ¡Pero, por favor! ¿Qué se esconde detrás de aquellos que dicen saber en qué consiste la vida? ¿Durante cuánto tiempo se insistió que el hombre y la mujer, primero que descendían de Adán y Eva, luego que del mono; ahora, cien o doscientos años después, dicen que no, que los humanos y los monos siguieron diferentes caminos… Generalmente, es por ambición no por conocimientos contrastados. Ambición de liderazgo, o de hacerse célebre, escribir un libro y ganar dinero. Y, de cualquier manera, es un objetivo personal, no humanitario. Cuando veo todos esos predicadores de la televisión me entran ganas de llorar o de reirme de la ingenuidad de las gentes… ¿Cómo puede dejarse engañar, así, sin más? ¿Es que están tan necesitados del apoyo divino que hace que se lo crean todo? Hay unos predicadores que hablan con furia, como si el mismo Dios les hubiera encomendado que solucionen el asunto a bofetadas o dando puñetazos sobre la mesa (no hace mucho tiempo un «iluminado» se rompió una mano por dar un golpe); otros lo hacen con mansedumbre, tratando de penetrar en el espíritu de las gentes y en sus corazones atribulados; otros prometen dinero, riquezas, buena posición, presentan a un Dios dadivoso con los bolsillos rebosantes de monedas… y a cambio de situar a los fieles en magnífica relaciones con ese Dios que otorgará riqueza, ellos solicitan una colaboración económica por adelantado, sin esperar a que llegue su encopetado dios repartiendo billetes y flores. Es inútil que indaguemos, que nos hagamos la clásica pregunta de quiénes somos, adónde vamos o de donde venimos. Cuanto más indagamos mayor es la confusión. Blaise Pascal lo dijo: «Una de las principales enfermedades del hombre es su inquieta curiosidad por conocer lo que no puede llegar a saber.» Si acaso, mediante un método deductivo nos podemos acercar en un punto a la verdad, pero nunca habrá certeza por más sugerentes que sean las maravillas del mundo. Tal vez recurriendo a lo más palpable: la Naturaleza. En la Naturaleza encontramos una actitud de inteligente determinismo, y confiamos en que por parte de ella siempre habrá un sometimiento al cumplimiento de las normas establecidas. Y ese es el caso: tan absurdo es pensar que el universo, el ser humano, las plantas, etc. han sido creados por un dios, como la idea contraria: los que dicen que todo se ha hecho solo, de casualidad. Me gustaría que algún científico de esos me aclarara si realmente existe algo que se haga solo. Actualmente, los darwinistas —con Dawkin a la cabeza— andan predicando que lo más racional en la vida es ser ateos, sin explicar por qué o explicarlo con argumentos confusos. Y me pregunto yo, ¿a ellos qué lo mismo les da que unos crean y otros no? Dicen que las religiones originan guerras. Pues sólo hay que examinar la historia para conocer que los ateos son los que más las originan. ¿era católico Stalin?; ¿en quién creía Mao Tse Tung? ¿Hitler eliminó a los judios por cuestiones religiosas? ¿Y lo de Pol Pot y los jemeres rojos, que se cargaron a millones de gentes con la simple disculpa del «enemigo oculto»? Lo que nos hacen pensar estos predicadores de pacotilla es que lo único que les interesa es que de sus libros se vendan miles de ejemplares y les produzca enormes cantidades de dinero. Creo que esa es su verdadera religión… Mientras tanto hay que comportarse como una célula privilegiada a la que se le ha dado el poder del discernimiento y la sensibilidad. Además de la facultad de hablar.

sábado, 24 de octubre de 2009




Vicisitudes de un aspirante a escritor

Veamos —me cuestiono un día 24 de octubre de 2009, a las 3 de la mañana, mientras padezco una demoledora crisis de identidad y un dolor en la mano izquierda (me partí la muñeca tras una caída) que no me deja dormir—, aclarémoslo de una puñetera vez: ¿Soy escritor o no lo soy? ¿Pertenezco a esa secta de individuos extraños que lo miran todo con el mismo espíritu con que un científico observa el movimiento de las bacterias o las particularidades de las partículas elementales? ¿Poseo las condiciones requeridas, es decir, creatividad, imaginación, soltura, conocimiento, espíritu de sacrificio, deseo ferviente de contar una historia, personalidad, instinto, inteligencia, ambición, desdén por la vida convencional, cierto sentimiento de superioridad sobre el resto de los mortales, afán de construir el mundo a mi manera…? ¡Ah! y algo de primerísima importancia: ¿es posible abrirse camino y llegar a ser leido y, por lo tanto, que los editores sientan el suficiente interés por mis escritos como para arriesgarse a publicarlos, sólo cubriendo —aún con creces— los tres requisitos fundamentales, que son escribir bien, tener la inclinación a descomponer y volver a reconstruir la vida y saber contar las historias de una manera bella y original? ¡No! Sé que estos requisitos, aún siendo imprescindible, no son decisorios. Y presumo de tal conocimiento por la autoridad que me da el hecho de haberme pasado la vida trabajando en el negocio editorial, y, además, ejercer esta profesión en cuatro países de dos continentes, lo cual me permite conocer la extraña composición mental del editor, siempre anteponiendo sus intereses económicos a la obra literaria… Claro, al asegurar tal cosa, no trato de desilusionar a los principiantes: siempre les queda alguna puerta adonde llamar (si son jóvenes, claro), pero a mí, ahora, a mis 77 años, la verdad es que no me preocupa demasiado que me publiquen. Eso no me quita el sueño. Para mí, el ejercicio de escribir, siendo casi una terapia, no pertenece a los editores —no sé si afirmo tal cosa tratando de buscar un consuelo— o a que un editor viole sus materialistas principios deslumbrado ante la calidad de mis trabajos. Lo que me quita el sueño es la incógnita de si soy capaz de hallar lo que en verdad se esconde en las entrañas de la literatura y en el afán de escribir.
Puedo asegurar que no soy un improvisado: apenas aprendí a garabatear dos letras, comencé a escribir como un obsesionado, y desde entonces no ha habido quien me pare: diarios personales, cuentos nunca publicados, ilustrados con dibujos propios, poesías, cartas de amor y desamor, o solicitudes de empleo, opiniones y quejas en "cartas al director", y muchos artículos de prensa… Esta inquietud mía por utilizar las palabras, por envolverme en la letra escrita, nació en España cuando ocurría una guerra. En aquel entonces yo solo tenía cinco años, pero esa desgraciada guerra me abrió el entendimiento y me dio un aldabonazo para que mi escritura se volviera queja, porque aquella contienda destruyó a mi familia: mi padre, al exilio; mi madre con el corazón roto porque mi padre no se fue al exilio solo, sino con su secretaria; mis dos hermanas y yo internos en colegios de caridad. Utilicé el periodismo como desahogo y siempre fue mi lado más fuerte: contar lo que veían mis ojos o lo que sentía mi corazón, me chiflaba y se convirtió en una especie de necesidad emocional. Si no escribía, para no morirme, contaba mis historias a los amigos o denunciaba verbalmente todas las injusticias que acontecían hasta donde alcanzaba mi vista. Pero, además de todo, lo de escribir lo llevo en mis venas: mi padre fue poeta, periodista y escritor. Y mi abuelo también. Ambos nacieron en Burgos. Igual que yo.

miércoles, 21 de octubre de 2009


Mujer y hombre al fin…


Antes de decidirme a conversar con ella, nos habíamos cruzado en tres o cuatro ocasiones. El primer día, al vernos, nos miramos y sonreímos; el segundo, yo le dije Buenos días… y ella respondió con unas palabras ininteligibles en voz muy queda; la tercera vez, cuando se encontraba a unos diez pasos de mí, Carla se detuvo, me miró e hizo un ademán como si intentara decirme algo, pero después lo pensó mejor y continuó su camino con la cabeza baja, sin mirar ni sonreír. El cuarto día, al llegar a la rotonda donde yo hacía meditación, la vi mientras practicaba una especie de tai-chí… Ahora no te me escapas, pensé. Me situé a cierta distancia de ella, junto al rompeolas, haciendo que miraba hacia el horizonte lejano donde el mar se mezcla con el cielo, esperando a que acabara sus ejercicios. Tres o cuatro minutos después, ella los dio por terminados: levantó los brazos, los cruzó sobre su frente, e hizo una ligera reverencia al vacío. Después giró con actitud marcial e inició su retirada: espalda recta, abiertas zancadas y amplio balanceo de brazos. Esa fue mi oportunidad. Le salí al paso dirigiéndome en diagonal hacia ella, y la abordé sin más: Hola. Buenos días. Perdone que me cruce en su camino de una manera tan brusca, pero, según veo, usted es una experta en estos ejercicios orientales, y yo apenas me estoy iniciando. ¿Me puede decir qué frutos espirituales se obtienen con esos movimientos rítmicos pero extraños que acaba de hacer?” Se detuvo y me observó con un gesto de desconfianza; después, al contemplar este aspecto algo cándido y bonachón que yo tengo, sonrió y calculó por un breve instante su respuesta. Bueno, espiritual ninguna. El fruto que se obtiene es físico. En el tai-chi todas las articulaciones entran en juego y eso hace que el cuerpo funcione de una forma armoniosa. Claro, indirectamente, lo espiritual, al encontrase el organismo en buenas condiciones físicas, también se armoniza… Aaaaah, acerté a decir anonadado. Yo siempre creí que tanto en el yoga, como en el tai-chí y los demás ejercicios de raíz oriental, se buscaba como resultado principal el equilibrio de la mente y el bienestar del espíritu. Más que lo físico. No, es al contrario…, dijo ella. Aaaah, volví a exclamar en otro momento de inspiración verbal, comportándome igual que un pavisoso desconcertado. Y es que ella sonreía y, de cerca, su sonrisa resultaba tan atractiva y acogedora… Su mirada no tanto: era más bien fría (azul-gris como el acero son sus ojos), y no me llegaba ni muy directa ni muy penetrante, sino más bien apagada y desprovista de significados… Estaba claro que, por el momento, no había correspondencia.

Pero, ¿qué digo? ¿Qué correspondencia puede haber entre dos seres que acaban de conocerse? Además, yo tampoco buscaba nada en especial si exceptuamos esa constante sexual que el señor Freud —para justificar sus propias debilidades— nos asignó a sus congéneres. Ahora, me pregunto, ¿qué fue lo que me atrajo de Carla? ¿Era realmente su atractivo de mujer? Debía de andar por los 60 años y, para su edad —y en comparación con las otras mujeres que acudían a aquel lugar a hacer ejercicio y tratar de bajar unos kilos— sí destacaba. Claro, también pudiera ocurrir que al hambriento, como era mi caso, todo le parecen solomillos… Su cuerpo bien pudiera corresponder con el de una chica de 40 años o menos. Pero de cerca, vista de frente, se apreciaba enseguida su verdadera edad: pecho caído, piel gastada, falta de iluminación en la mirada… Nos fuimos caminando juntos y, mientras, nos comunicamos para conocernos a fondo, explicando nuestras respectivas circunstancias y nuestros mutuos conceptos de la vida (risas nerviosas, desviaciones de la mirada, toses inoportunas…). Y es que ese es, teóricamente, el engranaje, el enlace entre los seres, lo que va formando la vida. ¿Hay afinidad? ¿Hablamos el mismo lenguaje? Nuestro pensamiento, aunque no siempre coincida, ¿está al mismo nivel de entendimiento? ¡Pues perfecto! ¡Adelante! ¿Qué importa que tu seas mujer y yo hombre? ¡Somos dos seres y en nuestros respectivos cerebros hierve el mismo potingue dulce, ácido, amargo, duro, picante, salado, soso, evanescente, mierdero, corrosivo! ¡Ah!, ¿que tu eres casada? ¿Y eso qué, si nosotros no consideramos para nada el género al que pertenecemos…? Además, ya ambos hemos cumplido con la exigencia de la Naturaleza: hemos traído hijos al mundo. Ahora el sexo no es el objeto. ¿Disfrutar? ¡Por favor, ambos tenemos el concepto de que el disfrute de la amistad es superior! El amor ahora, sin intervención de la libídine, es puro, inmaculado, limpio. El agujero negro del cosmos por donde se van nuestros pensamientos se henchirá de placer con nuestras respectivas emociones y con nuestros sentimientos no adulterados… Carla y yo nos fuimos conociendo en los días sucesivos. Nuestros lazos cada vez eran más firmes. Ya no nos limitábamos a pasear juntos cuando «casualmente» nos encontrábamos, sino que al llegar lo primero que hacíamos era buscarnos, ansiosos por desembuchar cuanto teníamos dentro: intimidades, pasiones, desconsuelos, reniegos, creencias y dudas, amor al mar, amor al sol, amor a la vida y a la poesía, y al arte. Allá en el Escambrón la gente nos sonreía, nos saludaba, nos miraba con cierta envidia. Algunos murmuraban… (¿A ti te importa?, me decía ella, ¡Porque a mí no…!)

Sí, parecía que éramos dioses…

Un día que yo le conté la razón por la que mi amistad con otra amiga había terminado, ella me dijo: ¿Y tú crees que ésa es razón suficiente para terminar con una amistad? Con lo que me dio a entender que para ella la amistad tenía un alto significado. Carla tenía esa tendencia propia de las almas buenas: todo lo disculpaba; nunca —o casi nunca— censuraba a nadie. Para ella los seres somos así, con nuestras virtudes y nuestros defectos, y así tenemos que ser aceptados y así debemos aceptar a los demás. Y yo me sentía orgulloso. Hasta llegué a pensar que mi amistad con ella justificaba mi presencia en Puerto Rico. A veces me leía algunos de sus poemas, o me mostraba sus pinturas. Hasta me hacía partícipe de sus sentimientos más íntimos leyéndome bellísimas partes de sus diarios ilustrados. Pero no sé qué paso. De repente todo empezó a declinar a nuestro alrededor. Carla parecía tener más interés en rebobinar la cinta, en convertir algo profundo en algo superficial, en ir borrando las huellas que habíamos dejado marcadas.

Así es la vida, hay que reconocerlo. Al final se vio claro que no éramos dioses: sólo éramos una mujer y un hombre. Con los defectos, la tragedia y las imposiciones convencionales que eso conlleva…

martes, 20 de octubre de 2009



¿Cómo interpretar la vida?


Según Einstein, "Hay dos formas de vivir la vida: una es pensando que todo es un milagro; la otra es pensando que nada lo es." Es un pensamiento curioso éste, más si consideramos que salió de una mente como la de Einstein, un hombre dedicado a desentrañar la vida mediante la ciencia, a desmenuzarla y sacar conclusiones. Indudablemente que la vida tiene eso, que depende de cómo la miremos.

Por ejemplo, la rosa: ¿cómo no podemos sentirnos subyugados al contemplar una rosa? A mí las flores, en general, me emocionan, elevan mi pensamiento, cambian mi temperamento, lo suavizan, me convierten en un ser agradecido a la Vida… Pero las rosas me trasladan a la cuarta dimensión. Solamente con contemplar una, ver sus pétalos aterciopelados, delicadamente arqueados envolviendo púdicamente sus partes internas, como protegiéndolas, u oler su delicada fragancia, mi mundo espiritual se expande, mi pensamiento se aproxima a la creencia en un ser superior sumamente bondadoso.

¿Cómo sería un mundo sin flores? Desde luego, no habría abejas, ni mariposas, ni colibríes… Pero yo no creo que sea esa la única razón de su existencia. Además, ¿por qué algunas aves, algunos insectos, la mayoría de las mariposas viven de las flores y hasta las polinizan, y otras de la misma especie obtienen su nutrición de los excrementos? ¿Son la representación de los malos y los buenos?

Yo no puedo imaginar la presencia de la rosa sin haber sido construida por las manos de un ser asombrosamente poético, delicado e impregnado de amor. Dentro de algunas religiones —la cristiana entre ellas— se supone que la creación obedeció a un impulso de amor de un ser creador. Bien, pues la presencia de la rosa es el mejor símbolo del amor… Hay veces que, como un divertimento intelectual y poético —y sin que nada haga suponer que poseo creencias religiosas—, me dedico a elucubrar en lo que un posible Dios todopoderoso habría sentido antes de crear cada uno de los elementos que componen el mundo o la vida, es decir, los hechos que la biblia le atribuye que creó con un chasquido de sus dedos: los ríos, los animales, los peces, las plantas, la luz, los seres, etc. y me sale un apunte de corte poético acerca de lo que sintió ese ser en el momento que decidió crear la rosa: «Dios deseaba entregar a los seres algo que fuera el gran símbolo de su amor, y se quedó observando las nubes blancas, algodonosas; las plumas de las aves, el terciopelo de las arenas del desierto; las aguas quietas de una laguna; la tersura y la suavidad del azul del cielo… y pensó en cuál podría ser el objeto que contuviera todas esas maravillas dentro de una sola representación: entonces creó la rosa…». Claro, después de este desgaste mío en el departamento imaginativo de mi cerebro, llegan los científicos y dicen: «No, si la presencia de la rosa y de las flores en general obedece a la conjunción de los ácidos nosequé, nosequé, con las moléculas invertidas del… y la descomposición originada por los rayos solares», y adiós poesía. Todo queda supeditado a unas esferitas girando a toda velocidad sin saber por qué lo hacen… ¡No, si es que somos nada!

lunes, 19 de octubre de 2009


Los «gigantes» que nos presenta la vida


En el preámbulo de mi recién concluida novela —¡¡por fin!!— De la misma tela que los sueños, refiriéndose a algún propósito que el personaje principal, Víctor, no tuvo oportunidad de alcanzar, se dice:


«Tal propósito, en tu ánimo, no era sino la expresión de rebeldía nacida ante tanta frustración, una reacción que respondía al trajín infecundo causado por las decepciones encontradas en el fervoroso deseo de triunfar sin saber bien en qué. En ti el afán de reposo provenía de la predisposición del guerrero a deponer las armas tras perder incontables batallas libradas contra descomunales gigantes, los cuales, al final, se demostró que sólo eran molinos de viento…»


…y, al releerlo, me entra algo así como un principio de angustia mientras pienso en qué medida es aplicable esta sentencia a mi propia vida. En realidad, ¿luché contra lo que se presentaba ante mí como gigantes descomunales cuando sólo eran molinos de viento? ¿Deseaba yo triunfar pero no sabía bien en qué? O sea, para mayor enfrentamiento conmigo mismo, tendría que preguntarme si me pasé la vida «dando palos de ciego»… Y es que eso es lo malo (o lo bueno) de escribir novelas: constantemente uno se ve enfrentado consigo mismo, o se van descubriendo los propios sentimientos y las debilidades. Y se le van despertando a uno ciertos afanes de juzgarse, de conocerse, de arrepentirse, de odiarse; raramente de enorgullecerse. Claro, tampoco es cosa de estar todo el día mirándose en el espejo y preguntándose ¿quién soy? ¿qué hago aquí? ¿quiénes me detestan y quiénes me aman y por qué razón? La vida, además de nuestros genes, nos la van formando las circunstancias que nos toca vivir, los amigos y los enemigos que nos rodean, los amores y desamores y las situaciones a las que nos vamos enfrentando, y no hay vuelta de hoja. Uno se puede corregir —si se encuentran razones para ello—, pero cuando empezamos a lograr la perfección moral y sentimental ya no tenemos oportunidad de aplicarla porque estamos hechos unos vejestorios y nuestro discurso no le interesa a nadie. Claro, el bienestar que produce la acción de escribir sirve para hacer las paces con uno, para acabar por aceptarse y hasta quererse. Veía yo el otro día en Boomerang el vídeo de una entrevista a Clara Sánchez con motivo de la publicación de su novela Presentimientos, y ella decía que su vida, las imágenes que tiene, sus comportamientos, sus actitudes, lo que le ha dado argumentos y sentido a sus novelas provienen en gran medida de las emociones, los amores, los lugares, las vicisitudes, los cambios espaciales que ocurrieron en su vida… Eso fue formando sus sueños y sus sentimientos y también causó sus risas y sus llantos, sus odios y sus anhelos de venganza. Y a veces también le hizo confundir los molinos de viento con amenazadores gigantes. Como nos pasa a todos.

domingo, 18 de octubre de 2009




El complejo de Sísifo…


Nunca antes había tenido a mi disposición un instrumento como este del blog, donde puedo expresar mis ideas y mis memorias y proponerme yo mismo algunas aventuras intelectuales. Y espero tener constancia porque no hay que olvidar que yo soy Sísifo, el que intenta subir la piedra hasta la cumbre por castigo de los dioses y cuando casi estoy a punto de llegar a la cima, la piedra se me va de las manos o fallan mis fuerza, y rueda montaña abajo. Después, ya se sabe la historia: vuelta a empezar… Esto me lo adjudicó Mada Carreño, la segunda esposa de mi padre y casi mi madrastra (¿o mi madrastra en verdad? ¡Es tan desagradable ese nombre…!), pero, sobre todo, mi gran amiga, la mujer que me hizo ver la vida de diferente manera a como yo la veía en la España franquista, de donde yo procedía, la mujer que me inició en el periodismo. Ella, sobre todo, fue la que me enseñó que el espíritu no tiene nada que ver con la religión. Que es un negociado independiente. Mada me dijo un día que en mí se daba el mito de Sísifo. Al principio esta definición me enorgullecía. Luego, según fui madurando, no tanto. Para ella –que me conocía mejor que mi propia madre–, mi delirio era comenzar, crear, meterme en algo nuevo. Al parecer, ahí es donde surgía mi personalidad dinámica, mi ilusión por destacar y brillar, mi afán conquistador. Luego, poco a poco, comenzaba a decaer y a desanimarme, a perder interés en lo que estaba haciendo, sobre todo cuando comprobaba que a mi alrededor las cosas, las acciones comenzaban a convertirse en rutina. Y es que, ¡uff, la rutina! ¡No sé cómo huir de ella! Yo creo que a esa composición que se da en mis genes se debe que mi vida haya sido siempre un perpetuo cambio, de país, de trabajo, de ambiente… Soy un soñador y siempre me gustó poner mi mirada detras del horizonte. Eso me ocurre desde que era pequeño. Mi imaginación me transportaba lejos y me convertía en un ser individual, poco afecto a sentirme oveja del rebaño. Así fue en las escuelas por donde pasé, en mis trabajos y todos los lugares por donde transité. Aquí mismo, en San Juan, entre mis amigos nuevos, algunos me deben considerar un individuo algo estirado, un poco clasista. Y no hay nada de eso. Lo que ocurre es que me embeleso con la vida y mis conversaciones son casi siempre profundas, interiores, metafísicas… Y no existe mucha gente que se interese o que pueda entrar en esta clase de conversación. Porque la verdad es que las charlas frívolas no me interesan mucho… Claro, ahora la piedra yace en el fondo del barranco, pero es que mi vida emocional no es nada rutinaria…

sábado, 17 de octubre de 2009


Hurgando en la vida


La vida, considerada desde una concepción materialista, por su condición discutible, no es admitida entre mis convicciones actuales. Ahora ando metido en consideraciones acerca de que sería inexplicablemente absurdo y trágico que todo este extraño, mágico y complejo mundo careciera de sentido. Tantas células trabajando, tantas hormonas llevando y trayendo una información interna para regular el funcionamiento del organismo, tantas glándulas secretando humores, tantos corazones latiendo sin descanso, tantos anticuerpos dispuestos a luchar por nuestras vidas, tantas neuronas generando información para que nuestra vida tenga sentido, tanto lirismo en las almas, tantos discursos de matafísica, ética y funcionalidad biológica, tantos impulsos sexuales para evitar que la especie desaparezca, tanto amor entre tú y yo, de tanta profundidad de sentimientos, ¿para qué si todo es baldío, estéril, sin finalidad alguna? Cuanto más profundizo en el tema, más convencido estoy de que el espíritu trasciende. No sé si lo siento así con toda la convicción y seguridad de mi alma o solo se trata de un deseo engañoso y extravagante, o una reacción instintiva, pero me digo que tiene que haber una razón, una razón de eternidad o de transformación, o de renovación y perfeccionamientos sucesivos, o de proyecciones hacia universos distantes. Cada vez creo menos que seamos un paréntesis entre vacío y vacío. Eso, además de que no suena bien carece de sentido. A ver, dime, ¿qué afinidad existe entre una puesta de sol y el silencio eterno? ¿Tiene alguna relación la muerte y la sonrisa de un niño, o el embriagante perfume de una flor con el vacío sin límites, o la grandiosidad del mar y la belleza de una montaña y la poesía con una presencia casual e inútil? Y entro en semejantes elucubraciones, a pesar de que siempre fui un acérrimo escéptico, un descreído o un agnóstico, como quieras llamarme… Para mí la vida, tal y como la aceptamos y la vivimos, tal y como funciona a nuestro alrededor, esa vida que vemos y experimentamos —con sus perversiones y sus bondades— era lo único demostrable, y nunca acepté otras descripciones, ni mucho menos una existencia basada en recompensas ni perpetuidades posteriores a la muerte. Pero ahora, desde que falleció mi mujer, tengo tendencia a darme otros alientos porque si no todo se convertiría para mí en un pesado e irrespirable vivir…

viernes, 16 de octubre de 2009


¿Es conveniente reconstruirse?


¿Cómo y en nombre de quién debo establecer mi norma de conducta y darle una forma cabal a mi pensamiento? Y, aún con eso, ¿qué se persigue con imponerse uno a sí mismo un comportamiento determinado y por qué hay que hacerlo? ¿Se trata de una actitud que forma parte del instinto, de una verdad programada, es decir, algo que nos impele hacia un punto alfa y omega de perfección moral sin necesidad de que intervenga la función racional, o será la disposición universal que nos invita a tomar un camino que genere paz y armonía? A veces me da la impresión de que es una preocupación baldía, algo así como fabricarse un “manual de instrucciones” para engañarse a sí mismo e ir por la vida aunque no se tenga una idea clara de cuál deba ser el verdadero camino, suponiendo que exista uno. Un comportamiento, un ideal, creo yo, ha de proceder de una razón certera, de una razón fundamentada, de un modelo factible y no basado en especulaciones más o menos bonitas y bien construidas. Pero, ¿es posible llegar a poseer tal certeza? Si entre las más de 30 religiones-raíz o de condición principal que hay en el mundo existe casi un centenar de "libros sagrados", que van desde la Edda poetica, el Canon Pali o Tipitaka, los Canon Chinos, La Biblia en varias versiones —Adventista, Católica, Mormónica, etc.—, las Analectas, de Confucio, o los Cuatro Libros Cásicos, del Confucionismo, la Principia Discordia, las cuatro Vedas, los 18 Puranas y los 108 Upanishad del hinduismo, hasta el Coran, la Biblia Hebrea, el Talmud, el Pentateuco samaritano, o el Tao Te Kin taoísta, y otros muchos, y todos se autoproclaman poseedores de la verdad, ¿a quién debemos prestar oidos? ¿Por qué sabemos que éste dice la verdad y el otro no? ¿Con quién de ellos hemos de establecer una compatibilidad? No, yo no puedo estar pendiente o atenerme y sacrificarme por un ideal que, incluso, ha podido ser elaborado por alguien que hasta pudiera ser menos inteligente que yo, o por uno que sólo busca dinero, o por otro que únicamente corre tras un liderazgo, o por aquel que lo que de verdad le interesa es la notoriedad y el poder que su "doctrina" pueda proporcionarle. ¿No es absurdo creer que Dios envió a la Tierra a un hijo suyo (?) para que nos descubriera una verdad que él mismo nos ha negado desde el principio de la vida, o que Buda, cuando ya no podía caminar a causa de su gordura probablemente causada por la glotonería, se sentara bajo un árbol y se dedicara —rodeado de los «taquígrafos» del momento, supongo, porque de él no se sabe que haya un escrito de su «puño y letra»— a descubrirnos los secretos de la vida…? Descubrir la verdad no solo es complicado sino imposible. Yo creo que la misma Naturaleza, por la razón que sea, nos ha negado el poder del conocimiento de un mundo que está fuera de nosotros.

jueves, 15 de octubre de 2009




¿Estaré sobrando aquí?


Podría tomar la decisión de cerrar mis «Confesiones de un extraño» o pasarme a WordPrees, para ver si allí hay más suerte, porque no deja de ser un tanto decepcionante asomarme cada mañana a mi espacio y comprobar que, invariablemente, siempre especifica «cero comentarios». Inmediatamente después me hago la pregunta: ¿es que a nadie le interesa lo que yo escribo?

Pero la respuesta acude a mi mente en el acto: Sí, me digo, le interesa a mis hijos; le interesa a mis amigos, y me interesa a mí. Con eso está más que justificado el amor que pongo al elaborar esta opinión de cada día.

Por otra parte, manifestarme a diario, tener mi mente ocupada y entrenada, apta para generar ideas y expresar mis sentimientos, es un don que no debo supeditar a si resulto interesante o no para el lector. Además, me da una audaz valentía expresiva. Aquí digo cosas que no me atrevería a decirle a nadie personalmente… Es como confesarme a mí mismo, como hurgar en mis entrañas y exponerle a mis hijos y a mis amigos mis pecados y virtudes, mis sentimientos y pequeñas perversiones. Y es, sobre todo, un ejercicio mental, además de un método muy auténtico de darme a conocer. También es como continuar mi diálogo con Angelines y sufragar una deuda contraída con ella.

Claro, no voy a negar que me produce cierta envidia abrir el blog de Ángeles Mastretta o el de Javier Marías, o visitar los muchos de Boomeran(g) –amparados por El país–, y ver que hay más de cien comentarios en cada uno… Y eso que, a veces, o más bien en innumerables ocasiones, uno lee cualquiera de estos blogs que están refrendados por una firma de gran renombre, y se decepciona… y hasta se cae en la duda acerca de la inteligencia o la sensibilidad del escribidor o la escribidora. Pero, así es la vida: todo está construido sobre esas bases; nos dejamos apantallar por la fama, por los nombres con resonancia. Parece que para dedicarse a opinar, para dedicarse a escribir es imprescindible recorrer un camino, enfrentarse a grandes necesidades crematísticas e, incluso, alimentarias, dormir algunas noches a la intemperie, acudir a concursos literarios y persistir hasta que se gane uno o se quede cerca del ganador, y como yo no entro en ninguna de esas proposiciones, no porque no quiera, sino porque mi edad no me lo permite, tengo que confiar en lo que la vida haya decidido acerca de mí…

miércoles, 14 de octubre de 2009




Ponte una coliflor en la cabeza


Creo que la vida debe ser aceptada tal como se va construyendo ella misma en el transcurrir del tiempo, sin buscarle otras explicaciones ni otros fundamentos. Si existe un pre-trazado, es decir, un determinismo, bien; si la vamos construyendo los humanos a medida que la vivimos, excelente. Creo que ahí, en esa despreocupación reside la perfección, la alegría de vivir, la pasión de crear, el amor a los semejantes y a la Naturaleza y, como consecuencia, es la auténtica experiencia de la felicidad. En algún sitio he leído que la vida tiene que ser algo sencillo, algo que pueda vivirse aplicando un conjunto de pequeños ritos, indefinidamente repetidos, ritos, al fin y al cabo, un poco estúpidos, pero en los que, en el fondo, se puede creer ya que, de paso, le dan una estructura y un sentido a nuestra vida. Blaise Pascal dijo que «Una de las principales enfermedades del ser humano es su inquieta curiosidad por conocer lo que nunca puede llegar a saber.»

Usted, yo, vivimos y dejamos vivir; traemos seres al mundo, los educamos, los mantenemos y tratamos de que sean felices, sobre todo mientras ellos no se pueden valer por sí mismos. Luego nuestros hijos harán lo propio con sus hijos, y sus hijos con los suyos hasta el fin de los tiempos. Esa parece ser la ley universal sin que importe de dónde venimos y adónde vamos. Pero, además, es algo que nos lo exige el instinto. ¿Sabe más sabroso el chocolate si conocemos su historia y su composición? No, sabe igual. El conocimiento de su composición es cultural, pero no agrega ni quita nada a su sabor. Si yo busco tener un comportamiento determinado dentro de la sociedad, es porque así me lo exige mi conciencia, porque las requisitorias morales han ido evolucionando con el tiempo —tal vez gracias a la evolución que queda encerrada en la composición genética— como una necesidad y nos han dado los sentimientos que nos convienen para crear un método de vida aceptable y desenvolvernos dentro de ella.

A veces pienso que la vida es como las leyes de circulación: cuando aparecieron los primeros automóviles no existían normas, ni carreteras; luego, a medida que se fueron desarrollando y aumentando los vehículos, tuvieron que evolucionar e ir ampliando las leyes para que todos puedan circular sin mayores contratiempos. Creo que esa es la verdadera ley de la vida, la necesidad de que exista una ética que nos permita convivir unos con otros. Es como si fueran las reglas que vamos creando para nuestra supervivencia. Cuando yo compruebo que si trato bien a mi vecino él hace lo propio conmigo, pues me lo aplico como norma de vida. Y mi vecino hace lo propio. Y así todos contentos. Porque lo que haya después de mi muerte es un asunto en el que yo ni deseo ni puedo intervenir. Cuando me muera me enteraré si hay algo. Y si no lo hay no lo sabré nunca. Mientras, sustituiré mi cerebro por una coliflor…

martes, 13 de octubre de 2009



Carta a Angelines


Nueve años, seis meses y dos días han transcurrido desde tu disolución orgánica, amor. Y tanto tiempo sin disfrutar de tu amable mirada, sin gozar de tus caricias, sin percibir la ternura de tu sonrisa, sin tu fervorosa entrega, sin la amistad y la complicidad que siempre hallé en ti… es demasiado tiempo. Es como una locura. Un desafecto de la vida. Una guarrada. La verdad es que no sé cómo lo he podido resistir. Para suplirte, para no perderte del todo, he tenido que echar mano de los recursos que me dio la Naturaleza: imaginación, pensamiento, la facultad de recordar y el deseo ferviente que tengo de ti. Todo esto unido a la fuerza del amor generada entre nosotros.

Por ejemplo, para recrearte, para tratar de que tu imagen no se borre de mi retina, me rodeé de tus fotos. ¿Recuerdas los cientos y cientos de fotos que te tomé durante los 45 años de vida juntos que, incluso, en múltiples ocasionas significaron una molestia para ti? Pues, ya ves, ahora ellas me ayudan a soportar la vida. Mira, te tengo por todos lados: en las paredes, en la cómoda, sobre mi mesa de trabajo, en la mesilla de noche, en mi billetera, en mi teléfono móvil, en los señaleros de mis libros, para donde quiera que vuelva la mirada allí te encuentras tú. ¿Ves la foto que encabeza este texto? Pues es la misma que utilizo como fondo de pantalla de mi computadora (recuerdo que en el momento que te la tomé tenías sobre tu regazo a Daniel, nuestro sexto hijo símbolo de una reconciliación ocasionada por un sentimiento de amor total. Lo habías traído al mundo apenas dos días antes y parecías decirme: «¡Mira lo que tenemos aquí! Este niño será nuestro símbolo de amor eterno.»). De esta forma, cuando me pongo a escribir —como ahora—, tu rostro, casi de tamaño natural, aparece ante mí con esa breve sonrisa algo enigmática —un tanto irónica— y esa mirada tuya, plena de de intensidad y expresión. Y al ensimismarme en ella, me invade la sensación de vivirte y me hago la ilusión de que al menos una parte tuya está aquí conmigo…

lunes, 12 de octubre de 2009



¿En qué medida he cambiado?


Algo nuevo y edificante habita en mí ahora, no tengo ninguna duda. No es todo lo que yo hubiera deseado, desde luego, pero empiezo a sentirme otro en el ámbito espiritual: más comprensivo, más seguro, más abierto, con más ternura y más caridad hacia las personas, más dispuesto a escuchar los dolores ajenos. He llegado a un punto de mi edad –que es lo mismo que decir a un punto de mi vida–, que soy capaz de sentir el amor en toda su dimensión lírica, platónica, romántica y emocional. Aunque, dentro de esta firmeza psíquica que me produce una elevada carga de aceptación de la vida, hay días que, inexplicablemente, todo se desmorona en mi entorno. Por un detalle trivial o por una contrariedad, mi ánimo entra en una crisis que me lleva a hacer un razonamiento excesivamente materialista y que, hasta cierto punto, anula mi imaginación y mi espiritualidad, y me convierte en un ser inseguro respecto a cuál debe de ser mi actitud y el verdadero rostro de la vida, hacia dónde debo mirar, o cuál debe ser el estado de la conciencia y cuál la explicación menos absurda. Y en esos momentos de fragilidad y ruptura del pensamiento, donde todos mis apoyos se descomponen, reacciono de una manera intemporal, brusca, y entro en un círculo vicioso: cuanto más razono, menos creo en en algo. Después, sin saber por qué, o con una contemplación de la Naturaleza o con una leve mirada al retrato de Angelines, regresa lentamente la cordura y me voy convirtiendo en el ser humilde que soy o pretendo ser, alguien más natural, más digno de mí. Después, otra vez regresan los mundos imaginados, los palacios de cristal y los peces voladores, y me digo que por qué hay que ser tan severo, que por qué razón debemos tener una ideas de condición realista, que si la Naturaleza nos ha dotado de la imaginación y la creatividad será porque ello nos hace la vida más soportable y nos ayuda a contemplarla con sentimientos más solidarios y dignos. Y entonces telefoneo a mis hijos y les hago una manifestación de amor (trato de hacerles llegar el amor de mi difunta mujer únido al mío). Podría suceder que estas caídas me ocurran debido a que, dentro de esta nueva actitud espiritual en mi vida, me acucia el intento de penetrar demasiado en la intimidad de las personas más cercanas a mi corazón, figurar yo con más trascendencia en sus vidas, participar de todas sus emociones y sentir cuando estoy en compañía de ellas lo mismo que siento en una novela que leo o en una novela que escribo: esa fuerte intensidad emocional de compenetración con los personajes, esa participación total en sus sentimientos y en sus vidas, donde no hay otros límites que los impuestos por la imposibilidad literaria. En esos momentos de crisis no se me ocurre recurrir a libros de autoayuda, ni a consejos de personas especializadas, ni a corrientes filosóficas o matafísicas —en las que no creo—. Tampoco recurro a la ciencia médica. Yo, con todo y los tropiezos que eso puede significar, me sostengo como un acérrimo creador de mi mundo. Hay veces me parezco a Robinson Crusoe, perdido en una isla deshabitada, en la cual me veo obligado a reinventarlo todo. En realidad, confío en que dentro de todas estas tentativas, algún día aparecerá la luz y tendré la certeza de que el camino que sigo es el que debo seguir. Claro, si no me muero antes…

viernes, 9 de octubre de 2009


¿Terminará todo con la muerte?


Me cuesta mucho aceptar que la muerte sea el fin de todo, es decir, que todo concluya ahí, que ese sea el final definitivo de la percepción que tenemos de la vida. Me cuesta admitir que nuestros desvelos, nuestros sacrificios, nuestras buenas obras, nuestros conocimientos, nuestra cultura, nuestro sentido de la vida, de la belleza y del amor perezcan junto con con nosotros y no sean útiles para imponer una trascendencia. Siendo así, convierte la existencia en un disparate, en algo absurdo, carente de sentido. Claro, por otra parte, el caso contrario también es una enorme incoherencia, algo que no tiene razón de ser, porque no tendría explicación que la vida continúe tras la muerte. ¿Para qué y con qué fin? En realidad, si lo vemos bien, da lo mismo que la vida tenga trascendencia o que no la tenga, que continúe o que se acabe, porque la vida en sí es lo que carece de sentido. Lo más razonable es que no hubiera nada. O que lo hubiera pero no existiera nadie para detectarlo. Porque, ¿por qué mis ojos ven, aunque no vean todo sino solo lo que la Naturaleza quiere que vean? ¿Por qué mi lengua detecta los sabores y se deleita con ciertos manjares? ¿Por qué mi corazón salta de alegría cuando ocurre un acontecimiento considerado como algo extraordinario, cuando no hay nada que sea extraordinario, ya que todo es igual y nada tiene sentido? ¿Por qué mi nariz olfatea determinados olores y eso hace que mi apetito se desarrolle o se retraiga? ¿Por qué razón mi pene tiene una erección cuando mis ojos ven a una mujer desnuda o mi mente piensa en ella? ¿Quién ordena que la sangre fluya en él y lo ponga en condiciones de penetrar una vagina hasta derramarse dentro de ella tras unas convulsiones de placer y que después los espermatozoides fertilicen un óvulo, y esto produzca un individuo igual que yo, con dos piernas, una mente, una nariz, una lengua y dos ojos para continuar por la vida en una caminata interminable sin destino? ¿Es que no veis la necedad de semejante acción? ¿Quién quiere que los espermatozoides creen otro individuo que se parezca a mí y que herede mis genes y parte de mis costumbres? ¿Para qué todo eso si yo después me muero y en ese mismo instante todo se acaba para mí? ¿Quién desea que esta cadena de despropósitos continúe? En realidad, la vida es tenebrosa, y en muchos casos repugnante y, sobre todo, pasajera, indiferente a todo, a mi muerte y a la tuya… Y no es cuestión de darle vueltas. Hay muchos seres —la mayoría— que actúan maquinalmente y no se hacen preguntas, como las células y los animales. Esos son los más apreciados por la Naturaleza porque hacen su trabajo y no se preguntan por qué lo hacen. La mecánica de la existencia puede ser una imposición, una exigencia absoluta, sin nada que cuestionar. El día que la humanidad cuestione su significado de verdad, la vida se acabará porque no encontrará la respuesta…

jueves, 8 de octubre de 2009



Forzar la vida


¿Estoy forzando mi vida hacia formas no naturales? ¿Estoy intentando adoptar posiciones en las que apenas creo o a las que mi equipo genético se opone? Veamos, pongamos la mente en orden: hay dos espacios, dos sentidos, dos interpretaciones opuestas de la vida cada una de las cuales he tratado de insuflar en los personajes principales de mis novelas, Víctor y Pedro. El primero, Víctor, en De la misma tela que los sueños, tras la muerte de su mujer, se siente en la obligación —atendiendo también a recomendaciones de su amigo el neurólogo Horacio— de reformarse y reconstruir su vida conforme a unos cánones éticos procedentes de algunas proposiciones filosóficas importantes pero cuya autenticidad no ha sido demostrada: el amor espiritual, la compasión, el sentir común y social, la bondad, ciertas creencias o deseos de creer, los bueno hábitos, la honradez consigo mismo y con los demás, la interpretación un tanto apícola de la vida (disciplina, trabajo, etc.), la institución familiar, la amistad a todo trapo, la renuncia, el sacrificio, la puntualidad, el respeto… Y está la segunda teoría representada por Pedro en Lo demás es silencio, que, aunque no está del todo perfilada, se dirigirá hacia la descreencia, el desamor (a su manera), la fe exclusivamente en el presente, el fastidio y cierto irrespeto ante las imposiciones sociales, el disfrute de la sexualidad y de todo lo relacionado con los sentidos corporales como ver, oír, gustar y tocar; la insensibilidad hacia la mayoría de los milagros, el escepticismo, el consumo de alcohol, la fiesta, la relación con mujeres exclusivamente con fines sexuales; la búsqueda continua de todo lo voluptuoso, el respeto a las normas sociales no por convencimiento, sino por exigencias de la ley… O sea, dos formas, dos criterios, dos actitudes, dos sensibilidades donde, cada una de las cuales, puede ser considerada válida en la mayoría de los aspectos. Pero, el tema que intento resolver aquí es el siguiente: ¿En cual de los dos criterios estoy yo insertado? No hay duda de que si soy el creador de esos dos caracteres, de esos dos sentimientos hacia la vida será porque ambos pueden formar parte de mi personalidad. Él único interrogante es saber por cuál de ellos me inclino más, porque a veces —como hoy— me acuesto envuelto en uno de ellos —el de Víctor— y me levanto despojado de prejuicios y convencionalismos y muy cercano al sentir de Pedro. Esa dualidad es la que me preocupa. Así que estoy en esas: tengo que encontrar una aproximación a una orientación moral, aunque sea leve, y el consiguiente convencimiento de su validez práctica y espiritual…

miércoles, 7 de octubre de 2009


La emoción de ser padre


Según Víctor se dirige hacia su casa en el metro, piensa en el sublime significado de ser padre. Considera con emoción los hondos sentimientos que esta condición despierta en el espíritu. Aún aceptando que el amor filial surge y se desarrolla desde una necesidad biológica, desde el instinto, no deja de conmoverse cuando piensa en el excelso momento de crear un hijo junto a la mujer amada, junto a aquella a la que se está unido por sólidos y entrañables lazos. Contempla el lado espiritual del acto sexual en toda su extensión, en su amplio y glorioso contenido; considera que la vida no se basa en una simple copulación realizada con mayor o menor habilidad y tesón, que no es un escueto momento de placer aceptado únicamente como el cebo con el que la naturaleza nos engatusa, sino como algo envuelto en un ansia de eternidad, dentro de la poesía más delicada, es un melodioso canto a la vida basado en el amor y la bondad, en nuestra proyección hacia lo etéreo. Está basado en los afectos más nobles y dignos del ser humano. Es el resultado del sentimiento amoroso, de la inefable pasión surgida en el alma; es la realización de un acto con recurrencias eminentemente espirituales. Se trata de un rito, de un fervoroso anhelo llevado a cabo diariamente en el mundo y en todo momento por millones y millones de parejas, ejecutando un extraño ballet basado en un cúmulo de posturas, de enlaces artísticos y, sobre todo, litúrgicos, aderezado con besos y sensibles contactos, materializado en la intimidad por dos seres, hombre y mujer, sobre una cama, impelidos a expresarse el amor más tierno y sublime; impregnados ambos de un sensible erotismo surgido en toda la superficie de su piel, y en cada rincón de su cuerpo, y manifestado con leves quejidos de placer y raptos anhelantes de eternidad. Luego viene la otra parte: la ternura, la emoción que despierta la contemplación de la mujer embarazada y, más tarde, el llanto del recién nacido ante su nuevo e inseguro hábitat. Y, después, cuando atrae nuestra atención con sus candorosos juegos, o sus inefables risas y manifestaciones de media lengua, o sus impulsivos amores y desamores… Y está el intenso placer de enseñarle el sendero, de quitarle las piedras del camino, de ayudarle a llegar más allá, incluso, si es posible, más lejos que uno…


(Texto sacado de mi novela —en preparación— De la misma tela que los sueños)